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El duelo sin fin Van der Poel-Van Aert continúa en el Infierno del Norte

En la París-Roubaix, junto a los dos fenómenos que nunca han podido ganarla, Oier Lazkano e Iván Romeo buscan también su destino

Van Aert-Van der Poel
Van Aert, de amarillo, y Van der Poel, el domingo pasado en Flandes.DIRK WAEM (AFP)
Carlos Arribas

Las cabras triscan entre los adoquines de Arenberg. Debajo no está la playa del 68, sino una mina de carbón y mineros polacos amigos y primos de Stablinski enterrados, y muchos sueños. Obsesiones. Sobre ellos, prismas irregulares y desgastados de granito, diorita y porfirio de canteras belgas y suecas, flotarán los que sueñan, botarán y caerán rotos, kamikazes derrotados, el domingo (Eurosport, 10.30; Teledeporte, 13.45). Es el drève (sendero forestal) del bosque de Arenberg, 2.300 metros de largo, tres de ancho, recto como trazado con escuadra y cartabón, el espacio geométrico en el que todos los horrores, y el mejor ciclismo, están permitidos. El duelo de los fantásticos del siglo, Van der Poel y Van Aert, Mathieu y Wout. La miseria de uno engorda la gloria del otro. Se persiguen y persiguen su primera victoria en la reina de las clásicas, que a ellos, nacidos para ella, siempre ha rechazado. La adrenalina de todos. De los casi niños Oier Lazkano, crecido en las cunetas de la Itzulia, e Iván Romeo, que en Asturias encontró las curvas que en Castilla, su Valladolid, no hay. De Filippo Ganna, la locomotora humana que busca ser Francesco Moser. Bienvenidos al infierno. La ilusión de la ilusión. La reina de las clásicas. El Paraíso. Los alcaldes bobos pintan de adoquines el asfalto.

Las cabras pacen los hierbajos que crecen entre los adoquines de Arenberg.
Las cabras pacen los hierbajos que crecen entre los adoquines de Arenberg.ANNE-CHRISTINE POUJOULAT (AFP)

Es la París-Roubaix, nacida en el siglo XIX, cuando la euforia de la industria textil, y más antigua que nunca, y moderna. Herbicida caprino, y no químico. Bicis de carbono con cambios electrónicos y suspensiones escondidas. Neumáticos sin cámara de 32 milímetros y muy bajos de presión para amortiguar el traqueteo sobre los adoquines, los botes, 2,5 o 3 atmósferas, y tres del Jumbo -Van Baarle, Affini y Laporte- con ruedas dotadas de un dispositivo para hincharlas y deshincharlas a voluntad vía bluetooth: hiperpresión para rodar en el asfalto con poca resistencia; hipopresión, para las piedras. Casi 260 kilómetros desde Compiègne, de donde parte desde 1977; 54 kilómetros por caminos agrícolas de pavés, troceados en 29 sectores que se numeran a la inversa, del 29, en Troisvilles, a 150 kilómetros de la meta, al 1, en el último kilómetro hasta el velódromo. La recta de Arenberg, a 95 kilómetros de la meta, el 19; el 11, a 48, de Roubaix, es la subida de Mons en Pévèle, tres kilómetros, el segmento más duro, el viento siempre, la única loma; y después de salir en Camphin en Pévèle del tramo bautizado Eddy Merckx, el número cuatro, el Carrefour de l’Arbre, donde se cruzan los destinos de los campeones, 2.100 metros entre sembrados de remolacha recién recolectada. De allí al velódromo, 16 kilómetros. Es el Infierno del Norte. No lloverá. Neblinas y sol. 15 grados.

Le duele una pierna y las costillas a Van Aert, que se dio una costalada cuando un polaco conduciendo a lo loco derribó a medio pelotón en el Tour de Flandes, hace una semana. Van der Poel está pletórico y cuenta con los dedos. Le ganó a Van Aert en el Mundial de ciclocross, en la casa de su padre en Holanda; le ganó también en San Remo, y aunque ambos sucumbieron ante el Tadej Pogacar ausente de Roubaix que aún tiene frotándose los ojos, incrédulo, a medio mundo (y al algoritmo de Strava, que no quería creerle) por sus hechos en los muros de Flandes, en su Viejo Quaremont, Van der Poel recuerda que allí sufrió más Van Aert, al que asfixió en el Paterberg. El belga de Herenthals solo puede mostrar una victoria ante el nieto de Poulidor e hijo de Adri, dos ganadores de monumentos también, la del GP E3, la clásica en la que se apoyó en la superior fuerza colectiva de su Jumbo, el equipo que domina en el Norte como antes lo hacía el Quick Step. El domingo corren a su lado otros dos tenores, el neerlandés Van Baarle, que ganó la reina en 2022 con el maillot del Ineos, y el francés Laporte, al que Van Aert regaló una Gante-Wevelgem. Van der Poel corre solo. Los dos tienen 28 años.

El último ganador italiano, Sonny Colbrelli, retirado del ciclismo con el corazón alterado y un desfibrilador implantado en su pecho, le dice a Ganna que para ganar en Roubaix tiene que atreverse a limar, a jugar con los codos, a pasar rozando con su bici por huecos imposibles en medio del pelotón. Lo mismo le dicen Imanol Erviti y los directores del Movistar a Oier Lazkano, vitoriano de 23 años, que se expresa mejor cuando más va en fuga (y con doble fuga llegó segundo hace un par de semanas en la A Través de Flandes) y piensa fugarse también el domingo. “Lo pienso yo y lo piensan 160 ciclistas más”, dice Lazkano, que no es mitómano y no adora ni a Mathieu ni a Wout, ni tiene un preferido entre los dos, pero sí que admira a su compañero Erviti, de 39 años, al que un forúnculo le ha privado de toda la campaña del norte y del placer de correr su 18ª Roubaix y convertirse en el ciclista que más Infiernos del Norte ha corrido nunca. “A Erviti sí que le echo de menos, sí, sus consejos de dónde colocarse, de cómo entrar en Arenberg, el momento más peligroso y decisivo, y cosas así. No sé si yo seré un mito para nadie, pero mejor inspiración que un deportista sería un científico, ¿no?”

Lazkano inspira a Iván Romeo, de 19 años, que también, como el vitoriano, mide más de 1,90 y pesa sus 80 kilos, y debuta en la Roubaix, como debutó también en Flandes y en todas las clásicas, en las que está siendo el más joven participante esta primavera. En las Strade Bianche se dio el lujo de pasar fugado por los primeros caminos blancos, y en Roubaix trabajará para que Lazkano u otro compañero puedan coger la fuga. En el Movistar le cuidan y le piden que se retire a las cuatro horas de carrera, pero él, aunque obedece, siempre pide un poco más. El miércoles y el jueves recorrió los tramos más importantes y salió impresionado. “No tiene nada que ver el pavés de aquí con el de Flandes. Es mucho más irregular, más complicado. Un horror, un horror… Y pensar que hay que entrar a 60 por hora a los tramos…”, dice Romeo. “Pero lo que más me duele no son las piernas, son los brazos”.

Al que gane un adoquín flamant y una placa en un cubículo de las duchas antiguas, de minero, agua negra como el polvo negro de carbón que se pega a su sudor, donde solo los románticos se enjabonan. Los demás, en el autobús.

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Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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