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Desde el puente
Columna
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Cuando el kilo de pan pesaba 700 gramos

Miguel leía a Baroja como quien toma una pócima necesaria para sobrevivir y aquel verano descubrió que Baroja también había sido panadero

Foto de la Panadería Panacea, en Sevilla, en 2015.
Foto de la Panadería Panacea, en Sevilla, en 2015.PACO PUENTES (EL PAIS)
Manuel Vicent

El 1 de abril de 1952, día en que se conmemoraba la victoria de Franco, se promulgó un decreto por el que se suprimía la cartilla de racionamiento. El pan blanco comenzó a venderse libremente en las panaderías. Poco tiempo después, cuando Miguel con 18 años soñaba en secreto con ser escritor y leía a Baroja como quien toma una medicina, un amigo de la infancia tuvo que hacerse cargo de una de las tahonas del pueblo, debido a la muerte prematura de su padre. Durante las vacaciones de verano después de recorrer juntos en la vespa las verbenas y discotecas de la playa, al regresar de madrugada a casa, exhaustos, felices o derrotados, Miguel se quedaba muchas veces a ayudar a su amigo a hacer el pan nuestro de cada día, un trabajo que duraba hasta clarear el alba.

Había aprendido todas las artes del oficio. Primero había que encender el fuego en medio del horno con leña y ramas secas de arbustos del monte; después había que apartar las brasas hacia un rincón y limpiar la ceniza del suelo de barro cocido con paños mojados; mientras tanto la pastera circular ya rodaba en torno a un eje helicoidal que iba convirtiendo en una masa cada vez más compacta la proporción de agua, harina y sal con la correspondiente levadura. Al amasado le seguía la fermentación hasta doblar su volumen. Luego llegaba la división. Había que separar con una cuchilla cuadrada la porción exacta según su peso, lo que luego serían barras, vienas y hogazas. Era un tajo mecánico, intuitivo, que se hacía sin pensar. Miguel siempre acertaba con el tamaño.

Fueron veranos muy felices aquellos en que, después de bailar hasta las tantas canciones de amor y todo eso, en la boca del horno Miguel se creía un joven Hefesto, dios del fuego, y se preguntaba si eso de escribir sería también tan fácil como hacer rosquillas, como sucedía con algunos escritores. Fue una de aquellas noches cuando al final de una verbena junto al mar, mientras el vocalista cantaba Arrivederci Roma, Miguel recibió el primer beso de aquella muchacha cuyo nombre ya olvidado. Con el tiempo todo se desvanece, es cierto, olvidamos los nombres de las ninfas que hemos soñado; en cambio, Miguel recuerda todavía que fue aquella noche cuando un pequeño ratoncito blanco venía ya muerto en uno de los sacos de harina y mezclado con ella cayó en la pastera, donde fue amasado sin que ninguno de los dos amigos, tal vez un poco ebrios, se diera cuenta. El ratoncillo quedó horneado dentro de una hogaza sobre la cual Miguel, como siempre, había trazado con un punzón un triángulo que aparecería después en la corteza crujiente. ¿A qué clienta le tocaría en suerte la sorpresa como si fuera el premio del roscón de Reyes? A media mañana, una mujer llegó a la panadería gritando desaforada con la hogaza partida entre cuya miga asomaba el hocico con su bigote del ratoncillo blanco. Más allá del horror, algunos lo consideraron un milagro.

Corrían tiempos de plomo en que lo peor del hambre ya había pasado, pero la escasez y la miseria persistían. Puesto que el pan era sagrado y subirlo de precio podía suscitar una peligrosa protesta popular, el régimen franquista realizó un acto surrealista al proclamar por decreto que el precio del pan se mantendría intacto, pero que en adelante cada kilo pesaría solo 700 gramos. En el trabajo de Miguel en la panadería todo se reducía a alterar el golpe de la cuchilla con un pequeño quiebro de la muñeca sobre la masa para que se produjera ese prodigio.

Miguel leía a Baroja como quien toma una pócima necesaria para sobrevivir y aquel mismo verano en que el kilo de pan en España comenzó a pesar 700 gramos, descubrió que Baroja también había sido panadero. Había abandonado la medicina y durante siete años se había dedicado a regentar una panadería en la calle Capellanes de Madrid, que había heredado de una tía de su madre. Hacía su trabajo en un sótano muy sórdido; se levantaba a las once de la noche y mientras se horneaba el pan, a veces dormía en el suelo. Así se lo había contado un viejo erudito veraneante en el pueblo, un personaje barojiano que poseía una biblioteca de 5.000 volúmenes en su casona solariega y se carteaba con el propio Baroja, quien en una carta le comunicó que un día vendría de Madrid a visitarle. Miguel imaginaba a Baroja enharinado en la boca del horno, soñando tal vez con ser escritor. El erudito del pueblo había reformado su casona y había preparado una habitación para el gran día en que Baroja llegara. Pero el escritor iba posponiendo la visita hasta que aquel delirio literario se desvaneció. Con el tiempo todo se olvida, como canta Leo Ferré. A estas alturas de la vida Miguel no sabe si escribir consiste en hacer que se rebelen todas las balanzas y un kilo pese 700 gramos o en el milagro de que aparezca en medio del hambre un ratón dentro de una hogaza de pan blanco como en un cuento de hadas.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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