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Bob Dylan en Madrid: huraño, resiliente y único

La leyenda de la música, de 82 años, ofreció un soberbio concierto aunque torturara a sus fans al no interpretar ninguno de sus temas clásicos

Bob Dylan, en Hyde Park, Londres, el 12 de julio de 2019. En su concierto en las Noches del Botánico no permitió sacar fotos.Foto: DAVE J HOGAN (DAVE J HOGAN/GETTY IMAGES) | Vídeo: EPV
Carlos Marcos

Salió al escenario a las 21.45 y se marchó a las 23.30. En total, 105 minutos en los que no dijo ni hola ni adiós. Masculló tres o cuatro “gracias” aquí y allá. No interpretó ni Like a Rolling Stone, ni Knockin’ On Heaven’s Door, ni Blowin’ in the Wind, ni Hurricane. En definitiva: no sonó ninguno de sus clásicos. Tampoco sopló su emblemática armónica. Exigió que le pusieran el piano (el único instrumento que tocó) a cuatro metros de distancia del borde del escenario, donde se refugió durante toda la noche. ¿Era Bob Dylan o su reflejo? Quién lo sabe. Y, a pesar de todo lo dicho, fue un concierto de peso, con mucho que contar y destellos de brillantez. Ocurrió anoche en el inicio del ciclo musical Noches del Botánico, en Madrid, y fue el primer concierto de una gira que tendrá 11 fechas más en España (la siguiente este mismo jueves, de nuevo en este escenario). Llovió mucho justo antes de empezar. Pero el agua cesó en cuanto la leyenda de Duluth comenzó a cantar. 2.200 personas, todas sentadas, agotaron las entradas.

Hay que comentar que esta crónica se ha escrito de extranjis, porque el maestro no permitió las acreditaciones de prensa ni para fotógrafos ni para cronistas. De ahí que la imagen con la que ilustramos la pieza date de 2019, de su concierto en el Hyde Park londinense. No queda otra. También se prohibieron los móviles, que todos los espectadores introdujeron en unas bolsas precintadas que solo se abrieron al cesar la música.

No desea Dylan que se cuente lo que ocurre en sus recitales en una actitud esquizoide que proporciona más excentricidad al personaje. Pero aunque él no quiera, hay que narrar a este Dylan crepuscular, nada complaciente, íntimo, bluesero, avejentado (82 años), en alguna fase incluso juguetón. Ofreció un concierto básicamente de blues basado en su último trabajo (el jugoso Rough and Rowdy Ways, 2020) y sin apenas mirar hacia atrás. Y resultó cálido y hasta divertido. Se hizo acompañar de una buena banda (batería, dos guitarras, bajo y otro músico que tocaba la steel guitar y el violín) que rodeó al protagonista y permaneció casi siempre estática, sin quitar ojo a las manos del jefe. En algunas fases se vivió un desarrollo instrumental destartalado, un alivio en una época donde los conciertos ya vienen del estudio con un sonido tan perfecto como poco natural. Anoche fue al revés: surgían desajustes, fallitos, improvisación. Cosas normales que pasan cuando hay humanos al mando. Él, siempre al piano, de pie, cantando, aunque cuando no tenía que utilizar la voz aprovechaba para sentarse unos segundos y descansar. Pero se le vio en forma a sus 82 años. Todos firmaríamos sus cifras: toca una media de 100 conciertos anuales.

El escenario fue sobrio, con un telón marrón al fondo y poco más. Los músicos salieron vestidos de negro y tan solo unas luces al fondo rompían con la penumbra general. Ni pantallas ni mandangas. Dylan planteó un espectáculo como si estuviese pintando en un lienzo el cuadro de su vida. Habló de musas, de jinetes negros que cabalgan por un camino angosto, de hombres solitarios que echan de menos a aquella chica que le rompió el corazón, de cruzar el Rubicón a pesar de los riesgos que conlleva el otro lado… Dylan contó anoche la historia de Dylan en el plano más íntimo. Como canta en la letra I Contain Multitudes, tema de su último disco que ofreció en la primera parte del concierto: “Interpreto las canciones de la experiencia como William Blake y no tengo que pedir disculpas porque todo está fluyendo”.

Hay que hablar de su voz, llena de matices, con esas inflexiones suyas habituales, tan imitadas y con unas asperezas que confieren a la vez hermosura y verdad. A pesar del desgaste se mostró pletórico. Atravesó los blues con una voz robustamente resiliente. En ocasiones parecía llegar a los espectadores una bruma adusta. Era su voz suplicante en la vejez y llena de humor mordaz.

Incluyó en el repertorio casi todo su último trabajo, Rough and Rowdy Ways: temas como Black Rider, Goodbye Jimmy Reed, Key West o la preciosa Mother of Muses. Y luego canciones picoteadas de discos como Nashville Skyline, del que hizo To Be Alone With You; John Wesley Harding, del que desgranó I’ll Be Your Baby Tonight, o Slow Train Coming, donde eligió Gotta Serve Somebody. Realizó solo una versión, Not Fade Away, de Buddy Holly, que sonó retozona y en la que algunos aseguraron que vieron a Dylan balancear la cabeza, divertido. Podría ser...

Una china en el zapato

No lo puso nada fácil el veterano músico, y eso fue lo interesante, una actitud que sus fans, acostumbrados a los caminos empinados, asumen como parte de su devoción a la leyenda. Para Bob Dylan sería extremadamente sencillo interpretar un puñado de clásicos, mostrarse simpático en el escenario, prepararse algún discurso lleno de lugares comunes e incluso sonreír. Pero él no pertenece a este mundo mortal y bienqueda; tampoco quiere parecerse a Mick Jagger o Bruce Springsteen, que dan al público lo que desea. No: Dylan es una china en el zapato, incómodo, antipático, que te va a hacer sufrir y te va a hacer replantearte por qué demonios un gasto de 120 euros por estar ahí, bajo la llovizna, esperando a que toque un Like A Rolling Stone que nunca llegará. Y, sin embargo, merece mucho la pena. A estas alturas de su carrera ya no se juega nada cuando se sube a un escenario. Se juega ser consecuente consigo mismo. Y lo es.

Terminó el concierto con Every Grand of Sand, un tema notable del flojo disco Shot Of Love, de su etapa cristiana. Un salmo ni mucho menos escogido al azar donde recita: “En el momento de mi confesión, en la hora de mi más profunda necesidad, cuando el charco de lágrimas bajo mis pies inunde cada semilla recién nacida, hay una voz moribunda dentro de mí que llega a alguna parte”. Qué sensacional final: la voz moribunda que llega a alguna parte. Anoche a 2.200 privilegiados. Quedan 11 fechas; si pueden, no se lo pierdan.

Justo a la salida del recinto, un músico callejero se puso a interpretar temas de Dylan. Algunos espectadores se quedaron a escuchar Mr. Tambourine Man. Fue lo más cerca que estuvieron de disfrutar de una canción clásica de Dylan.

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Sobre la firma

Carlos Marcos
Redactor de Cultura especializado en música. Empezó trabajando en Guía del Ocio de Madrid y El País de las Tentaciones. Redactor jefe de Rolling Stone y Revista 40, coordinó cinco años la web de la revista ICON. Es licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid y Máster de Periodismo de EL PAÍS. Vive en Madrid.

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