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La gracia está con Mathieu van der Poel, que gana en solitario su primera París-Roubaix

El gran rival del nieto de Poulidor, Wout van Aert, pincha en el momento clave, a 14 kilómetros del velódromo, cuando ya se iban los dos solos, y no impide el cuarto monumento del neerlandés

Carlos Arribas
Mathieu van der Poel
Van Aert ve alejarse a Van der Poel al pinchar en el Carrefour de l'Arbre.ANNE-CHRISTINE POUJOULAT (AFP)

Allez Poupou” (dale, Poulidor). Un aficionado lo ha escrito en un cartón y desde la cuneta se lo muestra a Van der Poel, que, equilibrista hasta el último segundo, sin tocar los frenos, dejando patinar la bici en las curvas como un piloto de rallies, pasa volando a su lado, a más de 60 por hora, y ni lo ve seguramente, un chispazo fugaz, y si lo ve, seguramente no lo entiende, piensa que no va con él, aunque Poupou, al que él llamaba Pappy, y se emocionaba con sus abrazos rudos, la ternura de un leñador, fue su abuelo. El velódromo de Roubaix ya se huele, se oye, está ahí al lado. Una mano precisa sujeta la campana, preparado para que esquile cuando pase la sombra de Van der Poel. La victoria le espera. La reina de las clásicas le ama. El Infierno del Norte, el monumento de la París-Roubaix, es suyo el año que cumple su edición número 120. Lo gana, y es el cuarto monumento de su carrera, tantos como dios Pogacar, con el dorsal número 21, el mismo número con el que hace tres semanas ganó el tercero, la Milán-San Remo. Los dos primeros, los Tours de Flandes de 2020 y 2022, llevaba otros números. Le quedan dos, Lieja y Lombardía, para igualar a Merckx, De Vlaeminck y Van Looy, los únicos que han ganado los cinco monumentos.

Es la edad de oro del ciclismo en el siglo XXI. Los cielos responden a las peticiones de todos los aficionados que tanto han sufrido con su deporte amado y les ha enviado simultáneamente un grupo de prodigios –Pogacar, Van Aert, Van der Poel, Evenepoel, Vingegaard…– y la derrota de uno engrandece al vecino, y todos son grandes. Y esta semana el más grande es Van der Poel. La gracia está con él. Cada carrera es una obra de arte.

Es la buena estrella. Hermosísimo y relax danzando ligero sobre el pavés, sin muecas de efectos, sereno, aéreo como si el polvo que levanta sobre las piedras al acelerar con una potencia que a los demás, a todos, a Van Aert, les cuesta resistir fuera en realidad una nube celestial. Es la gran belleza, en la bicicleta cuando ataca, cuando maneja, su pedalada, las manos bajas en el manubrio, cuando convierte su espalda en un arco de herradura tan perfecto como la curva hacia el cementerio de Mons en Pévèle, viento, y una cuesta que invita a atacar, y a su llamada responde feroz, y Van Aert, siempre pegado a su rueda, le sigue. Van der Poel, dicen los que le examinan todos los días, los que comparan sus actuaciones y sus resultados en todas las carreras, ya no es el niño ingenuo que atacaba por placer solo para divertirse y parecía que solo con el acto veía recompensado su deseo. Ahora ataca para matar. Calcula, le acusan. No es lo que era. Quizás exageran. Van der Poel es lo que era, no ha perdido su capacidad de atacar donde nadie espera que lo haga, surgiendo de donde nadie sabe cómo, y ataca de nuevo al salir de Mons en Pévèle, un contrapié en el asfalto, nada menos, no en las piedras, a 44 de meta, donde todos –todos son siete, los siete magníficos para los más viejos, los siete samuráis para los más pedantes, y no son malos: está Degenkolb, el único de todos que ya ha ganado la Roubaix; está Pippo Ganna, el recordman de la hora, como Moser, el campeón olímpico en pista, el segundo en San Remo, el ciclista imparable de aquí a nada, en cuanto no tiemble en el pavés; está Mads Pedersen, el único que ha sido campeón del mundo, como muestra el arcoíris en su bocamanga; está Küng, un suizo que iba para Cancellara y aún cree en él, y está Philipsen, el hombre clave, un sprinter frenético del Alpecin, compañero y cómplice de Van der Poel—intentan coger aire, salvo él, que les hace sufrir de nuevo. Y Van Aert siempre es el primero que llega a su rueda. Van siete, pero solo dos le importan al mundo. Solo con dos juega el destino cuando, a 17 kilómetros del velódromo entran en el Carrefour de l’Arbre, tramo número 4 (son 29 en total, 54 kilómetros, y se numeran en sentido decreciente, como las 22 curvas de Alpe d’Huez), el cruce del árbol la taberna, las ostras del domingo, los gigantes con el pañuelo del 1 de mayo.

Sesenta años después de su abuelo, el nieto de Poulidor es Anquetil, que tortura a Wout van Aert, le convierte en el Poulidor del siglo XXI, y el destino se alinea con él, desprecia a Van Aert y se ríe de sus neumáticos de última generación enviándole un pinchazo a la salida del Carrefour de l’Arbre. Han entrado los dos a cola, como queriendo despistar, como dando a entender que necesitaban unos minutos de tranquilidad en una carrera que se incendió a 100 kilómetros de la meta, entre Haveluy y Waller, sector número 20, donde los grandes pozos mineros de hulla y carbón ya abandonados. Todos se preparan para colocarse delante pensando en el Arenberg que ya llega y Van Aert con sus Jumbos y sus sistemas de hinchado y deshinchado electrónico y a voluntad, acelera en cabeza y sigue acelerando y se va. Y solo los más atentos, los más fuertes, Van der Poel, Degenkolb, su compañero Laporte, Philipsen, le siguen. Desde ahí, ni un segundo de respiro, a toda máquina. Devoran los casi 260 kilómetros en menos de cinco horas y media, y una media final del ganador de 46,841 kilómetros por hora, la más alta de la historia.

En el Cruce del Árbol se cruzan todos los destinos. Sorprendiendo desde atrás, Van der Poel adelanta haciendo equilibrios a 60 por hora por la derecha, y con él su amigo Philipsen. Los dos, sobre el pavés viejo y redondeado, una dentadura cariada. Por la cuneta, sobre la hierba encuentra hueco y comodidad Degenkolb. Cuando quiere atacar VdP decisivamente entre Philipsen y la cuneta, su compañero se cierra, VdP se desequilibra, Degenkolb cae, Van Aert aprovecha el desconcierto y por la izquierda acelera libre y se va. Solo le alcanza VdP, le adelanta y le lleva a rueda. Y allí, al salir al asfalto, justamente allí, Van Aert pincha. La mala suerte de Poulidor, que siempre destacaba más porque Anquetil parecía tocado por la gracia y nunca sufría, se transfiere al gran belga, que a los 28 años solo ha ganado un monumento, la San Remo, y en las piedras, el amor de su país, siempre ha tropezado. En el velódromo, Philipsen le derrota en el sprint por la segunda plaza. En Flandes ha sido una vez segundo y otra cuarto; en Roubaix, una vez segundo y otra tercero, y ha sido segundo en un Mundial y hasta en los Juegos de Tokio.

“Siempre he dicho que para ganar en París-Roubaix hay que tener buenas piernas y buena suerte. Yo he tenido las dos”, dice el nieto del francés desgraciado, Van der Poel, neerlandés de 28 años, que acepta serio, sin simpatía, la mano de felicitación que le tiende el belga triste. “Si no es por el pinchazo de Van Aert, habríamos llegado los dos juntos al velódromo y… amo la Roubaix”

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Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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