“La empresa contratante propone hacer un disco. El artista contratado dice que vale”: 40 años de DRO, la discográfica que cambió el pop en España
Una caja antológica con cuatro discos y un ensayo documentan la revolución artística que impulsaron en los ochenta, desde una osadía temeraria, los artífices de Aviador Dro y Esclarecidos
Al principio de todo, Discos Radioactivos Organizados (DRO) y Grabaciones Accidentales (GASA), los dos sellos discográficos independientes más decisivos para el pop español de los ochenta, solo tenían en común una cosa: sus respectivas mentes pensantes ignoraban por completo el funcionamiento del sector y fueron aprendiendo las reglas del negocio sobre la marcha y a trompicones, a fuerza de preguntar y equivocarse. Con los años, ambas escuderías acabarían colaborando, coaligándose y, en diciembre de 1992, siendo absorbidas por la todopoderosa Warner Music, después de haber dejado un reguero de música decisiva para la escena patria: de Aviador Dro a Esclarecidos, con escalas en Duncan Dhu, Siniestro Total, Parálisis Permanente, Los Nikis, Os Resentidos, Glutamato Ye-Ye, La Dama Se Esconde y las sucesivas incorporaciones de afluentes como Gabinete Caligari, Loquillo y Hombres G. La peripecia de aquellos locos insensatos que reinventaron la industria fonográfica a golpe de intuición y fogonazos de talento se reconstruye ahora con una ambiciosa caja antológica de cuatro cedés y otros tantos vinilos, además de un extenso ensayo de Laura Piñero, Aquellos años accidentales, que retrata no solo una época imborrable de la cultura popular, sino también un país párvulo y en pleno proceso de reinvención.
La génesis de este doble homenaje —fonográfico y narrativo— a aquellos años de gloria, descubrimiento y experimentación ha tenido involuntariamente algo de ese espíritu cándido y accidental del periodo que documentan. En tiempos de streaming, picoteo digital y discos de reproducciones, una caja con el mimo que destila 40 aniversario DRO: Y el futuro sigue caminando un paso por detrás de nosotros (sí, el título se las trae) constituye una proeza insólita. Sus cuatro cedés (85 canciones) y cuatro discos de vinilo, que quintaesencian los 40 cortes más icónicos, acompañados por un libreto minucioso, representan una temeridad en términos comerciales y un absoluto rara avis para el producto musical español, históricamente muy alérgico a la tradición internacional de las box sets, esas grandes cajas discográficas para amantes del coleccionismo y el fetiche.
En cuanto al libro, dio sus primeros pasos como un esbozo de documental televisivo y acabó derivando en un minucioso trabajo periodístico a partir de unas 90 entrevistas a quienes, de una manera u otra, fueron partícipes de aquel movimiento. Un esfuerzo tan vasto como para que, inevitablemente, algunos hayan puesto el grito en el cielo al constatar que no figuraban entre las voces consultadas.
Aquellos años accidentales también es atípico porque presta atención a un ámbito del que se ha hablado muy poco en términos estratégicos y económicos, más allá de esas visiones manidas de la industria discográfica como un sector empresarial que ansía pingües beneficios sin importarle pisotear las aspiraciones creativas de sus artistas. “De pronto descubrí que había una historia sin contar protagonizada por trabajadores y trabajadoras anónimos”, relata la autora, “y que además corría paralela a la historia de un país inmerso en un periodo de cambios”. En sus páginas descubrimos, por ejemplo, la génesis del fenómeno Duncan Dhu, el éxito comercial más abrumador de la década. La primera maqueta desembarcó originalmente en el despacho de Servando Carballar, fundador de DRO y de la banda Aviador Dro, que la desestimó porque ya disponían de “grupos parecidos” en su catálogo.
Fue su secretaria, Chusa de la Cruz, quien le grabó a Mikel Erentxun un segundo ejemplar de la cinta (aquellos chavales habían cogido un autobús de San Sebastián a Madrid con una casete como único equipaje) y se lo pasó al máximo responsable de GASA, Alfonso Pérez, a su vez letrista de Esclarecidos. “Escúchala con atención, a mí me ha gustado”, le avisó Chusa en aquellos tiempos en que los duplicados se realizaban con las míticas dobles pletinas, reproduciendo el original a velocidad real. El resto es historia. “Aquella carambola nos cambió la vida. Literalmente, para siempre, a todos”, enfatiza Paco Gamarra, entonces brazo derecho de Pérez y hoy profesor en un posgrado universitario sobre Industria de la Música.
Esa auctoritas académica que hoy avala a la familia de DRO y GASA tiene su gracia si pensamos en que estas marcas surgieron en torno a sendas pandillas de amigos con tanto entusiasmo melómano como ignorancia empresarial. Los amigos de Servando vivían en el barrio madrileño de Prosperidad, eran libertarios, dadaístas y amantes de la ciencia ficción, y se miraban en el espejo de los alemanes Kraftwerk. Los de Alfonso Pérez, más refinados, veraneaban a orillas del embalse de Entrepeñas (Guadalajara), contaban con un padre ingeniero que traía discos de Estados Unidos y sentían devoción por la figura de David Byrne y sus Talking Heads. Pero ninguno tenía la más remota idea de cómo se fabricaba un elepé. De hecho, la madre de Servando les llevó una mañana de excursión a la fábrica Iberofón, en Coslada, donde un empleado bondadoso les hizo sabedores de las primeras obviedades: necesitaban darse de alta en la SGAE y disponer de presupuesto para una tirada inicial mínima de 1.500 ejemplares.
El entusiasmo, la audacia y el olfato fueron supliendo las clamorosas carencias, digamos, estructurales. Aquellos años accidentales detalla episodios como la primera campaña de promoción de Glutamato Ye-Ye, una de las formaciones seminales en el catálogo de DRO. Los músicos congregaron a cuantos amigos fueron capaces de reunir, hasta cerca de 80, y les encomendaron que visitasen todas las tiendas de discos de Madrid preguntando una y otra vez con fervor por su disco. Los jefes de compras de estos comercios, sorprendidos ante tanta supuesta expectación, acabaron encargando muchos más discos de Glutamato de los que habrían solicitado en condiciones normales.
Esas argucias de librepensadores en tiempos de la Movida hoy invitan a la sonrisa o la añoranza. Julián Hernández, por ejemplo, aporta el texto del contrato con el que Siniestro Total se incorporaron a la factoría DRO: “La empresa contratante propone hacer un disco. El artista contratado dice que vale, que sí”. No hicieron falta más firmas, trámites ni papeleos para que el cuarteto vigués se encerrara a grabar en octubre de 1982 su primer álbum, el espasmódico ¿Cuándo se come aquí?
Piñero, de 38 años y natural de Cartagena (Murcia), es una de las voces más reconocibles de La Ventana, en la Cadena SER, pero ha tenido que lidiar con las suspicacias de quienes consideraban osado un relato sobre un periodo histórico que no pudo conocer en primera persona. Son prejuicios a los que se le suma el sambenito del síndrome del impostor, otro clásico contemporáneo de la misoginia sobre el que su compañera de emisora Emma Vallespinós acaba de concebir un ensayo muy revelador, titulado No lo haré bien: Cómo aprendimos las mujeres a no confiar en nosotras mismas. Pero el mismo Paco Gamarra, testigo o protagonista de muchas de aquellas andanzas, refrenda “el valor histórico, minucioso y documental” del relato. Y desde la tranquilidad que aporta su discreta condición actual de “asesor discográfico”, alejado ya de las responsabilidades ejecutivas, tiene clara su prioridad si ejerciera aún como directivo. “No sé cuál será el recorrido futuro de esos ritmos urbanos a los que prestan ahora mismo tanta atención”, admite, “pero mi primer gran fichaje sería el de una gran banda de rock”. “Ese es un género eterno, que ha tenido y tendrá siempre sus partidarios, y al que la industria discográfica actual está descuidando de manera evidente”.
Babelia
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