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Café Perec
Columna
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Nada, excepto eso, la vida

Muchas mañanas, a modo de calentamiento previo, he rescatado a ciegas del cuarto oscuro un tomo al azar y lo he releído hasta que me ha entrado un irrefrenable deseo de escribir

El escritor Franz Kafka alrededor de 1905.
El escritor Franz Kafka alrededor de 1905.Getty Images
Enrique Vila-Matas

La otra cara de la Feria se ha quedado en casa, en mi biblioteca de cuarto oscuro. Iluminación y penumbra. Me acuerdo de Alberto Savinio que, muy descontento de las enciclopedias, acabó escribiendo una para sí mismo. Una maniobra por el estilo es la que me ha llevado a colocar mis libros favoritos en un cuarto oscuro de casa. Allí, la luz es débil a propósito, lo que me permite sugerir que tal vez a mi biblioteca más personal, y a la literatura en general, puede que les siente mejor la oscuridad.

Muchas mañanas, a modo de calentamiento previo, he rescatado a ciegas del cuarto oscuro un tomo al azar y lo he releído hasta que me ha entrado un irrefrenable deseo, fuerte impulso de escribir. ¿Cómo lo diría? Salvando las insalvables distancias, un impulso comparable al de Kafka cuando expresó su deseo de convertirse en indio y cabalgar sin espuelas y sin cabeza de caballo. Su breve relato es de complicada trama gramatical y extraño empleo de los tiempos verbales, pero también el cuento más libre que he leído nunca: habla de cuando Kafka quería convertirse en Kafka.

No podría vivir sin esa selección de libros esenciales para mi ánimo, sin esa biblioteca de cuarto oscuro. Sin la oscuridad —decía Blanchot— no existiría la obra de arte. Ante la oscuridad, la misma obra no tiene importancia. Es más, toda la gloria de la obra y hasta el deseo mismo de una vida feliz en la luz del día son sacrificados a esa única inquietud: buscar en la oscuridad lo que la misma oscuridad, la misma noche, trata de disimular; ese vértigo o punto profundamente oscuro hacia el cual tiende el arte, el deseo, la misma noche y la muerte.

Entre los iconos de mi biblioteca de cuarto oscuro están ciertos libros que nos hemos de contentar con imaginarlos. Amélie Noury los nombra en su luminoso Cómo no he escrito ninguno de mis libros (Greylock): Tratado del dandismo, prometido por Baudelaire, o Vita nuova, prometido por Barthes. Y otros de los iconos del cuarto es, por supuesto, el oficinista Bartleby, el copista que inventara Melville y que representa la parábola por excelencia del origen de la literatura contemporánea; la historia de aquel “fósforo en la oscuridad” del que hablaba Faulkner, la poética del hombre exiliado en el mundo, del humilde escribiente que tanto me recuerda al Kafka que paseaba por toda Praga con su extraño abrigo de murciélago y su bombín negro. Y llegados aquí, ¿cómo no recordar al joven Kafka riéndose a carcajadas mientras leía en voz alta Jakob von Gunten, de Robert Walser? Y luego está Raymond Roussel, encerrado en sí mismo, en su caravana con las persianas bajadas, contemplando la luz increada que nacía dentro de él, dentro de su obra, entregada a un tipo de cibernética aplicada a la literatura y que produjo obras como Locus Solus. Y, por supuesto, la escritora con menos cibernética del mundo, Emily Dickinson, y su poesía intensamente secreta. Y Marguerite Duras, que dijo que la escritura llega como el viento, está desnuda, es la tinta, es lo escrito, y pasa como nada pasa en la vida, nada, excepto eso, la vida.

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