‘La pasajera’: sí se podía hacer ópera después de Auschwitz
La obra de Weinberg funciona a la perfección en su representación en el Teatro Real de Madrid
Se atribuye al filósofo Adorno que no se podía escribir poesía después de Auschwitz. Y realmente ha costado volver a hacerlo; poesía, desde luego, pero también literatura, cine, teatro, etc, y siempre con pinzas. En cuanto a ópera, se daba casi por imposible. Así que, la sorpresa saltó en 2010 cuando el Festival de Bregenz programó esta ópera con una coproducción a la que se sumaba el Teatr Wielki de Varsovia, la English National Opera y, ¡oh sorpresa!, el Teatro Real de Madrid. Si los catorce años pasados desde el estreno en la ciudad austriaca parecen muchos para una coproducción, hay que reconocer que un buen mordisco se ha debido a la pandemia, ya que La pasajera estuvo a punto de subir a las tablas madrileñas cuando hubo que suspender y replantear las programaciones.
Una de las buenas nuevas de que veamos en Madrid la producción original de esta recuperación histórica es que quizá sea difícil volver a verla en su lectura actual, pero mucho más será hacerlo con otra producción. Y es que con Auschwitz no se juega; si una parte de esta ópera transcurre en el campo de la muerte, difícilmente imaginamos una lectura de esta ópera en manos de algún director escénico revoltoso, que llevara la acción a cualquier otro lugar o tiempo. Todo lo relacionado con este compositor, Weinberg, y en especial esta ópera, está lleno de prismas históricos de diverso signo. El director escénico de la actual producción, David Pountney, citaba en la rueda de prensa un dato interesante. Cuando consiguió acceder a la partitura, encontró la siguiente frase a modo de referencia: “Ópera sobre Auschwitz, Weinberg, amigo de Shostakovich”. Estos datos lapidarios le movieron a la curiosidad. ¿Cuántas óperas hay sobre Auschwitz? ¿Cuántos amigos dignos de tal nombre tenía Shostakovich?
La historia, muy resumida sería está: Weinberg (1919-1996) era un judío polaco de familia musical y bien dotado para la música desde la infancia, pero cuando tiene 20 años los nazis invaden su país y dan origen a la Segunda Guerra Mundial como bien nos recuerda Woody Allen. El joven músico se ve obligado a escapar y lo hace hacia la Unión Soviética, no sabemos por qué; primero es Bielorrusia y luego Uzbekistán, donde casualmente se encontraba en viaje oficial el compositor más célebre de la URSS, Dmitri Shostakovich. El joven alcanza a presentarle la partitura de su Primera Sinfonía y el flechazo artístico es inmediato. Weinberg diría que fue como volver a nacer. La relación desde ese momento se convierte casi en paterno filial y le iba a salvar de numerosos problemas, muchos de índole musical, pero no pocos de raíz política.
Se traslada a Moscú por consejo y con apoyo de su célebre mentor y comienza una carrera musical especial por restringida; aunque el joven polaco adquiere la nacionalidad soviética, el medio oficial le rechaza por completo. En esos años, si un compositor no podía ser miembro de la poderosa Asociación de Compositores Soviéticos era directamente un marginal, no tenía trabajo que no fuera ocasional, no podía ni recibir encargos ni estrenar ni editar la partitura ni gravar discos: las principales instituciones, orquestales y líricas estaban cerradas. ¿Cómo sobrevivió Weinberg? La respuesta es Shostakovich y, con él, un importante grupo de amigos que se encontraban en la cúspide de su carrera musical, como el violinista David Oistrak, el violonchelista Mtislav Rostropovich, etc. Estos y otros nombres de oro, como el Cuarteto Borodin, le estrenaron sus obras en sesiones discretas y, gradualmente, se hizo un nombre, lo que no le libró de contratiempos que en esos años podían costar caros.
Los dos más célebres fueron cuando su suegro, el conocidísimo actor cómico judío Solomon Mijoels fue asesinado por orden directa de Stalin, como luego se comprobó. Este momento difícil sucedió en medio de la batalla por la imposición del Realismo Socialista del comisario Jdanov en 1948. Lo crítico de la situación venía del hecho de que los más grandes nombres, Shostakovich, Prokofiev, etc., fueron gravemente acusados de desviación, lo que mermaba su grupo de apoyo. Tras calmarse esa crisis, le sucedió otra, cuando en 1953 Stalin desató la de los médicos judíos, que estuvo a punto de ser gravísima de no ser porque el propio Stalin falleció a los pocos meses. En esa ocasión, Weinberg fue detenido y encarcelado tres meses, y solo la muerte del dictador y los desvelos de Shostakovich de nuevo evitaron males mayores.
Calmadas las cosas y con un Weinberg adaptado a su precaria situación, pero con mayor seguridad en sus medios, llega la mitad de los años sesenta. Una vez más, Shostakovich le pone en bandeja una historia que consideraba ideal para una ópera: un libro escrito por Zofia Posmysz, una periodista polaca, judía, que había pasado por un par de campos de concentración, entre ellos Auschwitz, y narraba su historia, primero como deportada, y luego el encuentro, quizá este ficticio, diez años más tarde, en un trasatlántico, con una de sus más temibles carceleras. La pasajera había nacido antes como programa de radio, pero fue el libro el que llegó a las manos de Shostakovich y, por él, a las de Weinberg. Y, en efecto, aquella historia tremenda, llena de matices y tensiones de toda índole, se convirtió en una ópera que parecía destinada a estrenarse en Moscú en 1968. Pero, una vez más, la idiosincrasia soviética se interpuso: aquello no podía interesar a un público ruso comunista en esos momentos.
Pensemos que tampoco en Occidente interesaba demasiado el tema del Holocausto en aquellos años. El poder soviético llegó a personarse para que tampoco se pudiera presentar en Praga, y así quedó: la ópera que Shostakovich llegó a considerar como una de las más importantes del siglo XX fue al cajón. Merece mención la labor del libretista, Alexander Medvedev, supongo con ninguna relación con el célebre tenista actual: el trabajo de llevar a la lengua rusa el libro de Posmysz parece brillante, por más que no estoy en condiciones de saberlo ya que mi ruso es inexistente. Pero la confrontación dramática de los personajes, la elipse de la historia, o mejor, de las historias, funciona perfectamente, y eso es siempre huella de un espléndido libretista. De hecho, Medvedev siguió trabajando con Weinberg en varias de sus siguientes seis óperas.
El autor no llegó a ver estrenada en vida La pasajera y tuvo que llegar el 2010 en el ya citado Festival de Bregenz para estrenarse; su autor había fallecido 14 años antes. De todos modos, y para la posteridad, Shostakovich legó una dedicatoria en la partitura que decía: “Para que los horrores del pasado no se reproduzcan, tenemos el deber de recordar ese pasado y mantener viva la memoria de quienes dieron su vida por nuestra libertad”. Curiosamente, era casi el razonamiento inverso de la sentencia de Adorno, ni Auschwitz ni el Holocausto nos permitirían pensar de nuevo en cultura, estética o simplemente vida.
La pasajera cuenta en dos planos los dos periodos históricos clave, los días pasados en Auschwitz por un grupo de mujeres presas, entre ellas la protagonista, Marta, todo ello con un final trágico que no desvelo para dejar el suspense íntegro para aquellos que se acerquen a ver esta ópera. El segundo plano es el del trasatlántico que, en 1955, viaja rumbo al sur de América en viaje de placer, con la pareja formada por la antigua carcelera Lisa y su marido, que nada sabe del pasado de su amada. Y, por otra parte, Marta, la antigua presidiaria, que aparece como una sombra torturante en el marginado recuerdo de la carcelera nazi. El juego de tensiones es magistral en cualquiera de los dos planos.
También tiene su interés la producción. Ya hemos hablado de su estreno en Bregens, en 2010, con una coproducción que sumaba al Teatro Real en una de sus decisiones más afortunadas en términos de historia y de oportunidad. Es interesante interrogarse sobre la idoneidad de la ópera como género en una composición en la que aparece Auschwitz. No conozco ningún otro caso y lo primero que viene al espíritu es ver si se acerca a la temible realidad; la respuesta es ambivalente por lo que hemos conocido con posterioridad en narraciones de protagonistas supervivientes y en algunos, pocos, filmes que han acertado en el tratamiento. El Auschwitz de Weinberg está más cerca de otras óperas carcelarias, como Desde la casa de los muertos (Janacek), El Prisionero (Dallapiccola) o incluso Fidelio (Beethoven). Pero tampoco es justo dejar el listón tan fuera del alcance: La pasajera es una ópera formidable y su recuperación representa uno de los momentos más preclaros del inicio de este siglo. Que el Teatro Real haya estado en primera fila en esta ocasión es un orgullo.
Con respecto a esta producción, sorprende gratamente la buena adecuación del escenario ya conocido por el DVD de la producción que nació en Bregenz a las dimensiones del Teatro Real. Y no es la única buena sorpresa ya que el equipo artístico funciona como una piña; pocas veces un éxito tan pleno como este puede resultar tan coral, tan colectivo. Destacan, como es casi obligado las dos protagonistas, la Marta de Amanda Majeski, plena de sentimiento y con una adecuación vocal completa a los claroscuros de la partitura. En cuanto a la mala de la ópera, la nazi Lisa, se encarga de ella con gran ductilidad Daveda Karanas. Pero, en el resto del reparto, no hay prácticamente deficiencias; enseguida te acostumbras a que todo resulte perfecto. En el capítulo musical, la directora lituana Mirga Gražinytè-Tyla merece mención especial: vivaz y segura de sí misma, con un gesto elocuente y un control orquestal sobresalientes, Gražinytè-Tyla es una de las mejores sorpresas de esta producción a la que añade idiomatismo musical eslavo y presencia contundente pese a su figura menuda.
Respecto a la dirección escénica, David Pountney es más que un regista, es parte de la recuperación de esta ópera con ideas tan solventes como la de hacer cantar a cada grupo idiomático en su lengua, gesto que nace de su horror de escuchar cantar a un grupo de nazis en ruso. Y ya puestos a traducir el original ruso para cada grupo, es un hallazgo escucharlas en al menos seis idiomas, como con seguridad ocurría en el campo de concentración, aparte de proponer un coro que, desde el momento actual, brinda un punto de vista de nuestros días en castellano. Y si se busca algún mensaje, el final de la ópera se compromete: “No los perdonéis nunca”. Esperemos que el consejo sea más retórico que bíblico.
Ficha técnica
La pasajera. Música, Mieczysław Weinberg; libreto, Alexander Medvedev, basado en la novela homónima de Zofia Posmysz. Dirección musical, Mirga Gražinytè-Tyla; dirección de escena, David Pountney; escenografía, Johan Engels; Vestuario, Marie-Jeanne Lecca; Iluminación, Fabrice Kebour; dirección del coro, José Luis Basso. Reparto: Marta, Amanda Majeski; Tadeusz, Gyula Orendt; Tadeusz violinista, Stephen Waarts; Katja, Lidia Gorbachyova-Ogilvie; Krzystina, Lidia Vinyes-Curtis; Vlasta, Marta Fontanals-Simmons; Hanna, Nadezhda Karyazina; Ivette, Olivia Doray; Alte, Helen Field; Bronka, Liuba Sokolova; Lisa, Daveda Karanas; Walter, Nikolai Schukoff. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Nueva producción del Teatro Real, en coproducción con Bregenz Festival, el Teatr Wielki de Varsovia y la English National Opera. Teatro Real. Del 1 al 24 de marzo.
Babelia
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