Bob Dylan compone sus ‘Hojas de hierba’
El músico publica un nuevo doble disco en el que abraza la épica lírica de Walt Whitman para dar cuenta del final de sus días y del rumbo de Estados Unidos
Bob Dylan (Minnesota, 79 años) ha llegado al último tramo de su vida con la fuerza y la lucidez necesarias para ofrecer una nueva revisión trascendental sobre sí mismo y sobre Estados Unidos. Rough and Rowdy Ways, su primer disco con canciones nuevas en ocho años, es un doble álbum que, más allá de contener la composición más larga de su carrera (Murder Most Foul) y otro buen puñado de estampas impresionistas bajo los preceptos de la música que le definió, surge como una especie de testamento personal. Un muestrario que, desplegado con la rudeza de un sonido añejo y la poética de su autor, se despliega como un canto a su vida y a la de su país, indisolubles uno de otro desde que el creador de The Times They Are a-Changin’ cogió una guitarra. Imprevisible y esquivo, Dylan ha compuesto sus propias Hojas de hierba, el gran relato con el que el poeta Walt Whitman cantó a la Nueva América.
Son canciones murmurando una memoria. Casi parecen letanías.
A mediados del siglo XIX, Whitman buscaba una nueva identidad americana y, ahora, Dylan también lo hace. Rough and Rowdy Ways comienza con I Contain Multitudes, una canción que es un guiño al Canto a mí mismo de Whitman. Es el primer y más reconocible elemento de un álbum que abraza la épica lírica instaurada por el poeta del sombrero, con más de la mitad de las composiciones superando los seis minutos y extensas narraciones. Dylan, músico también con sombrero y ganador del premio Nobel de Literatura, celebra la vida, pero su mayor tema es la muerte, que planea como un ave nocturna por las canciones. En I’ve Made Up My Mind to Give Myself to You canta: “Espero que los dioses se apiaden de mí”. En Mother of Muses afirma: “Ya he sobrepasado de largo lo que me tocaba vivir”. Y en Crossing The Rubicon se enfrenta al Armagedón, al final de los días, con sus “huesos temblando de ira” y en un carro en el que ha pintado: “Abandono toda esperanza”. Cruzar el Rubicón, el río que era la frontera natural entre los romanos y los galos y que cruzó Julio César para enfrentarse a la República, implica dar el paso decisivo, asumir el último riesgo.
Como en Hojas de Hierba, aparecen en Rough and Rowdy Ways infinidad de personajes, pero se trata de una historia íntima, del desarrollo de una mentalidad y de su relación con el mundo. Dylan cita desde héroes personales como Elvis Presley, Buddy Holly y Jimmy Reed hasta compañeros de generación como Beatles, Rolling Stones y The Who, pasando por nombres de la cultura del siglo XX como Ana Frank, Freud, Marx y Martin Luther King o mitos de masas como Indiana Jones, Al Pacino y Marlon Brando. El músico hace de aglutinador de la cultura popular. Y como siempre, en sus canciones está su relación con el mundo. Su mentalidad y su intimidad responden a lo que en ellas habita. De esta forma, en Goodbye Jimmy Reed agradece al guitarrista de blues eléctrico Jimmy Reed haberle proporcionado una religión.
Esa religión es a la que Dylan es fiel. Whitman definía su poesía como religiosa, afirmando que el papel del poeta es tan sagrado como el de un sacerdote en la comunidad. En el poema Crossing Brooklyn Ferry reflejaba su figura en el agua con un halo alrededor de la cabeza. En otros guiños a Hojas de hierba, Dylan compone Crossing The Rubicon mientras que Goodbye Jimmy Reed remite al Goodbye My Fancy!, donde Whitman también habla del tiempo que se acaba y la hora de la separación.
Es música anticomercial, fuera del contexto actual, alejada de los sonidos que se filtran hoy por las ondas
Los rhythm and blues recreadores de las esencias de Sun Records, primera casa de Elvis Presley y cuyas grabaciones tanto fascinan a Dylan, son la parte menos interesante del disco. Efectivos y cantados con socarronería, False Prophet, Goodbye Jimmy Reed y Crossing The Rubicon suenan a temas conocidos y pecan de exceso en el ejercicio de estilo. Desde que debutase en 1962 con un álbum oscilante entre el folk de Woody Guthrie y el blues Josh White, Dylan ha usado siempre melodías tradicionales como receptáculos para sus propias letras.
En esta etapa crepuscular de su vida, iniciada con Time Out of Mind (1997), las herencias han sido a veces tan evidentes como cuestionables. Si en Earl Roman Kings, de Tempest, lo hacía con el riff de Muddy Waters de Mannish Boy, por ejemplo, en False Prophet tiende un hilo directo con el bluesman Billy The Kid Emerson y Goodbye Jimmy Reed con el propio Reed.
Conviene atender más a la música sedosa del resto de composiciones, música que casi se desvanece en el aire mientras la voz de Dylan canta (o recita) con gravedad . Oscura y de recursos justos, su voz tiene una mejor presencia ahora que hace 15 años, cuando se estiraba forzada en varias ocasiones frente a una instrumentación más fuerte en álbumes como Love and Theft, Together Through Life y Tempest. La etapa de revisión de standards de jazz y swing, en la que publicó hasta cinco discos de versiones entre 2015 y 2017, le ha servido de laboratorio para encontrar un lugar más adecuado a su voz con una instrumentación más minimalista. Despojando de efusividad al Great American Songbook (Gran Cancionero Americano), Dylan buscó concienzudamente atmósferas sombrías, como fantasmales, con finas steel-guitars, tímidas cuerdas acústicas y pianos espectrales. Es música anticomercial, fuera del contexto actual, alejada de los sonidos que se filtran hoy por las ondas y los móviles, desprovista de cualquier intención de epatar en unos tiempos donde priman la novedad y la tecnología.
“Nuestro mundo está ya obsoleto”, sentenció Dylan al historiador Douglas Brinkley en la entrevista publicada por The New York Times el pasado 12 de junio, la única concedida para este disco. Hay mucho de anticuado en el sonido al que ha llegado Dylan a sus 79 años y, sin embargo, como un experto ceramista, intenta descubrirle un brillo nuevo. Adentrarse en aquellos standards con tanta determinación le permitió experimentar con un sonido entre ligero y tenebroso, una neblina particularísima. Tras la Segunda Guerra Mundial, el Great American Songbook nutrió con sus arreglos majestuosos de sueños y emociones nuevas a todo un país. Con su contención instrumental, la música de Dylan en el siglo XXI se presenta como un murmullo de aquella época. Sí, son canciones murmurando una memoria. Casi parecen letanías.
Cuando Whitman publicó Hojas de hierba y renovó la épica tradicional, puso el marco de los poetas en su tiempo actual. Lo mítico, lo sagrado y lo histórico dejaron paso a las tribulaciones del hombre con la naturaleza. El espíritu del poeta, para Whitman, respondía al espíritu de su país. La nueva épica trataba de “emprender un viaje perpetuo” con su entorno. El título del disco, Rough and Rowdy Ways, debe su nombre a la canción de Jimmie Rodgers, nombre esencial en la construcción de la música popular norteamericana y primera estrella del country, antes incluso que Hank Williams. Una composición que habla de vagar, de dejarlo todo por “los rudos caminos”. El álbum de Dylan está repleto de referencias al viaje, algo habitual desde Time Out of Mind, pero que ahora parecen incrustarse con más fuerza y sentido hasta esa travesía última, cruzando el Rubicón, que espera al final del disco con la preciosa Key West (Philosopher Pirate) (“Donde quiera que viaje, donde sea que deambule”) y Murder Most Foul, una epopeya que resume su vida y el siglo XX desde el asesinato de John F. Kennedy. Black Rider es un góspel lóbrego que es toda una seña de identidad al respecto. Y, con todo, el viaje perpetuo forma parte de la identidad de Dylan desde su origen. Es la filosofía del judío errante convertido al cristianismo detrás del Never Ending Tour (la gira interminable), su gran expresión artística, una plataforma para las cualidades únicas del espectáculo donde los discos no son puntos de referencia. Ni siquiera los grandes discos como Time Out of Mind o Modern Times. Quizá tampoco este último. Y quizá ninguno más.
En pleno viaje, Rough and Rowdy Ways, como Hojas de hierba, descubre su yo real (o el que nos deja ver Dylan) en medio de la epopeya de ese acontecimiento que es la democracia americana. El músico cierra con Murder Most Foul, dedicada al asesinato de John. F. Kennedy, como el poeta del XIX hizo con ¡Oh, Capitán! ¡Mi Capitán!, la elegía al asesinado presidente Abraham Lincoln. Y lo hace sin olvidar a la fuente de mayor fertilidad literaria en su lengua.
En su juego socarrón con su propia leyenda en vida como artista capital del siglo XX y quizá por incordiar más aún a sus detractores, el único músico galardonado con el premio Nobel de Literatura en 2016, comienza y acaba el disco con referencias directas a William Shakespeare. “Hoy, mañana y ayer también / Las flores están muriendo como todas las cosas”, canta en la primera estrofa de I Contain Multitudes, evocando el famoso soliloquio de Macbeth. Murder Most Foul, título de la monumental canción que cierra el álbum, acaba tras casi 17 minutos de música narrada con esa cita clásica de Hamlet: “El asesinato más vil”. Shakespeare, padre de Whitman, padre de las letras anglosajonas universales, como principio y fin de todo, pero también como modelo. Peter Ackroyd, que escribió una voluminosa biografía de Shakespeare, describía al dramaturgo británico como una esponja que absorbía todo lo que estaba a su alcance. Whitman también era así. Y Dylan hace igual. Su música se nutre de todo lo que está a su alcance.
Key West (Philosopher Pirate) es la mejor canción del disco y la que hace que, junto a Murder Most Foul, subyazca mejor una idea motor de Hojas de hierba. Una idea del Yo y el Nosotros. Del poeta respondiendo al espíritu de su país. Confirmaba Dylan en la entrevista en The New York Times que Murder Most Foul, y por consiguiente el resto del disco, “no era nostálgica” ni “una glorificación del pasado”. Afirmaba que “habla del momento presente”.
Situada al final del primero de los dos discos, Key West (Philosopher Pirate), entonces, dice muchísimo. “Nací en el lado equivocado de la vía del ferrocarril”, se lee en sus versos. “Como [los escritores beat] [Allen] Ginsberg, [Gregory] Corso y [Jack] Kerouac”, prosigue. “Si buscas la inmortalidad, sigue la señal de la autopista”, canta un Dylan que, si de joven recorrió la Ruta 61 del blues en Highway 61 Revisited para poner patas arriba la música popular, ahora está recorriendo la Ruta 1, la primera de las grandes rutas de EE UU, la que une el país de norte a sur, o de sur a norte, y que conecta con docenas de carreteras. La ruta que va desde Fort Kent (Maine) a Key West (Cayo Hueso en su nombre en español), en la punta más meridional del país, ciudad isleña, parada de cruceros y lugar de retiro de presidentes estadounidenses con su Little White House, pero también de escritores como Ernest Hemingway y Tennessee Williams. El lugar que “está en la línea del horizonte”, ese trocito de tierra que une el Sur y el Norte, que conecta al país. La identidad americana planeando en el propio viaje y en el propio autor, “tratando de captar esa señal de la radio pirata”, la misma con la que Dylan se alimentó de niño, la misma señal que defiende en su disco y que viene defendiendo en su última etapa como músico, toda esa imagenería del blues, folk, country, R&B, bluegrass, góspel y doo-wop. Toda esa pre-era del rock contracultural, de la que él es embajador y que sostuvo los sueños de su nacimiento como artista.
Tras Key West (Philosopher Pirate), llega en el segundo disco una sola canción: la epopeya de Murder Most Foul. La más fantasmal de las canciones fantasmales del último Dylan. La que suena en los primeros compases como un gran barco zarpando. La oda con más de 75 músicos y canciones citadas. La más litúrgica. La letanía que “habla del presente”, refiriéndose al pasado. La canción que abre con el asesinato del presidente Kennedy en 1963, el “día que vivirá en la infamia” en un país que “mata en el altar del sol naciente”.
La canción que, en definitiva, empieza cuando se asesina a la identidad americana promulgada por Walt Whitman. Hojas de hierba era la épica hacia una identidad humanista y de fraternidad después del asesinato de Lincoln, después de la Guerra Civil americana, cuyas heridas nunca se cerraron, con Sur y Norte enfrentados en su visión de nación y sociedad. Murder Most Foul, que hace referencia a la Nueva Frontera de Kennedy que instaba a revitalizar esa identidad americana de progreso social, cierra en la última estrofa citando dos canciones asociadas a la Guerra Civil americana: Marching Through Georgia y The Blood-Stained Banner. Es una gesto intencionado de Dylan para señalar las mismas heridas llevadas al presente cuando Donald Trump y el supremacismo blanco reviven los fantasmas del pasado. Cuando el país vuelve a encontrarse en la encrucijada de su propia historia.
Con su voz como una columna de ceniza, Dylan recita en una canción que empieza con el asesinato de una identidad, justo cuando también nace su propia estrella como artista. Dylan lo deja cuando comenzó a ser músico y lo deja preguntándose cómo él y toda una generación de la que fue parte esencial, una de sus voces y conciencias, no vio venir, o no quiso ver venir, que todo desembocaría en otro asesinato. Cómo todo volvería a una especie de Guerra Civil. A este “America First” trumpiano asesinando la América de Whitman. “Manteneos a salvo, manteos atentos”, dijo Dylan en un mensaje escueto al adelantar la epopeya que cierra finalmente Rough and Rowdy Ways. Si el barco de la identidad americana se hunde, o zarpa más allá de la línea del horizonte de Cayo Hueso, hay una verdad incontestable: Bob Dylan está dentro. Este doble disco, estas Hojas de hierba, se antojan, por tanto, como un último canto para esa última vez en la que pueden florecer las lilas en el jardín.
Babelia
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