El Holocausto, visto a través de los verdugos nazis
‘La zona de interés’, de Jonathan Glazer, que indaga en la cotidianidad del comandante de Auschwitz, rompe con los reparos a contar la vida de los responsables de los campos de exterminio
A los millones de seres humanos que murieron asesinados en la Alemania nazi alguien los ejecutó. Otros fueron testigos del Holocausto y decidieron borrarlo de su memoria o hacer como si nunca hubiera pasado. Para la masacre perpetrada en los campos de exterminio, la industrialización nazi de la muerte, fueron necesarias una infraestructura y una burocracia humana, los mandos intermedios de la banalización del mal, seres humanos que volvían a sus casas, con familia, con amigos. ¿Cómo eran? ¿Cómo pudieron cometer esos crímenes? El audiovisual se ha centrado habitualmente en las víctimas, una cuestión de extrema sensibilidad, o en su interacción con los verdugos, pero solo en los últimos tiempos se ha ahondado en la cotidianidad de los asesinos. Hoy se estrena en España La zona de interés, de Jonathan Glazer, que muestra el horror de Auschwitz a través de la familia de su comandante, cuya mansión colindaba con el muro del campo: no veían, pero oían y olían. Glazer, que en Cannes ganó el Gran Premio del Jurado con el filme, versiona de manera libre la novela homónima de Martin Amis. Y en Disney+ está la miniserie La intérprete del silencio, adaptación de la novela La casa alemana, de Annette Hess, sobre el juicio, entre diciembre de 1963 y agosto de 1965, en Fráncfort, a una veintena de mandos de ese mismo campo de exterminio. Buen momento para preguntarse: ¿son lícitos esos retratos? ¿Y morales? ¿Cómo encara un creador esos personajes?
Más allá del exterminio nazi contado en documentales, con el maestro Claude Lanzmann y sus Shoah, Sobibór, 14 octobre 1943, 16 heures y El último de los injustos como guías; más allá de las vivencias de las víctimas que ha contado el cine en El prestamista, La vida es bella, Ilusiones de un mentiroso, La hora 25, La zona gris, Bent, El hijo de Saúl, The Day The Clown Cried (la película que Jerry Lewis escondió en un cajón) o La decisión de Sophie; más allá de las truculentas relaciones entre nazis y presos de los campos como en Kapò, La lista de Schindler, Holocausto, El superviviente de Auschwitz, Las pasajeras, El niño con el pijama de rayas, incluso El portero de noche; más allá de la búsqueda (y localización) de nazis escondidos tras el final de la guerra que se muestra en The Odessa File, El extraño, Verano de corrupción, la española El sustituto, Los niños del Brasil, El ángel de la muerte y El médico alemán (en estas tres, el centro de la trama es Josef Mengele, el médico que ha sido retratado en la pantalla en numerosas ocasiones), más allá de las recreaciones de la conferencia de Wannsee, donde se fraguó el exterminio judío, en La solución final y La conferencia; pocas veces se ha intuido en pantalla el día a día nazi: lo que asomaba en El hundimiento aparece exponencialmente detallado en La zona de interés.
Dice Jonathan Glazer, su director, un genio del videoclip de exigua filmografía —solo cuatro largos—, que el tema le llevaba rodando desde hace tiempo: “Soy judío, crecí en una familia practicante”. Al cineasta, cuenta en una charla con EL PAÍS en septiembre, durante el festival de San Sebastián, le impresionó de niño ver imágenes del vandalismo de la noche de los cristales rotos: “Gente físicamente como mi padre, mis tíos, yo mismo, aparece recogiendo las lunas destrozadas de los escaparates. Como niño no entendía qué pasaba, pero me provocaba un sentimiento perturbador. Y lo mismo ocurría con los peatones que, sencillamente, veían sin actuar ni ayudar. ¿Por qué esa pasividad?”. Así buscó “la esquina de la historia desde donde encarar esos acontecimientos, un planteamiento que no hubiera surgido antes en pantalla”. En 2014 leyó una crítica de la novela homónima de Martin Amis, y antes incluso de leerla pidió comprar los derechos. “Él puso el coraje de contar algo así. Y aunque el personaje del comandante creado por Amis es ficticio, yo indagué en las personas reales, y eso me supuso un largo viaje”. Por eso en la película los protagonistas sí portan los nombres auténticos: el comandante de Auschwitz Rudolf Höss y su esposa, Hedwig.
Una indagación compleja, que también han vivido otros artistas como el dramaturgo español Juan Mayorga, premio Princesa de Asturias de las Letras, y que ha reflexionado sobre el nazismo en obras de teatro como El cartógrafo o, sobre todo, Himmelweg. “Cuando un creador se confronta con personajes así, una pregunta que debe hacerse es cómo entenderlos, en alguna medida, sin justificarlos ni legitimarlos. Cuidado, no es solo una cuestión estética, sino política y moral, respetando la memoria de sus víctimas”, explica Mayorga. Y desgrana: “Que la tragedia de estas últimas no se diluya en un contexto social o en un pensamiento de ese momento. Si los presentas como un misterio insondable, el espectador no se reconocerá de alguna manera en ellos. Si presentas una indagación, revelarás al público rasgos, tendencias, gestos que comparte con ese personaje”.
Glazer encaró la misma reflexión que verbaliza Mayorga. “Los responsables del genocidio son seres humanos, y más allá, monstruos. Necesito que el espectador se sienta, aunque sea de manera subconsciente, cercano a esa familia”, cuenta el cineasta. Una familia, la de los Höss, con niños que juegan con macabros objetos procedentes de los hornos crematorios, que tienen que cerrar las ventanas para que el viento no inunde la casa con las cenizas, y que constantemente, en un fuera de campo brutal, oyen el ruido de la maquinaria del Holocausto y los gritos desgarradores de los que van a morir. “Seamos honestos. Nadie nace como asesino de masas, sino que paso a paso la pasividad, el querer ser aceptado, les lleva a ese destino. Esa escalada se da incluso hoy en día”, explica el londinense.
Para Alberto Sucasas, profesor universitario de Filosofía, experto en la tradición judía y autor del libro Claude Lanzmann (Cátedra), “la literatura ha ido más lejos en esta indagación, como en Las benévolas, de Jonathan Littell, que el cine, y creo que es muy necesario”. ¿Por qué la reticencia? “Por cierta trampa moral, que nos hace creer que cuando empatizamos con la víctima tenemos que ver al verdugo como un extraterrestre de la condición humana, y eso es reconfortante. Lo que elude la pregunta perturbadora: si gente normal, más allá de los sádicos que habría, en condiciones anormales llegan a ese extremo, ¿qué haría yo?”. La misma cuestión aparece en la serie La intérprete del silencio, cuando un veinteañero confiesa que ha matado a alguien a golpes con una piedra y que haciéndolo eyaculó: desató una bestia desconocida que de repente le hace similar a los nazis, lo que le hunde.
Sucasas apunta que por ese miedo hay una “manifestación encubridora”. Explica: “En la cultura de la memoria, el protagonista principal es el testigo, pues solo él puede transmitirnos, aquí y ahora, la noticia del mal perpetrado. Esa situación alcanza su expresión paradigmática en la palabra de los supervivientes de los campos nazis. Hechizados por el aura del testigo-víctima a no dudar de esa palabra por su excepcional significación, hemos omitido el protagonismo esencial (él fue el agente del mal infligido) del victimario, por siniestra que sea su antiaura o contraaura. Con todo, oscuramente intuimos que ahí, en la psique del verdugo, se esconden claves imprescindibles para comprender”. Y a ese barrizal, insiste Mayorga, tienen que lanzarse los artistas: “Atravesemos el fuego. Miremos al verdugo. Si una obra te lleva a indagar si hay algo fascista en ti, vamos bien. Eso tiene fuerza. Para ese viaje hay que estudiar al perpetrador. Convertirlo en monstruo es una simplificación aliviadora; rehúsas saber si otro pasado fue posible”.
En un personaje así, en su caso el del jerarca Albert Speer, el arquitecto de Hitler y también ministro de Armamento y Municiones del régimen nazi, que creó la imagen del nazi bueno y posteriormente contrito, se ha metido en los escenarios durante varios años el actor Pep Munné para la obra Speer: “A mí me decían que daba miedo, y yo no hacía nada, de verdad, para ello. Lo que sí hice es plantearme cómo pensaría él. Cómo se autoengañó con sus argumentos justificatorios. Así pudo Speer sobrevivir, y escribir sus diarios”. Munné tenía una ventaja: “La verdad sobre Speer se supo tiempo después de su muerte en 1981, cuando se desmoronaron sus mentiras, y yo sí la conozco. Speer hasta le planteó a Hitler la construcción de la bomba atómica, pero después creó su relato”. Y eso en el escenario, asegura Munné, solo se logra “creyéndotelo, siendo lo máximamente convincente”.
Nadie nace como asesino de masas, sino que paso a paso la pasividad, el querer ser aceptado, les lleva a ese destino. Esa escalada se da incluso hoy en día” (Jonathan Glazer)
Tanto Sucasas como Munné y Mayorga están en desacuerdo con el dogma de Lanzmann que señalaba la prohibición de comerciar con ese horror absoluto en los relatos audiovisuales, atacando, por ejemplo, a La lista de Schindler. Solo hizo una excepción con El hijo de Saúl, de László Nemes, porque prescindía de toda imagen explícita. Para Glazer, “una restricción así [aunque él la cumple, al no mostrar, solo retratar por el sonido, el Holocausto] no permite que entendamos los paralelismos con el presente. Las imágenes son el andamio hacia el subconsciente. Yo no quería hacer una pieza para museos, hecha con una distancia gratificante para la audiencia. Porque así te olvidas de la increíble capacidad de ser humano para cometer crímenes aberrantes, de manera pasiva o activa. Es tan fácil ir hacia eso...”.
Babelia
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