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La revolución cultural de la Segunda, República: sus errores y vigencia

A cuarenta años vista de la revolución cultural intentada por la Segunda República Española, resulta interesante y de una apasionante actualidad, dados los días llenos de proyectos de futuro que estamos viviendo, efectuar un balance de lo que quiso hacer la Segunda República en materia de educación y de lo que consiguió. La obra recientemente aparecida de Mercedes Samaniego Boneu sobre la política pedagógica durante el bienio azañista nos ofrece la oportunidad de subrayar las líneas rectoras del quehacer del Ministerio de Instrucción Pública republicano, los criterios subyacentes de su política educativa, sus realizaciones y, en sustancia, los logros y fracasos de aquella. revolución cultural. De este análisis se desprenden con inmediata forzosidad lo que podríamos llamar las cautelas ineludibles de cualquier programación a nivel educativo.La política pedagógica de la Segunda República refleja la complejidad originaria del nuevo régimen establecido en el país. La República se hizo permeable a las ideas y urgencias innovadoras de la Institución Libre de Enseñanza y, al mismo tiempo, a los postulados educativos de signo socialista y de carácter pro soviético que trataban también de tomar encarnadura en la realidad escolar española. Los profundos desacuerdos latentes en ambos planteamientos se ocultaban bajo la gran imprecisión del concepto de escuela única que por entonces se maneja. El término de escuela única tenía una doble significación: de un lado hacía referencia a una nueva manera de organización escolar; de otro, a un movimiento social, promovido por los partidos políticos más radicales de Europa, en pro de una educación al servicio especialmente de la clase trabajadora. Para los socialistas, la escuela debería ser «el alma ideológica de la revolución española», como la había sido en Rusia. Para la izquierda liberal, la escuela debería fomentar el sentido de solidaridad, de libertad, de unidad entre los hombres, unidad que no podía estar representada por una sola clase social. Entre la marejada profunda de la incompatibilidad de estos dos planteamientos básicos se debatieron los programas de los ministros de Instrucción Pública -Marcelino Domingo, Fernando de los Ríos, los Barnés- y de sus correspondientes directores generales -Llopis, Federico Landrove, José Martínez Linares- Sobre la política educativa de la Segunda República, como antes, como siempre, gravaba el peso del partidismo. Se renovaba una vez más el viejo pleito de nuestra organización docente: ¿técnicos?, ¿políticos? Es indudable que los profesionales de la enseñanza nombrados para desempeñar los más altos cargos en el Ministerio de Instrucción Pública tuvieron un carácter fundamentalmente político y acentuadamente partidista, ya que sólo se nombraron directores generales a los que pertenecían al partido del ministro que desempeñaba la cartera de Instrucción.

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Una reforma carente de entusiasmo

Sin programa común

La ausencia de un programa común educativo, mantenido por encima de las diferencias de partido, que salvase la coherencia interna y el sentido último de la política de la República en materia de enseñanza, frenó la marcha de la reforma y mantuvo en la práctica educativa realidades negadas en los principios, fenómeno típico de la carencia de planteamientos en profundidad de una política pedagógica verdaderamente humana y social. En efecto, la República se propuso abrir la escuela a todos los ciudadanos españoles, y no obstante aceptó la persistencia de la escuela burguesa, pese a la eliminación de la enseñanza privada dé las órdenes religiosas. Se propuso también situar la enseñanza en un terreno de impecable neutralismo laico y permitió en ella un clima de coacción y violencia inaceptable para el espíritu liberal en que se inspiraban las leyes de la República. Todo ello se tradujo, como era lógico, en la insatisfacción de los propios protagonistas de la reforma, al medir la distancia que les separaba de las metas que a sí mismos se habían fijado.

Aparte la «filosofía» contradictoria que informó los planes y proyectos de Instrucción Pública, los Ministerios de Marcelino Domingo y Fernando de los Ríos; se caracterizaron, como es sabido, por una gran intensidad legislativa, sobre todo en la escolar, que apuntaba a realizaciones muy concretas hoy cuantitativamente valorables, tales como la creación de escuelas, el aumento de plazas de maestros a ritmo acelerado, la mejora de la remuneración y preparación del magisterio. Ahora bien, estos objetivos; se vieron afectados por las urgencias y apremios inmediatos de la problemática educativa que vivía el país por las fechas en que se inicia el nuevo régimen, y sobre todo, por los condicionamientos de orden económico y político a que se vieron sometidos los proyectos. Los enfoques encontrados de los dirigentes, la inestabilidad política, la presión partidista, los cambios incesantes; de equipo en el Ministerio, se unían a los obstáculos provenientes de la realidad socio-cultural del país que superaba realmente todas; las previsiones. La coyuntura económica de los años treinta repercutió desfavorablemente en los presupuestos del Estado y en las disponibilidades financiadoras del Ministerio, así como en la capacidad de negociación de los Ministerios de Instrucción Pública que, no obstante, en este terreno, combatieron briosamente contra todas las restricciones.

Queremos decir con todo esto que si la siembra numérica de escuelas por toda España, que se propuso Marcelino Domingo, se vio recortada, según los cómputos finales de las estadísticas examinadas en la investigación de Samaniego Boneu, sólo la mitad de la cantidad aceptada generalmente por los historiadores llegó a ser una auténtica realidad. Según esta obra, el verdadero fallo de la política educativa de la Segunda República no se registra en este capítulo. La batalla por la cultura, pese a las 7.000 escuelas creadas, pese a la subida de sueldos y al aumento del 34% en las plazas de los maestros, no se ganó, sencillamente, porque a, los planes educativos de la Segunda República les faltó respaldo técnico, conocimiento suficiente de la realidad y verdadera entraña pedagógica. La República emprendió sus reformas precipitadamente, sin estadísticas, sin consultas, sin estudio de la panorámica nacional y de las circunstancias históricas y técnicas de la educación de los años treinta. Las reformas se hicieron sin suficiente reflexión, sin plan orgánico bien trazado y sin coherencia interna. Los hombres de Instrucción Pública, según la opinión entonces generalizada, llegaron al Ministerio con tan buena voluntad como desconocimiento de los problemas relativos a la educación. Y no obstante, la publicación de decretos, órdenes y circulares de Instrucción Pública emanaban sin pausa durante el período republicano. Con todo, la objeción más fuerte a la reforma educativa de la Segunda República la hizo el propio Lorenzo Luzuriaga, consejero de Instrucción Pública durante la primera etapa republicana. Las contradicciones, la improvisación, la precipitación, la falta de visión de conjunto, todo podía perdonarse dado el apremio y la urgencia del problema -tal y como Rodolfo Llopis escribía, saliendo al paso de las críticas hechas a su obra en el artículo Ocho meses en la Dirección General. Pero era imperdonable, según Luzuriaga, haberse quedado en lo meramente empírico o administrativo, de tal modo que la reforma amenazaba con resbalar sobre «la piel del país sin penetrarlo». El Ministerio debería haber reservado una parte del mucho tiempo que había dedicado a problemas administrativos y políticos. para orientar la reforma internamente, para asegurar que la actividad educativa y docente transformase hondamente la vida escolar. La técnica de la educación y la pedagogía no estuvieron presentes decididamente en los organismos oficiales encargados de la reforma. La política y la administración conservaron su puesto prioritario en el Ministerio durante todo el período. En suma, la verdadera reforma pedagógica, a pesar de los tres años de República, continuaba inédita.

Ley general

A comienzo de enero del 34, tras la gestión dé los hermanos Barnés que sucedieron en Instrucción Pública a Fernando de los Ríos cuando Parejas Yévenes se hizo cargo del Ministerio, se esperaba que la nueva situación republicana acometiese la tarea sustancial que no había podido realizarse en la etapa anterior: la aprobación de una ley general de educación que estructurase pedagógicamente la enseñanza a todos los niveles, y el logro de los cuantiosos recursos económicos que la harían posible y que consolidasen la obra iniciada.

Pero en enero de 1935, tras una nueva crisis en el Ministerio de Instrucción Pública, Américo Castro escribía desesperanzado: « En su año cuarto, la República conoce el octavo ministro de Instrucción Pública ... » «Han crecido fabulosamente en volumen los problemas de la enseñanza: número de estudiantes, de docentes de toda clase; cuestiones de local, de técnica pedagógica, angustias de proletariado universitario, necesidad de que España intente bastarse técnica y científicamente a sí misma, la inercia moral de los libros de texto, oposiciones según un procedimiento ideado por esquizofrénicos, los problemas regionales, la anarquía de una enseñanza sin inspección ni control efectivos, etcétera.»

La situación, a cuarenta años vista, es escalofriantemente semejante. Es vital para el país no caer en los mismos fallos, a la hora del compromiso con una auténtica revolución cultural.

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