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Argentina también grita campeón en su tierra prometida

Miles de argentinos celebran la Copa del Mundo en Australia, el país que ha sido un espejo histórico de sus frustraciones y refugio de sus jóvenes que migran buscando otro futuro

Aficionados argentinos celebran en Sídney la tarde del domingo.
Aficionados argentinos celebran en Sídney la tarde del domingo.FLAVIO BRANCALEONE (EFE)
José Pablo Criales

Habría que haberlo visto en la Ópera de Sídney, punto neurálgico de la capital económica australiana, donde la policía fue a controlar a los fanáticos argentinos tras la semifinal y termino bailando con ellos. Habría que haberlo visto sobre la arena de Golden Coast, en la punta este del país, donde este domingo cientos de jóvenes se vistieron de celeste y blanco y tomaron fernet frente la playa. Podría haber sido en Melbourne, en Perth o en Canberra, todas ciudades donde Argentina gritó campeón calcando la euforia veraniega de Buenos Aires. Pero en Coogee Beach, un suburbio de la costa de Sídney, Francia fue local. O lo fue hasta que Messi metió el primero y el público australiano, argentinizado por la euforia de los pocos pero fieles que vieron el partido en los bares de su costa, tuvo que elegir camiseta y decidió la celeste y blanca.

Argentina ha sido tan local en Australia como en Buenos Aires durante el Mundial. Según el censo del año pasado, unos 17.977 argentinos viven repartidos en todo el país. El número suena insignificante –especialmente comparado con otras diásporas más grandes como la brasileña, la chilena o la colombiana– pero es porque esa cifra no cuenta la cantidad de jóvenes argentinos que llegan al país cada año a trabajar con visas temporales. En las heladerías, en los hoteles, en los bares y en los restaurantes no es difícil encontrar al menos uno: cada año, Australia recibe a cientos de argentinos que combinan visas turísticas con permisos de trabajo. Hace una década solo eran 500. Este año, por la demanda, el Gobierno australiano abrió más de 4.000 cupos.

Nadia Berberian vino hace cuatro años y se quedó. Llegó a un bar de Coogee con su novio australiano para ver el partido y, media hora antes de que comience el partido, pelea por una cerveza. “¡Dale, llename la jarra antes de que nos toque cantar el himno! Regalame una alegría antes de la angustia”, le grita al barman en español. Él la vió con la camiseta argentina y se presenta como chileno. “¿Hoy son muy pocos, no?”, le pregunta antes de irse, sabe bien de las penas del trabajo detrás de la barra: “Antes para estos eventos contrataban más gente, no puede ser que sean tres para mil personas”.

Son las dos de la madrugada del lunes, y el partido está por empezar. En el bar Coogee Bay, un par de decenas de personas corean el himno como solo lo hacen los argentinos: antes de que arranque el “Oíd mortales, el grito sagrado” acompañan la sinfonía a los gritos. Luis Longo no se sabe la letra, pero conoce la estrofa final. “¡O juremos con gloria morir!”, grita, se golpea el pecho y después cuenta en inglés: su padre, argentino, migró a mediados de los noventa. Él nació en Sídney, de madre australiana, y solo puede balbucear algo de español. “Mi padre se pone muy nervioso y prefiere verlo solo”, cuenta. “Espero que hoy le demos una alegría. Nada lo hace feliz como la selección argentina”.

Australia es una panacea argentina desde hace al menos 100 años. A principios del siglo XX, ambos países tenían las mismas pampas desiertas y fértiles, ingresos parecidos, y economías basadas en la extracción de recursos que les auguraban un futuro parecido. Ahora Australia es uno de los países con la seguridad social más fuerte del mundo y Argentina se desangra intentando mantener sus servicios públicos. La crisis económica constante y la amargura de quienes no ven un futuro en Argentina ha convertido a Australia en un tótem más alcanzable que Estados Unidos o Europa, sobre todo para la generación de clase media alta que creció viendo a Messi en la televisión, se educó en la universidad, y hoy no tiene perspectivas de ahorro en su país.

“Apliqué a la visa y me la dieron en julio”, cuenta Gonzalo, que trabaja como camarista en un hotel cinco estrellas. “Estudiaba ingeniería en Buenos Aires y me vine a probar, tal vez ahorrar. Días como hoy me hacen extrañar un montón, pero la verdad es que me quiero quedar”.

Su historia es tan común que es casi un género periodístico aparte en los grandes medios argentinos: todos los meses se publican historias sobre jóvenes que han migrado hacia Australia al tono de “en una semana como barista en Sídney gana su sueldo mensual de abogado en Argentina”. El fenómeno es tema de ensayos y de alguna novela en la literatura nacional. En Australia, una novela de 2014, Santiago la Rosa narra el horror que termina siendo un país ajeno para una pareja que migra durante la crisis argentina de los noventa. En ¿Por qué Argentina no fue Australia?, un ensayo de 2004, el historiador económico Pablo Gerchunoff relata el devenir tan distinto de dos naciones que tenían condiciones para crecer como iguales a principios del siglo XX.

“No sé si somos tan parecidos, pero este país es todo lo que quisiera para el mío”, dice Gabriela en el entretiempo. Argentina gana dos a cero y ella ya es campeona del mundo. “Estuve llorando todo el mes viendo videos de Buenos Aires, no se me ocurre nada más lindo que un mundial en verano en mi ciudad”, cuenta en la fila para comprar una cerveza, y aclara: “Pero no es suficiente como para plantearme volver”. La pinta cuesta cinco veces lo que en Buenos Aires, y se ha pedido tres para no volver. El tiempo le dará la razón: Francia lo empató sobre la hora y Argentina, que ha levantado su épica en el sufrimiento, se mordió las uñas durante todo el alargue para ganarlo en los penales.

Tras el pitido final, las televisiones se apagan sin poder ver a Messi levantar la Copa del Mundo y los hinchas franceses huyen hacia la calle. Son las cuatro de la mañana. El sol se levanta sobre el mar y los argentinos hacen fila esperando un bus que los llevará a la Casa de la Ópera, el emblema de Sídney que estas semanas ha sido el Obelisco porteño. Luis Longo camina en dirección contraria con su hermano Jordán.

– ¿No van a las celebraciones?

– Hoy no. Nosotros esperamos un taxi para ir a abrazar a mi papá.

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Sobre la firma

José Pablo Criales
Es corresponsal de EL PAÍS en Buenos Aires. Trabaja en el diario desde 2019, fue redactor en México y parte del equipo de la mesa digital de América. Es licenciado en Comunicación por la Universidad Austral y máster de Periodismo UAM / EL PAÍS.

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