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ALIENACIÓN INDEBIDA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Tuerto de sonrojo y, por tanto, rey

Nadie sabe de qué depende la continuidad de Xavi en el Barcelona, ni se entiende la necesidad de agitar fantasmas pasados para sobrevivir unos meses más sin tomar grandes decisiones

Xavi Hernández
Xavi, durante el último clásico entre Real Madrid y Barcelona.Juan Medina (REUTERS)
Rafa Cabeleira

Tengo un amigo preocupado por la posible repetición del Real Madrid - Barcelona de la última jornada, sin duda una posibilidad remota, pero posibilidad, al fin y al cabo. En realidad, ese amigo soy yo. Y, sí, mi confianza ciega en el dedo acusador de Joan Laporta me lleva a creer que el Barça podría tener razón en su reclamación y que la justicia terminaría obligando a repetir el duelo. ¿Por qué y para qué? Esas son preguntas para las que no tengo respuesta: la primera, porque implicaría un conocimiento amplio sobre leyes (todavía no estoy en esa pantalla) y, la segunda, porque no termino de entender esta obsesión por prolongar una agonía que ya dura demasiado.

Ha sido un año convulso en la casa del barcelonismo. El primero con el escándalo Negreira sobrevolando el Camp Nou. Y el último de Xavi Hernández como entrenador del primer equipo, si es capaz de cumplir uno solo de sus objetivos fijados para esta temporada: lograr marcharse al final de esta. Ese era su deseo desde el mes de agosto, o septiembre, si nos fiamos de sus propias palabras. Casi tanto como levantar el trofeo de la Liga de Campeones y dejar con dos palmos de narices a los que alguna vez pusieron en duda sus cualidades como técnico. Por eso no se entiende ese paso al lado, esa boquita pequeña de las últimas semanas, mientras algunos de los muchos entornos que pululan por Barcelona nos filtran que Laporta quiere que Xavi se quede y este querría, ahora, de repente, quedarse. ¿Y lo que yo quiero? Lo que yo quiero hace tiempo que dejó de importarle a nadie, por suerte para todo el mundo.

Un club de fútbol que se pretenda profesional no debería funcionar de un modo tan peregrino, tan disfuncional, tan amateur como este Barça de las últimas semanas. Confiar en las corazonadas de Laporta nos ha regalado los mejores años de la entidad, pero hasta los corazones más certeros empiezan a perder su magia cuando se abusa en exceso de la ilusión. O acaso sería mejor utilizar su forma en plural: ilusiones. De ellas se puede vivir un tiempo, pero no demasiado, no mucho más allá de aquella semana loca esperando la visita del PSG. O de pensar, firmemente, casi diría cruelmente, que las opciones de campeonar en Liga las truncó, en el Bernabéu, un árbitro con malas estadísticas y la dejadez manifiesta de una mayoría de clubes que prefieren ahorrarse unos cuantos euros al año antes que contratar la tecnología de gol.

En esa imagen, la de Soto Grado explicando a Gündogan que la pulsera que porta es ibicenca, medicinal o un reloj inteligente, pero no demasiado listo, podemos encontrar el resumen perfecto a lo que ha sido la temporada del Barça: primero ilusión, luego asombro, decepción y, finalmente, el estupor más absoluto al comprender quién eres, en realidad, y dónde te has metido. “Es una vergüenza”, se repitió Xavi en la sala de prensa del Bernabéu, tuerto de sonrojo y, por lo tanto, rey.

Nadie sabe de qué depende la continuidad del técnico en el club a esta hora. Ni tampoco se entiende la necesidad casi atávica de agitar fantasmas pasados —arbitrajes, palcos, cacerías, Madrid— para sobrevivir unos meses más sin necesidad de tomar grandes decisiones, al menos en el caso del presidente. ¿Y para qué querría alguien repetir el partido de la jornada pasada contra el Madrid? ¿Para prestar más atención, por fin, a Lucas Vázquez? Ojalá fuese así: todos aprenderíamos algo.

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