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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El peso de la camiseta

En los tiempos heroicos del fútbol, las camisetas no tenían anuncios y la sudadera del portero era lavada y remendada por su madre. Hoy los jugadores son anuncios ambulantes

Juan Villoro
El jugador brasileño Filipe Luis en un entrenamiento.
El jugador brasileño Filipe Luis en un entrenamiento. MOHAMED MESSARA (EFE)

En los tiempos heroicos del fútbol, las camisetas no tenían anuncios y la sudadera del portero era lavada y remendada por su madre. Hoy los jugadores son anuncios ambulantes, como los hombres-sándwich que caminaban por las ciudades promoviendo alguna pomada contra el pie de atleta.

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Aun así, los colores de un equipo suelen tener valor trascendental. Después de la derrota contra Uruguay en 1950, Brasil no quiso regresar al campo con su habitual camiseta blanca. Cualquier alusión al “Maracanazo” traería mala suerte. La Confederación Brasileña de Deportes y el periódico Correio de Manha organizaron un concurso en busca de un nuevo uniforme que fue ganado por Aldyr García Schlee. Así surgió la canarinha. Lo peculiar es que Aldyr era devoto de la selección uruguaya. Como en cierto ritos, el cambio de piel necesitaba del favor de un enemigo.

El Mundial genera la ilusión de que los protagonistas disputan en nombre de un país y no de una aerolínea de Singapur. Ciertas camisetas ostentan una condecoración sobre la tetilla izquierda: una estrella por cada Copa del Mundo. Se habla del “peso de la camiseta” para aludir a la investidura, casi sagrada, de quienes parecen triunfar con solo pisar el césped. La Alemania de las cuatro estrellas pertenece a esa legión, pero por una vez no estuvo a la altura de su uniforme.

A veces el peso de la camiseta es literal. Para su partido crucial contra Inglaterra en México 86, Argentina debía usar su segundo uniforme: camisetas azul marino, de tela gruesa. A diferencia de las albicelestes, confeccionadas con minúsculos agujeros que permitían la circulación del aire, las camisetas suplentes absorbían el sudor y la lluvia, convirtiéndose en una coraza insoportable. Bilardo, entrenador argentino, pesaba la ropa con el cuidado con que pesaba bebés en sus tiempos de ginecólogo. Decidió que los suyos no podían jugar con el equipamiento B. Un día antes del juego buscó uniformes sustitutos. Por suerte se encontraba en México, bastión de la economía informal. En doce horas le confeccionaron ropa pirata. Los números fueron arrancados de camisetas de fútbol americano. El emblema de Coq Sportif no parecía un gallo sino un pollo. Vestidos con esa picardía de barrio, sólo podían ganar.

La habilidad mexicana para improvisar vestuarios no ha disminuido. En todas partes hay puestos de venta de camisetas que varían de precio con los altibajos de la selección, inestable bolsa de valores.

Osorio, entrenador del Tri, ejerce un popular género literario: los lemas de camisetas. En los entrenamientos, sus jugadores llevan en el pecho lo que deben sentir en el alma: “amar el triunfo” en vez de “temer la derrota”. Cuando jugaron contra Suecia, esas prendas estaban en la lavandería.

Una anécdota de Rusia 2018 habla de la camiseta como cédula de identidad. Cuando Shin Tae-yong, técnico de Corea del Sur, supo que su entrenamiento era vigilado por espías suecos, pidió a los suyos que intercambiaran camisetas. Para la limitada mirada occidental, los números son más elocuentes que las caras asiáticas.

Si Corea perdió el partido fue porque Suecia marca por zona.

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