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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El delito ecológico

Últimamente, unido al auge producido en el movimiento ecologista-ecológico, se han venido recogiendo por algunos medios de comunicación social numerosos hechos que pudieran encuadrarse dentro de las delimitaciones del llamado delito ecológico.Solamente en el pasado mes de agosto murieron cinco soldados que iban a apagar un fuego en Sabiñánigo y pronto les siguieron tres muertos en Loriguilla (Valencia) víctimas de otro incendio. Estos sucesos, al lado de las reiteradas noticias sobre las graves contaminaciones detectadas este verano, de las que destacan la que puso a Bilbao al borde de la situación de emergencia por depósitos clandestinos de DDT o la todavía no del todo superada de Avilés, sin olvidar los cada día más numerosos vertederos en que devienen los aún no hace mucho cauces fluviales y el embadurnamiento de las playas que el poeta vio como parameras al rubio sol durmiendo, imponen una reflexión sobre la nueva regulación del delito ecológico.

La agresión y destrucción del medio

Ya sabemos que, como afirman los economistas Attali y Guillaume, en una economía liberal, el mercado no penaliza al que destruye la naturaleza y nadie se siente motivado ni tiene los medios suficientes para protegerse por sí mismo contra un perjuicio que atañe a toda una colectividad (tampoco en una economía socialista las leyes de la planificación estimulan la protección de la naturaleza). Lo que ocurre es que en el territorio del Estado español -camino de reconvertirse para los países del Occidente industrial, del club barato de vacaciones que viene siendo, en una mezcla de polvorín nuclear y fábrica de coches americana- la agresión contra el medio y su destrucción son tan graves que hasta la Constitución de 1978 ha recogido la necesidad de imponer penas a los culpables. La regulación legal del llamado delito ecológico, que castigaría como delictivas las agresiones dolosas al medio ambiente, se ha convertido ya en una reivindicación habitual de todos los sectores preocupados por la ecología, incluidos los que podríamos considerar ideológicamente de derechas. En la famosa conferencia de Prensa celebrada el 23 de enero de este año, a propósito del proyecto de ley general del medio ambiente, con participación de representantes de partidos políticos, grupos ecologistas y expertos en la materia, una de las críticas más repetidas que se hicieron al anteproyecto fue la de no contemplar el delito ecológico.

En medios oficiales, hace ya tiempo que esta figura delictiva se estudia y ha sido definida. Así, por ejemplo, en las III Jornadas sobre Medio Ambiente Urbano, celebradas en Madrid en noviembre de 1978, el representante de la Dirección General del Medio Ambiente señaló como una de las lagunas de la legislación ambiental la falta de regulación del delito ecológico y de lo ilícito ambiental en general; esta regulación, a su juicio, debería establecer la determinación del daño ambiental, la tipificación de sanciones penales y una definición clara y actual de la obligación consiguiente de reparar el daño.

De una manera oficiosa, los altos (y numerosos) funcionarios empeñados en la tarea de confeccionar uno tras otro los diversos borradores de ley del Medio Ambiente se han ido sucediendo, han explicado la exclusión de la figura del delito ecológico por ser materia más propia de una ley o Código Penal que de una norma de actuación administrativa como sería la ley general que ellos están perfilando. No les falta la razón esta vez, desde ese punto de vista de técnica legislativa. Lo cierto es que el proyecto de Código Penal que actualmente está en el Congreso pretende establecer esta protección específica en el capítulo de los delitos contra la salud pública, castigando en sus artículos 322, 323 y 324 las actividades contaminadoras en sentido estricto que puedan perjudicar a las personas, a los animales, bosques o plantaciones útiles, junto con las responsabilidades paralelas que puedan tener los funcionarios que hubieran tolerado de alguna forma esas actividades.

Estos artículos son todo lo que el nuevo código prevé «en desarrollo de este precepto constitucional» que establece el derecho al medio ambiente y la utilización racional de los recursos naturales; otras disposiciones del futuro código castigan agresiones concretas a bienes que integran el medio ambiente, de modo parecido a como lo han hecho los anteriores códigos.

Las leyes penales vigentes

De cualquier modo, la necesidad de la creación legal del delito ecológico no está del todo clara, por una razón bien simple: el delito ecológico ya existe en los textos positivos, aunque su tipificación aparezca de forma fragmentaria. En efecto, aunque sea manifiesta la insuficiencia de las sanciones que en la actualidad se aplican, hay que cargarla más en la cuenta del olvido en que han caído muchos preceptos penales vigentes y menos en la falta de previsiones legales. Así, por ejemplo, además de los casos en que se producen lesiones o muertes, en el actual Código Penal existen modalidades de delitos contra la salud pública, como el de alteración de alimentos o el de provocar la nocividad de aguas potables que, obviamente, no han servido para defender la calidad de los alimentos que adquirimos ni la pureza de nuestros ríos. También están previstas diversas modalidades del delito de incendios (incendio de bosque con riesgo para casas habitadas, que tiene una pena de prisión de seis a doce años, incendio de montes, etcétera), del delito de daños en propiedad ajena (daños en general, y otros más específicos, como infección de ganado, empleo de sustancias corrosivas, daños en bienes de uso público). El código prevé además el que estos delitos y sus derivados puedan cometerse con malicia o por imprudencia. Ninguna de las penas previstas para ellos han servido para evitar que miles de hectáreas de bosque ardan todos los años (la mitad de estos incendios son intencionados, según el Icona), que las industrias papeleras o químicas conviertan los ríos en cloacas ni que planes de autopistas insensatos arrasen nuestros paisajes o dañen zonas histórico-artísticas. Todas estas disposiciones establecen penas de cárcel, pero en nuestras prisiones, atestadas de ladrones y traficantes de drogas, no parece que haya muchos incendiarios, y, que se sepa, ningún propietario de industria contaminante.

Por sí no bastara con las figuras delictivas citadas, el Código Penal vigente, al regular las faltas contiene todo un título dedicado a las Faltas contra los intereses generales y régimen de las poblaciones, donde se castigan las agresiones contra todos los bienes que puedan ser básicos para la calidad de la vida, desde los alimentos hasta las medicinas, pasando por los jardines, los paseos, los edificios o la higiene pública. Pero los jueces de distrito, que no dan abasto para liquidar todos los días las docenas de juicios por accidentes de tráfico que les llegan, apenas desvían su atención aburrida hacia alguna que otra bronca de patio de vecindad que ha pasado el filtro de la comisaría, y después, no les queda tiempo ni fuerza ni -¿por qué no decirlo?- preparación para perseguir y enjuiciar todas esas agresiones diarias que sufre el medio y la ciudad en que viven y que ellos mismos presencian impotentes, con la abulia del funcionario que piensa que eso no va con él.

El precedente del delito social

La creación legislativa del delito ecológico, tipificando globalmente todas las agresiones contra el medio ambiente, tendría pues todas las posibilidades de convertirse en retórica legislativa sin aplicación práctica. Si los tipos concretos de delitos contra bienes relacionados con el medio ambiente no se aplican o al menos no tienen incidencia en la realidad, menos aún cabe esperar que la tenga una figura general que los englobe. El proyecto de su regulación positiva empieza a tener el mismo tufillo demagógico que tuvieron las famosas tipificaciones del delito social (artículo 499 bis del Código Penal) o del delito de tortura (artículo 204 bis del Código Penal), que no se aplican nunca. ¿Cuántos jueces hay actualmente en disposición y con medios para procesar como autor de un delito contra la salud pública al gerente de una empresa contaminadora de un río? ¿Se han querellado los fiscales respectivos contra los responsables de las industrias que han colocado Avilés en situación de alerta especial, han contaminado gravemente Portugalete con un depósito clandestino de DDT o han envenenado las aguas del río Ulzama? Posiblemente se piensa en muchos casos que no existe delito, olvidando que los funcionarios e inspectores de Industria tienen la consideración de autoridades a efectos del cumplimiento de la reglamentación contra la contaminación, con lo que cualquier mínima infracción se convierte casi siempre en un delito de desobediencia. Esto está ahí, en las leyes, pero no tiene apenas desarrollo judicial. La pregunta que deberíamos formularnos una vez más es: ¿Realmente, estaríamos con muchos más jueces y fiscales dispuestos a actuar cuando se tipificase con carácter general el delito ecológico?

Aunque así fuera, nos encontraríamos además con el gran obstáculo con que tropieza en nuestro sistema cualquier pretensión de aplicar una justicia penal simplemente coherente: la falta de iniciativa, ante ciertos delitos, de los jueces y fiscales que se ven limitados por los atestados y diligencias gubernativas, teniendo que trabajar a partir de actuaciones policiales preocupadas sólo por un sector de la delincuencia.

Para terminar, queremos hacer una observación. La famosa ley de Peligrosidad Social, entre sus pintorescas disposiciones, contiene una que dice así: «Son supuestos de estado peligroso los siguientes: (...) 9º Los que con notorio menosprecio de las normas de la con vivencia social se comportaren de un modo insolente, brutal o cínico, con perjuicio para la comunidad o daño de los animales, las plantas o las cosas». Como todo el mundo se puede suponer, las raras veces que se aplica este precepto es para tomar medidas con alguno que pisa el césped de un parque o se pone a orinar contra una estatua. Esas medidas las toma la autoridad por su iniciativa, ya que en materia de peligrosidad social no cabe la denuncia de particular. Por ello, sí es lógico e irreprochable que esta denuncia, en los casos que proceda, se dirija a la opinión pública y luego la autoridad haga lo que quiera. En consecuencia, ateniéndonos al sentido figurado de comporta miento brutal empleado por la ley (y no al etimológico), en cuanto «acción torpe» de los seres humanos, considerando que toda agresión al medio ambiente ha de valorarse, en un juicio benévolo, como una torpeza indiscutiblemente, sugerimos a todo aquel que tenga conocimiento de cualquier atentado contra la naturaleza o el patrimonio histórico-cultural («daño de los animales, las plantas o las cosas») que pida públicamente al juez de Peligrosidad Social del territorio la declaración en estado peligroso de los individuos, particulares o funcionarios públicos, que aparezcan como responsables de cualquier atentado ecológico. Es digno de valorar el dato de que la ley, entre las medidas que establece para este tipo de peligrosos, incluya la de «internamiento en un establecimiento de reeducación o de trabajo», que puede ser muy justa en los casos, por ejemplo, de un funcionario de Cultura cuyo comportamiento torpe (o incluso cínico) fuese un peligro constante para nuestra riqueza histórico-artística.

Ventura Pérez Mariño y Gonzalo Martínez-Fresneda son abogados.

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