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La estructura del Estado

¿Estado unitario o Estado federal? He aquí la cuestión que hoy se halla planteada en España y que, de un modo o de otro, habrá de resolverse pronto.Todo parece indicar, sin embargo, que en el ánimo de los gobernantes la opción está ya hecha de antemano. Así, el Ministro para las Regiones, señor Clavero, ha declarado recientemente que, frente a la idea del Estado federal, el Gobierno y el partido mayoritario defenderán la alternativa de un Estado unitario, compatible con amplias autonomías regionales.

André Hautiou define el Estado unitario como «un a colectividad estatal no divisible en partes internas que merezcan por sí mismas el nombre de estados», mientras que el Estado federal será una «asociación de estados que tienen entre sí una relación de derecho interno, es decir, constitucional, mediante, la cual se establece un superestado que se superpone a los estados asociados».

Salvando las diferencias necesarias, puede decirse, pues, que España fue un Estado federal desde el reinado de los, Reys Católicos hasta el de Felipe V, y esto ocurrió, precisamente, coincidiendo con la época más brillante de su historia. El federalismo histórico no impidió ciertamente la realización de grandes empresas comunes.

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Después, a medida que iba decayendo, y por una serie de «saltos» sucesivos, España fue convirtiéndose en el Estado centralizado y centralista que ahora conocemos. De estos saltos, uno de los últimos fue la supresión de los regímenes económicos particulares de Guipúzcoa y Vizcaya en 1939. Y si en aquel entonces no se les echó la zarpa a los de Alava y Navarra fue, seguramente, porque las circunstancias políticas del momento no lo hacían aconsejable. Cabe afirmar, sin embargo, que en la mente de los «uniformadores» quedó latente la idea de que, en la primera oportunidad que se presentase, habría que acabar también con ellos,

Así, en lugar de avanzar por el, camino que habla insinuado Cánovas en 1876, al decir, que el régimen foral vasco-navarro podría pronto servir de modelo para un régimen autonómico generalizado a todas las provincias, se optó por endurecer el centralismo. Privó la consigna igualitaria, fruto de la envidia y de la pereza: «Si yo no tengo nada, que nadie tenga más. »

Como es sabido, la cosa viene de antiguo. En el siglo XVI la política antifuerista del conde duque fue nefanda para las nacionalidades y también para toda España, que así se veía obligada a seguir un camino totalmente extraño a su propia naturaleza, federal y comunera. Aragón, Cataluña y Valencia quedaron firmemente uncidas al carro unitario, no mereciendo ya el nombre de estados dentro del Estado. Se acabó, pues, el federalismo.

Contra la política centralista, se alzaron entonces muchas voces autorizadas y, entre ellas, la del obispo de Gerona, Juan de Palafoz, que escribía sabiamente: «Una de las causas de la decadencia es el afán de uniformar los reinos, aplicando a unos las leyes de otros, que es como trocar los frenos y los bocados de los caballos; porque es necesario que las leyes sean como el vestido, que se acomoda. al cuerpo, y no el cuerpo al vestido.»

Este consejo elemental no ha sido seguido nunca y durante muchos: años -sobre t9do en los cuarenta últimos se han hecho todos los esfuerzos imaginables para que el cuerpo se adaptase, fuese como fuese, al traje ideológico uniformista que se le imponía. Política de fuerza, cuyos resultados son ahora conocidos de todos.

Claro está que no, podemos olvidar la actividad de los federales de la Primera República; pero aquello fue un gran fracaso que durante largo tiempo ha impedidó el desarrollo de las ideas federalistas en el Estado español.La república federal soñada por Pi y Margall nunca llegó a existir y el proyecto de Constitución del 73 ni siquierá pudo ser discutido en las Cortes. Más aún: los lamentables sucesos cantonales quitaron a los españoles -y para muchos años- las ganas de que se volviese a hablar de la idea federal.

Ahora - en este momento histórico y constituyente- resultaba posible que esta idea se abriese de nuevo paso con la ayuda de algunos grandes partidos que, al parecer, se proponían incluir el federalisino en sus programas. Pero tampoco será así esta vez, y es seguro que no se irá al fondo del,problema.

Puesto que las uvas federalistas están verdes, deberemos pues contentarnos con la fórmula que se nos brinda que viene a ser la de un «Estado unitario regionalista».

Alguno podrá decir que los dos términos que componen esta expresión son contradictorios entre sí. Pero, en realidad, no lo son.en modo alguno. El regionalismo no se contradice con el Estado unitario. Con lo que sí se contradice es con el Estado «centralizado» y más aún.-claro está- con el Estádo « centralista ».

Notemos de pasoque estos dos casos son támbién muy diferentes entre sí y que conviene distinguirlos claramente. La centralización es un hecho; el centralismo -en cambio-, una ideología, dominante. Cuando do mina la ideología centralista el hecho de la centralización se convierte; por principio, en una nota esencial, e incluso sagrada, del Estado.

El Estado español que.hemós padecido, y padecemos aún, no es solamente un Estado centralizado, sino también un Estado ideológicamente centralita.

La adopción de Ia fórmula regionalista debería producir, si es que se llevara a cabo fielmente, no sólo una descentralización del «poder efectivo» hacia las regioñes, sino también, el fin del centralismo como ideología nuclear del españolismo. No sólo hay que descentralizar las cosas: hay que descentralizar también las mentes, lo qué, en cierto sentido, va a ser todavía más difícil que lo primero.

La palabra «regionalismo» ha cubierto hasta ahora tantas falsificaciones -tanto folklore- que muchos desconfiamos de ella, temiendo que constituya un nuevo engano y que, bajó la capa de unas instituciones de nombres pomposos, siga escondiéndose la firme voluntad de negar a las -regiones toda posibilidad de genuino autogobierno.

Una de las falsas habilidades del régimen franquista fue precisamente la de dar pretendidas ,soluciones a problemas reales mediante simples cambios de denominación.

Esto no debe seguir ocurriendo ahora: la palabra «regionallísmo» debe ser interpretada en su sentido «fuerte», como lo hacía Vázquez de Mella al declarar, en 1903, que «el regionalismo torna do en su plenitud es un vasto sistema jurídico y no sólo una afirmación arqueológica y romántica».

Una política de autonomías debe empezar por reconoctir la personalidad de las regiones -asi lo ha dicho también el propio señor Clavero- Pero hace falta que ese reconocimiento no se convierta una vez más en «palabra vacía»., Personalidad significa poder de autodecisión y de autogobierno y si no, no significa nada. Lo malo,de la expresión «regionés históricas» es que hace pensar exclusivamente en el pasado, un pasado glorioso, sin duda, pero Pasado., Según, esto, las regiones históricas serían nacionalidadades muertas, nacionalidades que fueron, pero que ya no son. No es este el caso de nuestras nacionalidades, que están bien vivas, y que de ello dan pruebas abundantes.

En mi concepto, una nacionalidad es un pueblo con caracteres propios, casi siempre con lengua propia, y siempre.con conciencia de ser y de existir y voluntad de seguir existiendo, en línea de identidad consigo mismo.,

Pienso que en este sentido Vasconia, Galicia, Andalucía y Cataluña, y la propia Castilla sin citar a otras- son hoy auténticas nacionalidades y como tales deben ser tratadas.

Si a la palabra región se le diera este sentido profundo y vivo, todos podríamos estar de acuerdo en que la diferencia entre autonomía y federaligmo es «cuestión semántica» (Clavero) o «simple querella retórica» (Herrero de Miñón).

Pero hasta que no lo veamos estarán «colgadas nuestras esperanzas de un sutil cabello», ccimo decía Cervantes en La Gitanilla.

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