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El juego infinito
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Dos goles y un apretón de manos

Menotti me estaba esperando en la boca del túnel y con su voz de barítono me preguntó: “¿Qué ha hecho, nene?” y me dio la mano como si no fuera un nene, sino un hombre

César Luis Menotti
César Luis Menotti fuma un cigarrillo en una rueda de prensa antes de la final de 1978.Mirrorpix (Mirrorpix via Getty Images)
Jorge Valdano

Semana FIFA para las selecciones. Los aviones privados salen de aquí para allá trasladando a grandes estrellas del fútbol. Por contraste, viene a mi memoria el día de mi debut. Existen crónicas, pero ni una sola imagen de aquel partido. Era otra edad geológica. Es junio de 1975 y la selección Argentina se enfrentaría a Uruguay. Cesar Luis Menotti hizo su lista de convocados, pero River y Boca se negaron a ceder a varios de sus jugadores. Un mes antes yo había sido campeón del Mundial Juvenil de Toulón (Francia) bajo las órdenes de Menotti y estuve entre los nuevos elegidos. Un llamado urgente para rellenar la convocatoria.

Vamos a la secuencia. Newel’s Old Boys de Rosario, mi equipo, jugaba de local. Después del partido, el entrenador me dio la noticia: estaba citado para viajar con la Selección. Era miércoles por la noche y el partido se jugaría el viernes en Montevideo. Ya de madrugada encontré un precario tren nocturno para hacer el viaje hacia Buenos Aires, en asientos con listones de madera que me dejaban el cuerpo a rayas cuando intentaba dormir. De la estación, a toda prisa, al aeropuerto donde esperaba la delegación. Era mediodía del jueves y yo era un zombi.

Fui suplente. Entre los titulares había dos grandes ídolos: Bochini, un talento puro fascinante, y el “Beto” Alonso, jugador de una elegancia superior. Verlos de cerca justificaba el viaje. Cuando se llevaba una hora de partido calenté durante algunos minutos y en el 67 entré sustituyendo al Loco Houseman, un genio díscolo. Uruguay acababa de empatarnos: 1 a 1.

Pisando el minuto 80, un centro medido me encontró en el segundo palo. Le pegué un frentazo cruzado hacia abajo, la pelota botó, pegó en el palo y entró. Para morirse de alegría: era mi debut, era el estadio Centenario, hacía veinte años que Argentina no le ganaba a Uruguay y el centro me lo había servido el Beto Alonso. Todo eso junto no había entrado en ninguno de mis grandes sueños.

Cinco minutos después, en la mejor jugada del partido, Alonso y Bochini empezaron a tirar paredes como albañiles de un palacio, y me propusieron entrar en la sociedad. Bochini me dio una pelota y se la devolví; me dio una segunda y también la devolví… Si alguien le daba una pelota a Bochini y salía corriendo hacia el área contraria, lo normal era encontrarse al arco de frente. Fue lo que ocurrió y, para que no me acusaran de tímido, casi le arranco la cabeza al portero. 3 a 1 para Argentina. Uruguay, que nunca se rinde, marcó el segundo poco antes del final.

Yo estaba en el clásico momento esto no me está pasando a mí. Pero era verdad porque Menotti me estaba esperando en la boca del túnel y con su voz de barítono me preguntó: “¿Qué ha hecho, nene?” y me dio la mano como si no fuera un nene, sino un hombre. Bajé las escaleras y me encontré a un fotógrafo de la revista El Gráfico, que había visto de lejos la escena. Me pidió que le volviera a dar la mano a Menotti para la foto. Entre que El Gráfico era mi biblia futbolística y que yo no podía estar más feliz, obedecí.

Subí, le toqué el hombro y cuando Menotti se giró, puse cara de triunfador y le dije: “Cesar, este señor dice que nos demos la mano otra vez para hacer una foto”. Contestó con la voz más ronca aún: “Nene, la mano se da una sola vez y en serio”.

Me tiré de cabeza a la boca del túnel y desaparecí. Pero visto desde la distancia, fue una gran tarde: dos goles para Argentina en mi debut y una lección de vida.

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