Golden State Warriors: los reyes del juego
El equipo de Steve Kerr ha construido su propio registro, en base a su versatilidad, especialmente defensiva, paradigma del nuevo baloncesto
Los Golden State Warriors son los dueños de esta era. Lo afirma lo logrado, cuatro títulos en ocho años, botín solo alcanzado en la historia de la NBA por Celtics (en la década de los sesenta), Lakers (ochenta) y Bulls (noventa). Y lo confirma lo conquistado, porque su forma de entender el juego, vertiginosa y camaleónica, trasciende al propio resultado. Tras superar a los Celtics (4-2) en las Finales de 2022, llegando las tres últimas victorias de forma consecutiva, han vuelto - cuatro años después- a la cima. Un escalón, el de la gloria, al que por meritocracia pertenecen.
Son, a su modo, hijos de los Suns de Mike D’Antoni y de los Spurs de Gregg Popovich, con quienes comparten rasgos clave (el inmaculado uso del espacio y la transición con los primeros, la fluidez con y sin balón con los segundos). Pero también han construido su propio registro, en base a su versatilidad –especialmente defensiva-, que les hace paradigmas del nuevo baloncesto. Uno que tiende a la desaparición paulatina e inevitable de las posiciones, sustituidas ya por funciones variables en cancha. Nadie lo supo aplicar como ellos.
Steve Kerr, aprendiz directo de Phil Jackson y Gregg Popovich, como ser alumno musical de Mozart y Beethoven, cogió el testigo de Mark Jackson en el banquillo californiano en la primavera de 2014. Era su primera aventura como técnico jefe. Desde entonces no solo ha ganado 22 de las 24 eliminatorias de Playoffs que ha disputado, un dato tan obsceno como revelador del dominio exhibido, sino que incluso ha alterado ciertos códigos que regían el éxito.
Su equipo desmintió la tradición que apuntaba que no era posible ganar el campeonato con una estructura ofensiva plenamente dependiente del tiro exterior. Y de hecho rompió tanto el molde que, apoyado en el jugador que más y mejor define el proyecto –Stephen Curry-, acabó alterando la geometría de la propia pista, llevando la zona de peligro para el rival más lejos que nunca. Porque si siempre fue el aro lo que, a modo gravitatorio, atraía cuerpos, los Warriors estiraron esa gravedad a nueve metros del hierro de la mano de Curry, cambiando el tablero de juego. Y obligando, en definitiva, a reescribir las reglas competitivas.
Curry, elegido MVP de estas Finales, ha conjugado lo transgresor en pista –redefiniendo el ataque moderno por su capacidad de anotar triples sobre bote desde distancias antes inimaginables- con un liderazgo armónico y silencioso fuera de ella. Uno que, en las formas, bien podría asemejarle a la figura de Tim Duncan, epicentro de la cultura de los Spurs este siglo y referente de liderazgo y estabilidad emocional en el deporte de élite.
Siendo eje del sistema y la idea, Curry renunció siempre al ego o a cualquier autoridad consecuencia de ser quién es. De hecho alimentó lo contrario, el brillo ajeno como camino a la evolución y felicidad. Lo hizo dando vuelo al incendiario Draymond Green, alma competitiva del grupo; a otro tirador de élite histórica como Klay Thompson e incluso a un solista que llegó de fuera y podía amenazar su propia jerarquía –Kevin Durant-. Lo hizo, todo ello, sin aspavientos.
Curry, un jugador legendario que trasciende su propia era, priorizó siempre colectivo a individualidad. Y de hecho que su primer MVP de las Finales haya llegado al cuarto título y habiendo cumplido 34 años tiene un toque casi poético, como si el baloncesto hubiese querido cerrar, de una vez por todas, la única herida abierta posible para el pequeño que cambió para siempre el juego de los gigantes. Porque será siempre ese, al margen de palmarés, su mayor legado.
A su lado, no obstante, hay mucho más. Del corazón de un Green que también redefinió el papel –sobre todo defensivo- del pívot moderno a la fascinante historia de un Klay Thompson que estuvo dos años y medio sin competir, tras encadenar lesiones en ligamento cruzado anterior y Aquiles -atravesando por el camino la ansiedad propia del que vio quebrarse su vida en dos instantes-, pero que regresó para volver a la cúspide.
Los Warriors, una franquicia de absoluta vanguardia en la metodología de su Gerencia –liderada por Bob Myers-, plenamente identificable con el entorno de Silicon Valley que les rodea, apostaron fuerte por prolongar su dinastía sosteniendo a través de la propiedad –con Joe Lacob a la cabeza- la plantilla más cara de la NBA. Pero unieron fondo y formas para lograrlo.
Así, giros de guión tan magníficos como los de Kevon Looney o Gary Payton II, irrupciones como la de Jordan Poole e incluso despegues como el de Andrew Wiggins, todos ellos parte activa del éxito, demuestran que, como defendió en su día Ortega, para valorar algo siempre es necesario considerar también su circunstancia. Y no hay, en el deporte de la canasta, circunstancia tan positiva y cohesionada, que acerque tanto a obtener la mejor versión y el éxito, como la de los Warriors.
Más allá de (nuevamente) campeones, incluso más allá de la dinastía que aún alimentan, los Warriors son los reyes de este juego.
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