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Tribuna
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Las Canarias, nuestro principal problema

Las maniobras y politiqueos de estos últimos días, incluido el debate parlamentario en torno a la nueva crisis, no han disminuido el ansioso interés con que se sigue la evolución del problema de Canarias, no sólo en las esferas del Gobierno y en las filas de la Oposición parlamentaria, sino en todos los sectores de la opinión nacional. El hecho es alentador, por cuanto significa que, al fin, España se ha dado cuenta de la trascendencia de todo lo que ocurre en torno al archipiélago canario.Bueno es, sin embargo, aprovechar tan feliz coyuntura para recordar a los españoles -sin estériles críticas del pasado, sino con el sincero afán de extraer una lección- que el agudo problema que a todos nos preocupa no es un estallido imprevisible provocado por un planteamiento improvisado de una absurda reivindicación africanista, sino el resultado lógico de una falta de política exterior coherente durante los últimos decenios y un abandono prácticamente crónico por parte del poder central de uno de los trozos del territorio patrio, que por su fidelidad inquebrantable a la Patria era merecedor de mayores desvelos.

Desde el fin de nuestra guerra civil, la política exterior de España tuvo casi como único y obligado objetivo romper el aislamiento a que el mundo nos condenó por la persistencia del régimen totalitario nacido de la contienda. El cerco injusto, por fortuna, se rompió; pero al subsistir el motivo que lo originó, quedamos reducidos a un papel poco más que de tolerados en el conjunto de las naciones. Salvo los pactos exigidos por intereses estratégicos de los poderosos, España apenas pudo contar con apoyos eficaces en el mundo.

Esta penosa situación fue de consecuencias especialmente peligrosas en relación con nuestra presencia en Marruecos. Fracasado todo intento de consolidar nuestra ocupación de Tánger durante la guerra mundial, toda nuestra política africana estaba teñida por una marcada hostilidad a la potencia que ejercía un protectorado cada día más próximo a su fin en la parte más rica y más extensa del imperio de Marruecos.

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No es cierto que esa hostilidad rencorosa llegara a los extremos que presentó mendazmente un sector de la prensa francesa, al sostener que la sangre española vertida en los dolorosos incidentes de Ifni lo había sido con armas entregadas desde Tetuán a las cábilas hostiles a Francia. Yo mismo tuve ocasión de intervenir profesionalmente en París, a requerimiento de un general acusado contra toda justicia, consiguiendo la pública rectificación de un infundio que tanto daño causaba al buen nombre de España. Pero si la entrega de armas no pasaba de una patraña, era, en cambio, una triste realidad que desde El Pardo se cursaban a la Alta Comisaría, a espaldas del Ministerio de Asuntos Exteriores, indicaciones de acentuar la hostilidad a Francia en discursos y declaraciones.

iY eso, en los precisos momentos en que Francia, sin contar con nosotros, se preparaba para levantar el destierro de Mohamed V y reconocer su soberanía en la parte del imperio sujeta al protectorado de París, cuidando de salvar al máximo los grandes intereses franceses en Marruecos!

Nada de extraño es que, arrastrados por la corriente emocional que el hecho provocó en las tierras del Magreb, por las exigencias de los nacionalistas marroquíes y por el ambiente anticolonialista del mundo, España se viera, a su vez, en trance de tener que reconocer a toda prisa la independencia no pactada de los territorios sobre los que ejercía los derechos derivados del mandato internacional.

Así, en una noche triste de abril de 1956, España entregó aquellos territorios en que tanta sangre generosa se había derramado, sin lograr una mínima compensación en cuanto a una indispensable ampliación del hinterland de las plazas de soberanía, ni de una renuncia a cualquier exigencia sobre Ifni y los territorios españoles del Africa occidental.

Nuestra imprevisión, nuestro aislamiento moral, la falta de una firmeza que no fuera solamente verbal, habían producido una consecuencia inevitable. Nuestra política en Africa, se ha convertido en una política de tristes abandonos -recuérdese el ejemplo bochornoso de Guinea-, sobre todo desde que, desaparecido Mohamed V, nos hemos dedicado a fortalecer la vacilante posición de su sucesor frente a la violenta hostilidad de sus propios súbditos ultranacionalistas. Aunque resulta triste, es preciso que lo reconozcamos. Nos hemos resignado a no reaccionar frente a las exigencias del monarca alauita, y año tras año hemos perdido lfni, hemos consentido los incalificables ataques a nuestros pesqueros, no hemos reaccionado ante una extensión de las aguas jurisdiccionales marroquíes que coloca sus límites a pocas millas de las playas de Lanzarote, y hemos bajado la cabeza ante la osadía de la marcha verde, que se hubiera liquidado por la miseria, el hambre y las epidemias, sin que nos viéramos en la necesidad de disparar un solo tiro. Al fin hemos abandonado el Sahara, vencidos sin combatir, privando al archipiélago canario de su natural baluarte defensivo, que pudo y debió ser la verdadera provincia continental canaria, si en los llamados cuarenta años de paz hubiéramos volcado allí, con una ayuda generosa del poder central, los excedentes de población del archipiélago para revalorizar las inmensas riquezas potenciales de aquellos territorios en que luego gastamos a lo loco miles y miles de millones de pesetas en preparar unas explotaciones que, luego, hemos entregado a los que sin pudor nos amenazan.

Esos inmensos errores tienen ya dificilísima rectificación, y hoy la población de aquellas islas tan profunda y sinceramente españolas, alienta en sus corazones la amargura del que se siente abandonado por sus hermanos en los momentos más duros de la prueba, que no pudieron o no quisieron o no supieron prever en tantos decenios de ligereza, de incomprensión y de ceguera.

No nos engañemos. En Canarias, el amor a España es tan firme como la hostilidad, lindante con el odio, contra un centralismo para el que el maravilloso archipiélago ha sido, especialmente en los últimos anos, poco mas que unos datos estadísticos susceptibles de incrementar año tras año los índices triunfalistas de un turismo engañoso, cuya contribución a la riqueza nacional habría que someter a numerosos factores de corrección.

España ha reaccionado al fin, aunque hasta el momento presente lo que han predominado han sido las manifestaciones encendidas de patriotismo, las declaraciones verbalistas y algunas medidas defensivas coyunturales. Todo eso está muy bien, y hay que aplaudirlo sin reservas, pero no es bastante.

El tratado de pesca con Marruecos -otra imposición, ante la que era ya dificilísimo reaccionar- implicará a largo plazo una situación insostenible para los pesqueros canarios, y tal vez antes de lo que pensemos dará lugar a ataques aislados a los que faenen en aquellas aguas, riquísimas en pesca, y que hemos consentido que nos sean arrebatadas en la práctica.

No es de creer, al menos por ahora, que las islas sean objeto de ataques de otro género, que nuestras Fuerzas Armadas no tendrían dificultad alguna para rechazar. Pero no olvidemos que el archipiélago es hoy uno de los puntos más conflictivos del Globo, pues no en balde ocupa una privilegiada posición estratégica en la confluencia de las grandes rutas de navegación de América y del océano Indico. Por ello, son una presa codiciadísima de los apetitos de todos los imperialismos presentes y futuros.

El conflicto me parece inevitable, aunque no sea inminente. Confio en que tengamos tiempo para hacer de las Islas Afortunadas un sólido baluarte frente a todas las apetencias. Pero no olvidemos que esa solidez no depende solamente de unas guarniciones fuertes o de unas bases aero-navales bien abastecidas de material modernísimo, sino en muy gran medida de una retaguardia próspera, satisfecha, rescatada de su hostilidad latente por una política nacional vigorosa y plena de generosidad.

Nuestras islas Canarias están amenazadas en los puntos vitales de su economía; por la inestabilidad de sus exportaciones; por su dependencia de mercados que absorben, cuando les conviene, sus artículgs de lujo; por la insuficiencia del ahorro; por la emigración de capitales; por la falta de mano de obra cualificada; por la regresión de su agricultura, en la que hay que operar unos cambios de cultivos cuidadosamente estudiados; por la falta de infraestructuras, sobre todo en materia de aguas, que constituyen la verdadera sangre. del archipiélago; por la pérdida de sus bancos pesqueros; por la indeterminación de su mar territorial...

Esa economía ha de restaurarse cueste lo que cueste y restaurarse por la obra de todos. Canarias no es sólo un trozo de territorio nacional queridísimo. Es nuestra única y última avanzada estratégica sobre el mundo. Su revitalización ha de ser obra de España entera, por grandes que sean los sacrificios que ello implique.

El Gobierno debe ser el motor difícilmente sustituible de esa empresa. Pero la energía aplicable ha de ser de todos los españoles sin excepción.

El señor Suárez se dispone a ir a Canarias antes de Semana Santa, con una gran cartera de medidas de gobierno. Me parece excelente, pero ¡por Dios!, que no sea una más de esas visitas oficiales, que dejan tras de sí uno de esos rastros de esperanza, que poco a poco se esfuman en una conciencia colectiva de desesperanza y de frustración.

Que vaya el señor Suárez convencido que tras de sí tiene en este caso el apoyo de toda España, y no sólo de la España gubernamental y de la Oposición parlamentaria, sino el de todos los españoles, que en este caso aplaudiremos sin reservas cuanto se proyecte y cuanto se haga, sin esperar ni desear en el orden político nada, absolutamente nada.

Porque, por encima de toda discrepancia doctrinal o partidista, tenemos una conciencia nacional firmísima, que nos dice que Canarias es hoy nuestro problema de mayor trascendencia, y que en ese punto neurálgico de nuestro territorio frente a las costas africanas puede librarse la batalla decisiva de nuestra supervivencia como nación unida, respetable e influyente moralmente en el mundo.

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