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Chicos malos del rugby

Como en todo en lo que el ser humano anda metido, el rugby también tiene sus miserias, su lado oscuro y sus chicos malos

Libro "Los Bad Boys del Rugby".
Libro "Los Bad Boys del Rugby".
Pedro Zuazua

El rugby es un deporte que exige un poco más allá. Dos equipos de 15 personas disputándose el control de un balón con forma de óvalo y el contacto físico permanente aumentan de forma exponencial las posibilidades de una lesión. A veces, al ver a cámara lenta la repetición de las jugadas y de algunos choques, parece un pequeño milagro que no sucedan más cosas. La hemeroteca se concentra en rodillas y, más visiblemente, en narices y orejas.

Deportistas con un chasis considerable, jugando, pensando y colisionando a gran velocidad, sobre un firme que no todas las veces es tan firme. Una mezcla de ingredientes casi perfecta para el jaleo y la gresca. Sin embargo, el rugby ha mantenido más o menos intacta su reputación de juego noble, en el que el final del encuentro firma la paz deportiva entre los contendientes —por muchas cosas que hayan sucedido durante el encuentro— y en el que un tiempo extra —el famoso tercer tiempo— sirve para compartir bebida y comida, incidir sobre los valores —recordando que el respeto y la deportividad están por encima de todo— y hacer algo que engrandece al deporte: hablar del partido recién disputado y comentar las jugadas.

Pero, como en todo en lo que el ser humano anda metido, el rugby también tiene sus miserias, su lado oscuro y sus chicos malos. Los bad boys del rugby (JC), escrito por el periodista francés François Thomazeau ofrece una selección de perfiles que, precisamente por su actitud indecorosa, destacan en la intrahistoria de un deporte que circula por otros derroteros.

El libro comienza con un pequeño diccionario para entender las jugadas que se pueden dar en un partido de rugby. Muchas de ellas refieren a peleas callejeras —clavar los dedos en los ojos de un adversario, tirar de los pies de un jugador rival y lanzarlo al aire, entrar con el brazo extendido al nivel del cuello o la cabeza del otro— y a algunas se les añade la etiqueta de jugada “prohibida”.

Jamie Cudmore, canadiense de 1,96 de altura y 117 kilos, apodado el leñador o el caricias, es uno de los protagonistas del libro. En 2012, en una entrevista con el diario francés Le Figaro, declaró: “Hay una línea muy fina entre lo que podemos hacer y lo que no. Con la edad he aprendido a respetar los límites. Una vez el psicólogo dijo algo que me hizo reflexionar: ‘No puedo pedirte que no pegues a nadie: tienes derecho a hacerlo. No obstante, podrías intentar hacer diez buenas acciones en cada partido —diez buenos placajes, diez buenos pases—. Si haces eso, no tendrás necesidad de golpear a otro compañero. Estarás orgulloso de tu forma de jugar’. Esas palabras fueron una llamada de atención. Me dije: por supuesto que no necesito pegar a nadie. Si centro la atención en lo que debo hacer, todo irá bien”. Tan sencillo como eso.

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Sobre la firma

Pedro Zuazua
Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Oviedo, máster en Periodismo por la UAM-EL PAÍS y en Recursos Humanos por el IE. En EL PAÍS, pasó por Deportes, Madrid y EL PAÍS SEMANAL. En la actualidad, es director de comunicación del periódico. Fue consejero del Real Oviedo. Es autor del libro En mi casa no entra un gato.
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