La feria de los nombres
En las ferias del libro en España, la gente pide a los autores que personalicen las dedicatorias con el añadido de una frase amable
Con ocasión de presentaciones en librerías o centros culturales, en la caseta de una de tantas ferias del libro, en fin, en los espacios habilitados para el caso, es habitual que los escritores dediquen sus libros a quien se lo solicite. En mi país de residencia predominan los lectores que se conforman con la firma del autor y piden que este consigne junto a la rúbrica el lugar y la fecha, como si de un documento oficial se tratase. En España la gente suele preferir que los autores personalicen las dedicatorias, con el añadido de una frase amable. Uno advierte que algunos nombres de pila se repiten con frecuencia: Javier y Mari Carmen, Antonio y María, y, según las regiones, ciertos nombres vernáculos. No está de más ayudarse de una hoja en blanco para consultar con el interesado posibles dudas ortográficas.
No sé los demás, pero yo siento una punzada de fascinación ante los nombres infrecuentes. Iba a escribir raros, pero hoy me he levantado con pocas ganas de faltar al respeto. ¿A quién tengo el gusto de dedicar el libro? A Dativo, a Petronila (“aunque todos me llaman Petro”), a Edu. ¿De Eduarda? No, de Eduvigis. De ordinario son personas metidas en años, aunque la vida gusta de deparar sorpresas. Más de una vez me he encontrado con nombres en mi propia lengua que nunca antes me habían entrado por la oreja. Mi fascinación es compatible entonces con el disimulado alivio de no llamarme así, aunque de rorro estuve expuesto al peligro, según confesión de mi señora madre. Poco faltó para que una ocurrencia paterna me condenase a cruzar este valle de lágrimas con un nombre equivalente a una piedra atada al cuello. Se me hace a mí que en algunas casas ponen más cuidado a la hora de nombrar a la mascota que a los hijos. Y no es que me rompa la tarde llamarme Dativo, por poner un caso. Es que yo he sido siempre más de genitivos.
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