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Tribuna
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Prefirió trabajarar, sin darse tono

En la celebración de este centenario pretendo ajustarme a los dos folios que me ofrece EL PAIS, y que le agradezco. Habré de repetir trozos de la comunicación publicada, hace once años, en los Mélanges a la mémoire de Jean Sarrail (París, 1966, I, 191-210). Elijo, más que otros, los de cartas de José Castillejo Duarte, a quien debe España una reforma memorable de la educación y de la enseñanza. Dio vida, este personaje singularísimo, a la Junta para ampliación de estudios e investigaciones científicas, en la que germinaron organismos adecuados para elevar, con frutos notorios, el nivel intelectual de nuestro país, frutos denigrados con saña en el transcurso de largos años tristes.No era Castillejo un Intelectual engreído y empachoso, como tantos del gremio. En una carta suya (San Juan de Luz, 21-7-1906) leo este párrafo, escrito después de haberle servido, en la playa, un cabrero, un vaso de leche: «Somos una carga muy pesada, la de quienes nos llamamos intelectuales y nos dedicamos a vivir del nombre de tales ( ... ). Mientras nosotros, con una docena de libros en los estantes, emba ucamos a las gentes y estropeamos nuestro organismo en una vida antinatural, este pobre pueblo trabaja y se afana ( ... ). Mirémonos mucho, no sea que, por arrastrar a las gentes hacia una civilización producto de un intelectualismo enfermo, les demos un pequeño barniz de palabrería y presunción, unas cuantas noticias de las cosas que, en ellos, no serán nunca científicas, y les quitemos, en cambio, la paz de los campos, los cien goces infantiles de la aldea, los sentimientos naturales vigorosos y sanos, la honradez tradicional fundada en una norma heredada, inconsciente, pero inconmovible.» Bien se ve aquí la inspiración de Juan Jacobo y la de Tolstoi, por quien Castillejo declara sentir «una cosa muy honda, por lo cual suspiro». En la misma carta preguntaba a Giner: «Quisiera saber lo que piensan ustedes sobre la educación de las clases rurales. La primera materia quizá se ofrezca aún en buenas condiciones, en ciertas regiones españolas.» No caería la pregunta en saco roto, y, si entonces no llegó a tener resonan pia, no ha perdido actualidad y urgencia al cabo del tiempo.

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Una figura clave

No estudió Castillejo en la Institución Libre de Enseñanza, ni lucía rasgos miméticos inconfundibles en algunos institucionistas. Las noticias que tengo me hacen pensar que Castillejo sería ya licenciado en Letras y doctor en Derecho cuando conoce a Francisco Giner. Esta luminarla orienta, desde entonces, el curso de su vida, y si el hallazgo fue trascendental para Castillejo, no fue poca la suerte de Giner con este colaborador incomparable.

Durante dos temporadas (1903 y 1905) estuvo Castillejo pensionado, por la Universidad de Oviedo, en Alemania. Estudió, en Berlín y Halle, Filosofía y Derecho. Sabía al llegar, muy bien, el alemán. Me lo certificaron, en 1911, quienes le conocieron, entre ellos el maestro Rodolfo Stammier. Interrumpe Castillejo una de sus estancias para venir a opositar la cátedra de Derecho Romano de la Universidad de Sevilla. Fue nombrado el 4 de marzo de 1905 y, mientras prepara lo que en Sevilla habría de enseñar, escribe (Ciudad Real, 14-9-1905): « Este año trataré de imitar los cursos de Stammler, y reviso con detenimiento sus notas y sus libritos de Derecho Romano. Comprendo cuán inimitable es aquello, y lo que es preciso saber para hacerlo, pero algo quizá me vaya enseñando la práctica. Tengo que trabajar para mí. Cada día voy encontrando más atractivo el Derecho Romano y me va pareciendo más elástico para hacer de él un instrumento de cultura jurídica.»

Treinta años después daría a luz Castillejo su Historia del Derecho Romano (Política, doctrinas, legislación y, administración. Madrid, 1935), manual que, a juicio de los bien enterados, no ha sido superado entre nosotros. No pudieron ser continuas sus lecciones en Sevilla, ni en Valladolid, puesto que el Ministerio de Instrucción Pública le reclamaba; pero intensa fue su dedicación a la enseñanza. He aquí un par de muestras: «Estoy muy contento porque los muchachos me han pedido, horas extraordinarias de clase y por ser muchos los que van ( tengo cuatro horas extraordinarias semanales. Leemos Vida romana y, de paso, se hacen comentarios y alusiones a los trabajos de clase. Los sábados hay seminario, en el que varios alumnos hacen trabajos y, otros, llevan notas. Todo en pequeño y pobre y, sin duda, en la clase soy yo quien más aprende (Sevilla, 14-11-1905).» Años después, desde Valladolid ( 14-2-1909), durante la gestión de un ministro que paraliza las funciones de la Junta, escribe a Giner: «No sabe el ministro el bien que me ha hecho, ¡cuánto tiempo hacía que no podía sentarme a leer tranquilo cuatro o cinco horas! He recibido libros de Alemania y es una delicia la paz con trabajo. Doy clases extraordinarias martes y sábados, con lecturas y comentarios de Gayo, en latín. Con otro año como éste quedaría en condiciones docentes para hacer cursos de romano.»

Veámosle ya, a partir de una real orden (5-1-1906), agregado en el Ministerio de Instrucción Pública, al frente del «negociado de información técnica y de relaciones con el extranjero». De este negociado surgiría, creada por Castillejo, la «Junta para ampliación de estudios e Investigaciones científicas en el extranjero». La agregación bien pudo ser que la sugiriese Giner, y fue, sin duda, certera la designación de Castillejo para un puesto que estaba a su medida -y que no estará mal recordarlo- acepta sin remuneración, mientras devengara el sueldo de catedrático, cargo que tendría algún tiempo abandonado. Puesto que trabajaría en Madrid, se negaba a aceptar aditamento alguno, repitiendo a quienes pretendían pagarle, el jefe de personal, el ordenador de pagos y el subsecretario, que en ningún caso firmaría la nómina de la agregación. Esta renuncia la mantuvo incommovible: «Así ha ocurrido (dice en una carta del 18-7-1906) con una mensualidad que ya venció, y el ordenador ponía el grito en el cielo, y me vino con quejas porque, en esa extraordinaria complicación burocrática, se le ocasionaron expedientes y trámites para devolver al Estado, cada mes, las 75 pesetas que habría yo debido percibir.»

Luego, desde la fecha del real decreto de 11-1-1907, partida de bautismo de la Junta, no sería menos tenaz su negativa a aceptar, como gracia ministerial, el puesto de secretario, aunque estuviera previsto, en el artículo segundo, que sería nombrado secretario de la Junta «el profesor a quien hoy está encomendado, en el Ministerio, el servicio de información y de relaciones con el extranjero».

Por mucho que insistiera Giner, Castillejo, cedería: «En cuanto aparezca un interés personal mío, pierdo la fuerza que para la causa de nuestra cultura pueda ejercer allí.» Escribe desde Sancti-Spiritu el 13-11-1906, y agrega: «Mi intervención (y claro está, la de ustedes) en este terreno me haría descender.» Y tan larga llegó a ser aquella polémica que no conseguiría Giner, con toda su autoridad y su obstinación, que Castillejo tomara posesión del puesto de secretario (reservado desde el 11-1-1907); transcurrieron así más de seis años, hasta el 9-5-1913, fecha en que, excedente voluntario, sin sueldo de catedrático, comienza Castillejo a percibir remuneración en la Junta. Una y otra actividad, la docente y la burocrática, coincidirían con retribución, a partir del nombramiento de Castillejo en un concurso, como profesor de Derecho Romano de Madrid. Y continuó siéndolo hasta 1936.

Era hombre de mínimas necesidades físicas en albergue, mesa y ropa. Modelo de pulcritud, de tenacidad, de originalidad y de donosura. Inalterable en apariencia, ardiente de entusiasmo, hizo lo imposible para que nadie notase su presencia. Pero quienes le escucharon en la Universidad, en la secretaría de la Junta, o donde quiera que fuese, dificilmente olvidarán sus actitudes, su mirada, sus palabras; ni estarán seguros de que aprobara, explícitamente, lo que estuvieran haciendo. Había en él un no sé qué de alentador y admonitivo. Nada dogmático, apenas proponía normas de conducta a quienes le consultaran, sin dejar un instante de proseguir la tarea propia y la de todos, en perpetuo desvelo para encontrar soluciones eficaces, sin herir ni rozar las convicciones y los sentimientos de cualquier sector de la conciencia española. Fue un creador de comprimidos sintéticos vitalizadores; reunía rasgos del deportista, del inventor y del diplomático. Hombre de pensamiento tan suyo como su conducta, asimilaba cuánto pudiera servir a su misión regeneradora. Conocía perfectamente España y los pueblos rectores de Europa y, de todos, empezando por el nuestro, supo recoger lo más fértil. Lo que da, mejor que nada, la medida de sus dotes atrayentes y asociativas es que, siendo parco en el elogio, nada acomodaticio, algo desconfiado, de humor sarcástico, y tacaño a la hora de retribuir (los sueldos fijados por él eran irrisorios), consiguiera ganarse la adhesión de los colaboradores imprescindibles para realizar aquella obra. La última vez que le vi (y no puedo asegurar que él me viera) fue en una oficina de la planta baja de la Dirección General de Segundad, calle de Víctor Hugo, a fines de julio de 1936; detenidos ambos, él por una denuncia, y yo, por otra. Sospecho que a los pocos días saldría de España para siempre, y sabemos todos que no dejó de pensar en España durante su destierro. Murió en Londres el 30 de mayo de 1945.

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