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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El ofrecimiento de Bofill a Garrigues Walker

Para desarrollar una nueva política conviene contar con nuevas fuerzas. Según Ricardo Bofill (EL PAIS, 9-VII-77, página 22), en el caso del urbanismo y la ordenación del territorio. esa nueva política, que debe ser de reconciliación nacional, podría manifestarse, entre otras formas, si un ministro de derechas como Garrigues Walker no tuviera inconveniente en acudir a técnicos de izquierdas y contara con ellos. Asi, si algún día ganaran las izquierdas, los técnicos de derecha no tendrían tampoco por qué temer quedarse en paro.Además, esos encargos de un ministro de derechas a profesionales de izquierda podrían incluso justificarse por la calidad de los trabajos en que se plasmarían, pues «gran parte del genio, del talento están desaprovechados en nuestro país en estas disciplinas». Yo mismo, apunta Bofill, «he intervenido directamente en la definición de políticas territoriales consideradas urgentes en situaciones tan antagónicas como, por ejemplo, la Francia de Giscard o la Argelia de Boumedian».

En suma, «actualmente existen en España alrededor de cien brillantes arquitectos que están relativamente desocupados, y que podrían, en un primer tiempo, ser impulsados hacia una mejor utilización de sus características creadoras, si el Ministerio supiese proponerles trabajos necesarios e interesantes». Y, aunque sólo el socialismo ofrezca «una vía real de solución» -socialismo cuya llegada considera Bofill « inevitable»-, también es verdad que «los primeros fundamentos de esta transformación (socialista) pueden perfectamente iniciarse por un político que se autodefine de derechas».

Sea cual sea la opinión que los anteriores planteamientos puedan merecerle a cada uno lo cierto es que el artículo de Bofill, de cuya madeja sólo hemos entresacado aquí una hebra, puede resultar muy oportuno si sirve para que en la prensa se inicie un debate sobre la política de urbanismo y ordenación del territorio que reclaman las circunstancias y sobre el papel que en ella pueden jugar los profesionales.

Las consideraciones que siguen a continuación, más que polemizar con Bofill, pretenden contribuir a ese debate con otros puntos de vista.

Ciudades atadas y bien atadas

Una de las primeras tentaciones en que un político o un profesional de la planificación puede caer en un momento de transición sea quizá la de prometer mucho y despertar esperanzas excesivas. Y si en algún campo son lentos y difíciles los cambios, es desde luego en el del urbanismo y la ordenación del territorio donde a los obstáculos habituales que se oponen a cualquier cambio se suman los derivados de la solidez e inamovilidad de las construcciones.

Así, por ejemplo, al ex alcalde Arias Navarro y al arquitecto en ejercicio Javier Carvajal se les puede barrer políticamente hasta en unas elecciones como las pasadas, dejándoles sin escaño de senador, pero empezará el siglo XXI y, salvo milagro o catástrofe, la Torre de Valencia, que ambos tuvieron a bien regalarnos a la fuerza, seguirá siendo visible desde medio Madrid. A lo sumo cabrá cambiarle el nombre y llamarla, para consolarnos, Torre de Arias Carvajal

La democracia orgánica puede desatarse, pero barrios como el del Pilar o las playas que se han macizado con miles de apartamentos, esas sí que han quedado atadas, y bien atadas, para los próximos decenios. Y no digamos nada de lo atados y bien atados que deben estar los millones de pesetas que tan sustanciosas operaciones produjeron y del juego que aún pueden dar puestos al servicio y defensa de quienes con premeditación y alevosía construyeron contra toda belleza y sin el menor control ético ni la más mínima capacidad emocional.

Afirmar que el socialismo es «inevitable» o decirle a la gente en son electorero que hoy ya tiene el futuro en su mano, puede resultar engañoso, en general y en el urbanismo y la ordenación del territorio más todavía, pues para llegar a tener el futuro en nuestras manos habría probablemente que empezar por deshacer el futuro físico que ya han construido contra nuestra voluntad, cosa que en las grandes ciudades resulta por degracia muy difícil, aun en el remoto supuesto de que se corrijan ciertos desmadres o se reparen los daños que algunos planes y negocios han causado a indefensos vecinos o campesinos. Todo ello sin considerar siquiera que en nuestro presente siguen en peligro de muerte numerosos monumentos y entornos valiosos de nuestro pasado. Y si nos descuidamos, aún podrían condicionarnos más gravemente el futuro para muchos años más.

Otras ataduras

Un hecho igualmente obvio, pero con cuyas consecuencias no acabamos en general de enfrentamos, es el de que las fuerzas que conforman una sociedad tienen también una poderosa y lógica tendencia a permanecer y reproducirse, adoptando nuevos y cambiantes ropajes. Y con la expresión «fuerzas»i no nos referimos sólo a los grupos e intereses d6mínantes en cada momento.

Durante mucho tiempo se ha atribuido, por ejemplo, a la propiedad de los medios de producción una serie de males que hoy, tras diversas experiencias, resulta difícil seguir considerando independientes de las características intrínsecas de esos medios que han resultado no ser tan neutros o dóciles como se creía.

En ese sentido, si se desean cambios profundos parece que no basta con cuestionar la propiedad de los medios de producción ni el injusto reparto de los beneficios y cargas a que éstos puedan dar lugar, sino qué habría que cuestionar ciertas características del propio modo de producción industrial y de la urbanización y ordenación del territorio que le acompaña.

En el caso particular de la creación de infraestructura de obras públicas y urbanismo, una gigantesca constructora podrá, por ejemplo, pasar de sociedad anónima a sociedad estatal o paraestatal y cambiar consecuentemente algunos de sus objetivos, pero tanto en un caso como en otro esa gran constructora necesitará realizar grandes obras, so pena de perecer y, por eso, si hace falta, se inventará la necesidad de grandes obras o presionará, y cuanto mayor sea la empresa, con más eficacia, para que se construyan grandes obras que quizá son menos necesarias que miles de pequeñas obras esparcidas por todo el territorio nacional. Además, las grandes obras hacen posible, en general, la concentración y ésta, a su vez, mientras no se la cuestione, demanda nuevas grandes obras.

Y si un hipotético Gobierno socialista cuestionara esa concentración inherente al actual modo de producción industrial y decidiera aproximarse al proyecto de Marx de reconciliar el hombre y la naturaleza, luchando de verdad contra la concentración de los españoles en cuatro o cinco grandes áreas metropolitanas, pudiera ser que comprobara en la práctica que todo el aparato productivo está concebido en función de la concentración y que, con relativa independencia de quien lo maneje, sirve primordialmente para hacerla posible y reproducirla a nuevos niveles. Es decir, que luchar contra la concentración económica y urbana exige modificar, además de las relaciones de propiedad, las características del actual aparato productivo, lo cual puede llevar años y años.

La ciudad de Shangai es hoy un ejemplo palpable de como una estructura urbana colonialista ha sobrevivido e impuesto sus condiciones desde hace veintiocho años a un cambio radical de régimen político y económico y a una larga revolución cultural, que precisamente pretendía invertir la tendencia a la concentración industrial y urbana y propiciar el acercamiento campo y ciudad.

La concentración de la población, de la producción y el consumo, del capital, etcétera, ha conllevado, en general, por lo menos hasta ahora, la concentración en la toma de decisiones y eso ha generado un cierto tipo de planificación y de planificadores que, a su vez, también tienden a reproducirse y concentrarse en unas pocas y grandes empresas o despachos. O sea, la lógica de lo existente atenta, cual hidra de cien cabezas, contra los auténticos cambios estructurales y promueve la reproducción de las fuerzas que han dado forma espantable a muchas de nuestras ciudades y a importantes zonas de nuestro territorio y esas fuerzas amenazan envolver material e ideológicamente incluso a quienes se rebelan y oponen a ellas.

Sin embargo, el cambio es necesario. Por ejemplo, después de Gredos, Doñana, Valsain, etcétera, olvidarse hoy de los problemas ecológicos es contribuir a seguir creando una riqueza de infraestructura que puede producir una indigencia irreversible. Y no solamente porque esta orientación sea la más justa y ética, sino por porque quizá sea la única solución de supervivencia a largo plazo. Por otra parte, sería necesario introducir la ecología en el planteamiento general de la ordenación del territorio, de las obras públicas y del urbanismo, aunque sólo fuera porque es una disciplina profundamente crítica y subversiva de casi todos los valores en que se han fundado hasta ahora la mayoría de los planes.

Defensa de la pequeña escala

En estas difíciles circunstancias, el mero injerto de planificadores de izquierdas en los ministerios o incluso el cambiar los planificadores de derecha por los de izquierda nos tememos que no basta.

Si no queremos correr el riesgo de reproducir de forma algo más edulcorada ese urbanismo que aborrecemos, tenemos que arriesgarnos a cuestionar la noción misma de planificación hoy imperante y a dudar, no sólo de la que existe, sino también de las alternativas que tradicionalmente se han ofrecido o hemos ofrecido.

La manera más radical de tomar en serio una profesión o un conjunto de ideas y doctrinas consiste, quizá, en atreverse a no dar por supuesto su utilidad en cada ocasión en que se ejerce esa profesión o se recurre a esas ideas y doctrinas. Tendríamos que preguntarnos, por ejemplo, como es posible planificar sin compartir la vida, aunque sólo sea transitoriamente, de aquellos sobre los que se pretende planificar.

Creer que es posible planificar así, es creer que la vida y la naturaleza, con su infinidad de matices y emociones, se pueden reflejar en encuestas, estadísticas o planos, fríamente realizados por delegación; es creer que hacer preguntas estereotipadas por medio de encuestas o realizar «informaciones públicas» equivale a dar la palabra a los ciudadanos y que puede sustituir las relaciones personales; es creer que a los problemas sociales o ecológicos se les pueden encontrar soluciones sin salir del despacho; es creer que se pueden hacer a la vez un plan para un país africano y otro para un municipio vasco; es creer, en fin, que con unos pocos genios o que con unos sofisticados métodos presuntamente objetivos se detectan al vuelo las causas de los problemas y se elaboran mágicas recetas científicas, que hay que imponer a los demás.

Y si, por el contrario, se cree que para planificar bien hay que vivir en contacto prolongado con sus habitantes y su entorno, entonces habría que dar prioridad a los planes que afecten a pequeñas zonas, habría que realizar cientos de pequeños planes antes o a la par que, por ejemplo, cualquier gran plan director de coordinación territorial de toda una región. Es más, habría quizá que repartir por todo el país a miles de profesionales, muchos de ellos hoy en paro forzoso, de modo que cada distrito, barrio, pueblo o agrupación de pueblos tuviera a su servicio directamente y sin intermediarios un pequeño equipo técnico, igual que tienen médico o maestro, y su función sería la de traducir, la de dar expresión y solución técnica a aquellos problemas que se plantean los vecinos.

El técnico que vive y trabaja en un pueblo o en un barrio donde le conocen, donde le pueden identificar si se equivoca, donde sus vecinos tienen derecho a reunirse, discutir y criticar, difícilmente podría ser el técnico prepotente, anónimo, aislado, que trabaja en la planta catorce de un gran bloque que dista cientos de kilómetros de la zona que está planificando.

Una verdadera democracia urbanística presupone participación efectiva en unidades pequeñas que tengan medios propios de acción, es decir, recursos e instrumentos de control. Por eso, la planificación democrática pasa por una escala pequeña, por una descentralización y por una reforma o creación de haciendas locales que puedan afrontar, entre otros, los gastos de estos pequeños equipos técnicos a pie de obra, lo cual tampoco excluye necesariamente planes de mayor radio de acción.

Pero a una planificación como la que hemos esbozado y sobre la que habría mucho que discutir, se oponen innumerables obstáculos, desde las grandes burocracias que perderían cometidos o tendrían que transformarse -lo cual no es fácil ni rápido- a los propios profesionales que deberíamos aprender a dudar de la necesidad de lo que hasta ayer considerábamos necesario, para lo cual hay que escuchar a quienes hasta ahora no han podido tomar la palabra.

Porque lo prioritario es una información permanente y total, es decir, en todas las direcciones, y una verdadera movilización de la opinión pública, ya que no se debe olvidar que ésta es una cuestión política y moral, un tema que debe ser debatido y juzgado públicamente.

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