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La primera vuelta al mundo o cómo el aceite de oliva marcó la globalización

Un estudio revela la influencia del comercio oleícola entre el Nuevo y el Viejo Mundo. La expedición de Magallanes llevaba en sus bodegas seis mil litros

Tinajas españolas extraídas de la nao 'San Diego', en el Museo Naval de Madrid, en una imagen cedida por Vicente Ruiz
Tinajas españolas extraídas de la nao 'San Diego', en el Museo Naval de Madrid, en una imagen cedida por Vicente Ruiz.
Ginés Donaire

Las cinco naos de la expedición de la primera vuelta al mundo (San Antonio, Trinidad, Concepción, Victoria y Santiago), que comandó Fernando de Magallanes y que partió de Sevilla en agosto de 1519, atesoraban en sus bodegas 475 arrobas (5.966 litros) de aceite de oliva, con un precio total de 58.425 maravedís, más otros 4.925 maravedís por el valor de las vasijas, según los registros que se conservan en el Archivo General de Indias de Sevilla.

Según el historiador naval Vicente Ruiz García, “el aceite de oliva se convirtió en el ingrediente que mejor representó el mestizaje culinario entre los llamados Nuevo y Viejo Mundo y en un referente de lo que llamamos primera globalización”. Ruiz, que es asesor de la Cátedra de Historia y Patrimonio Naval en la Universidad de Murcia, es el autor del libro El mar, el aceite de oliva y la primera globalización (Onada Edicions), que se completa con 21 propuestas gastronómicas que homenajean a todos aquellos hombres que padecieron muchos sinsabores en esa gesta clave para entender el comercio mundial.

Tanto el primer viaje de Cristóbal Colón como el de Fernando de Magallanes tuvieron como objetivo encontrar una ruta al Maluco (Molucas) en busca de las ansiadas y cotizadas especias, sustancias que se empleaban para la conservación de los alimentos. “Pero después de recorrer miles de millas e incluso de completar la vuelta al mundo, resulta cuando menos paradójico que uno de los mejores conservantes de alimentos lo llevaran a bordo: el aceite de oliva”, explica Ruiz, doctor en Historia y secretario de la UNED en Jaén.

El poder del aceite de oliva como conservador de los alimentos era conocido desde la Antigüedad. Las primeras civilizaciones europeas que utilizaron el aceite, preferentemente de oliva, para esta función fueron la etrusca, la griega y la romana. Y la razón hay que buscarla en su contenido en polifenoles y vitamina E, que aísla los alimentos e impide su contacto con microorganismos, garantizando su salubridad.

Las naos de Magallanes cruzaron el equinoccio de otoño en el hemisferio sur navegando frente a las costas de Argentina. Tan solo faltaban 10 días para que fondearan en el Puerto de San Julián, donde pasarían el invierno. Mientras tanto, el 21 de marzo de 1520, muy lejos de allí, los oficiales de la Casa de Contratación de Sevilla pagaban a Juan de Baena, alcalde de la villa de Olivares (Sevilla), el importe de 50 estacas de olivo sacadas de cuajo a 20 maravedís cada una y otras 1.200 estacas delgadas por otros 1.800 maravedís. “Se trataba de los primeros plantones de olivo que iban a marchar al Nuevo Mundo, concretamente a la isla de la Española”, apunta Ruiz.

Francisco de Aguirre de Meneses, de origen español, fue el primer alcalde del cabildo de Santiago de Chile. Había viajado a Indias en 1536 e intervino durante tres años en la conquista de la actual Bolivia, acompañando a Pedro de Valdivia en la expedición de la conquista de Chile (1540). Y allí, como recuerda Ruiz, ordenó la plantación de olivos en amplias zonas de Perú, Chile y del norte de Argentina, sobre todo en la comarca de Santiago del Estero, ciudad fundada por él mismo.

Aún se conserva uno de los ejemplos pioneros en el Nuevo Mundo: el olivo histórico de Arauco (declarado monumento natural), de más de 400 años, que llegó a sobrevivir a la tala ordenada en el siglo XVIII por el rey de España con el fin de proteger la producción de la metrópoli.

Olivo del conjunto de Farga de L'Arion, en Ulldecona (Tarragona), considerado el más antiguo de España, plantado hacia el año 214, en una imagen cedida por Vicente Ruiz.
Olivo del conjunto de Farga de L'Arion, en Ulldecona (Tarragona), considerado el más antiguo de España, plantado hacia el año 214, en una imagen cedida por Vicente Ruiz.

El galeón de Manila era el nombre con el que se conocían las naves que cruzaron el Pacífico siguiendo la ruta a Manila (Filipinas) y Acapulco (Nueva España). Una de estas naves fue la San Diego, que se hundió en 1600 en aguas del archipiélago de Filipinas tras un ataque sufrido por un navío holandés. Cuatro siglos después se descubrió el pecio y entre el material que se pudo rescatar figuraban un conjunto de tinajas, de entre cuatro y 15 litros cada una, procedentes de los alfares de Jaén. “Se trataba de un sistema de transporte privilegiado para la aceituna y el aceite de oliva, tanto para el consumo de la tripulación como para la exportación de estos géneros tan demandados en las Indias”, asegura el autor del estudio, que ha sido galardonado con el VII Premio Internacional de Libro de Cocina, Salud y Sostenibilidad Ciutat de Benicarló.

Según el historiador, “el galeón de Manila unificó por primera vez el mundo a efectos económicos porque, aunque habían existido precedentes como la ruta de la seda o la contemporánea ruta de las especias, ninguna de ellas alcanzó esa dimensión geográfica, que enlazó a tres continentes con las repercusiones que fueron más allá de lo comercial y afectaron a la cultura o a la expansión de los alimentos”.

Los galeones que salían de México navegaban hacia Filipinas, donde ha permanecido el recuerdo del aceite de oliva en alguno de sus platos como sello de la gastronomía hispana en un país donde ni siquiera ha quedado el idioma. “La globalización de los sabores permitió que en algún momento ingredientes como el aceite de oliva abandonaran las bodegas de los barcos para arraigar en suelo filipino en platos de clara herencia hispana que hoy forman parte de la cocina del archipiélago, como la caldereta, la longganisa o longaniza filipina o el adobo de pollo y cerdo”, expone Ruiz.

Vicente Ruiz García, autor del libro 'El mar, el aceite de oliva y la primera globalización'.
Vicente Ruiz García, autor del libro 'El mar, el aceite de oliva y la primera globalización'.

Monte Testaccio

Pero antes de esa primera globalización, existe constancia documental del comercio del aceite de oliva desde la época de los fenicios. En Roma hay un monte artificial, llamado Testaccio, donde reposan 26 millones de vasijas rotas que durante siglos fueron depositadas en este lugar y que contenían aceite de oliva originario de la Bética y la Tarraconense, provincias de Hispania. El yacimiento no fue descubierto hasta 1878, pero los investigadores datan su fecha de constitución entre los años 138 y 260.

Estas ánforas fueron conducidas a pequeños puertos fluviales desde donde partían barcazas olearias que navegaban por las aguas plomizas del río Betis hasta llegar al puente de Hispalis, donde las ánforas eran estibadas en naves de mayor envergadura para llegar a la Britania o al Mediterráneo. “El monte Testaccio refleja la importancia del aceite de oliva como elemento unificador del Imperio romano que, junto con el idioma, el latín, constituyó el elemento más determinante en un primitivo proceso de globalización en la Antigüedad”, asevera Ruiz.

A su juicio, este proceso de globalización se extendería por gran parte de la orilla europea del Mare Nostrum y por las antiguas posesiones de Cartago, “consiguiendo la unión económica, la unificación jurídica, la conciencia de ciudadanía romana y la unidad lingüística de tan vasto espacio”. Aunque fueron los fenicios los que trajeron el aceite de oliva a la vieja Iberia hace tres mil años, siglos después se extendió a otros continentes a través de los océanos, “dejando una huella indeleble en la gastronomía de aquellos países remotos con los que en el pasado compartimos el mismo acervo”.

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