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Diez años sin el dios rubio de la escalada

Francia celebra al fenomenal Seb Bouin, uno de los mejores de la historia, y llora una década sin Patrick Edlinger, el padre de la escalada deportiva

Patrick Edlinger
Patrick Edlinger en La Piade.Robert Exertier

El próximo noviembre se cumple una década del fallecimiento de Patrick Edlinger, justo cuando otro escalador francés, Seb Bouin, asombra al mundo escalando lo aparentemente imposible. Puede que no lo sepa el joven Bouin (29 años), pero fue Edlinger quien en los años 80 del siglo XX extrajo la escalada de su marginalidad para otorgarle un sentido estético, ético y filosófico compartido por una generación que se inventó lo que hoy llamamos escalada deportiva. Solo que entonces no se trataba de hacer deporte. No solo. Edlinger trató de dar a su vida un sentido, una libertad, la sencillez de lo sublime y tuvo la inmensa fortuna de encontrar un cómplice capaz de transmitir con elegancia su mensaje gracias a una película: ‘La vida en la punta de los dedos’, firmada en 1982 por Jean Paul Janssen. Edlinger contaba entonces apenas 22 años de edad, y cuando las imágenes revelan a un joven en pantalón corto, la melena rubia recogida por una fina cinta, suspendido del vacío con una sola mano, toda Francia descubre al ‘ángel rubio’, un ser de otro planeta que escala sin cuerda y que dibuja una coreografía de gestos que atraen primero y repelen, después, cualquier idea de muerte. Edlinger cuenta 52 años de edad y la sombra de una profunda depresión cuando lo encuentran muerto en su casa. Hubo susurros que quisieron ver un suicidio. Otros señalaron que se había marchado resbalando, igual que su alma gemela, Patrick Berhault, patinó hacia su muerte durante su travesía de los Alpes.

Seb Bouin es lo que hoy se denomina un atleta global: el pasado mes de mayo anunció el encadenamiento de su proyecto ‘ADN’, una de las dos rutas presumiblemente más difíciles jamás escalada, y sus imágenes recorrieron todas las portadas de las revistas especializadas y de la prensa generalista. Su vida es, en apariencia, sencilla: entrenamiento y reposo. Una vida sin estridencias a imagen de la que quiso fabricarse Edlinger, para quien la escalada significaba “el arte de vivir, una cultura integral y no una mera gimnasia”. Edlinger no habrá llegado a conocer la presente explosión de la escalada y resulta difícil saber si hubiera apreciado la irrupción de rocódromos por doquier donde muchos escalan sin la menor intención de dar el salto a la roca. Como el que hace spinning sin desear sentir el aire en la cara pedaleando en carretera.

Seb Bouin en Flatanger, Noruega.
Seb Bouin en Flatanger, Noruega.

Irónicamente, puede que el primer rocódromo fuese la casa que Edlinger se construyó junto a su hogar, un edificio bautizado como el ‘Templo’ cuyo interior recogía paneles de madera trufados de presas de escalada y donde él y sus amigos se entregaban a sesiones infinitas de entrenamiento: 1.000 dominadas para desayunar y otras tantas antes de acostarse, estiramientos, carrera a pie y cientos de movimientos. Edlinger y sus acólitos sistematizaron el entrenamiento, tan obsesivo como alejado de cualquier ciencia: experimentaban con su cuerpo sometiéndolo a toda clase de tortura que mantuviese la promesa de una mejora. “Creo que he pasado media vida sobreentrenado”, afirmaría. Ahora que la escalada acaba de estrenarse como disciplina olímpica, cabe recordar que la primera competición llegó apenas en 1985. En 1986, Edlinger acudió a la segunda edición para acallar las voces que lo señalaban como un producto de la mercadotecnia. No solo ganó: sobrevoló el certamen.

Seb Bouin también quiso competir, pero tuvo una mala experiencia con el técnico que lo instruía y decidió girarse hacia la roca, donde él mismo podía establecer sus reglas. Cuando demostró que era el mejor, Edlinger también abandonó la competición. Necesitaba viajar, el contacto con la naturaleza, la disciplina y la indisciplina. Y escalar sin cuerda: “No tengo ganas de matarme por la gloria. Quiero disfrutar plenamente mi vida. Escalar sin cuerda me permite viajar lejos en la zona del miedo, conocerme mejor”, escribiría en una autobiografía (Éditions Guérin) que no llegó a ver publicada. Hasta que la fama llama a su puerta, y un fabricante de cuerdas francés (Michel Béal) decide convertirse en su mecenas, Edlinger y sus próximos sobreviven ocupando viejas casonas en el Verdon, robando botes de Nutella y libros de montaña. Para escapar del servicio militar, Edlinger fingirá ser un desequilibrado lo que le costará tres meses de actuación en un hospital psiquiátrico.

Hoy es un fabricante norteamericano omnipotente, Black Diamond, quien permite a Bouin vivir por y para escalar. Sus vídeos espectaculares, a diferencia de las películas y documentales que protagonizó Edlinger, no se ven en familia y en la franja de máxima audiencia sino en el teléfono móvil. Ciertamente, la escalada está más presente que nunca pero para los supervivientes pioneros de los años 80, es un objeto más de consumo desprovisto de cualquier mística.

La película ‘La vida en la punta de los dedos’ costó 150.000 francos (unos 20.000 euros) y fue vendida a 25 países. La fama de Edlinger le llevó a las fiestas parisinas, a un romance con una estrella del cine, le garantizó contratos y fue tan famoso como Yannick Noah, Bernard Hinault, Michel Platini, Sophie Marceau o Gérard Depardieu. Paris Match recogió en artículos de diez páginas sus viajes de escalada, pero cuando toda esta marea desapareció le quedaba la roca. La libertad. Con su rostro de “arcángel”, Edlinger se despidió en un visto y no visto de su fama, una popularidad que le hace sonreír, que no necesita. Solo quiere seguir escalando. Seb Bouin busca lo mismo. Su motivación procede del reto de alcanzar lo imposible, de llegar más lejos que nadie en la faceta deportiva de la escalada. Aunque duela. No fuma como Edlinger, ni hace rallies nocturnos con coches potentes. Ni escala sin cuerda, ejercicio que su antecesor dejó de lado al nacer su hija. Hasta hace bien poco, su madre era su aseguradora a pie de vía. Los padres de Edlinger, en cambio, se estremecían cada vez que el televisor les devolvía a su hijo moviéndose sin cuerda en la vertical. Idéntica pasión. Idéntica capacidad de acción. Filosofías vitales dispares.

Cuando la depresión y el alcohol irrumpieron en la vida de Edlinger, éste hizo balance: le sobraban dedos de una mano para contar a sus amigos. Sus mejores años de escalada habían quedado atrás. Echaba de menos a Patrick Bérhault, su igual. Tras una caída escalando, sufrió un paro cardiaco y cuando estuvo muerto, asegura, vio alegría. Adoraba la vida y no temía morir. Su biografía asegura que regresó a la rutina de los entrenamientos, recuperó la ilusión, la misma que hoy anima a miles de escaladores que no aceptan jugar con la vida en la punta de los dedos pero sí divertirse como niños, desafiando paredes. Algo ocurrió en las escaleras de su casa. Diez años ya, sin el dios rubio.

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