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Martínez de Pisón retrata los primeros años de la posguerra: “Son los más atroces de la España en paz”

El narrador publica ‘Castillos de fuego’, una ambiciosa y documentada novela que se adentra con realismo el Madrid brutal de aquella época

El escritor Ignacio Martínez de Pisón, en una librería de Madrid.
El escritor Ignacio Martínez de Pisón, en una librería de Madrid.Claudio Álvarez
Antonio Jiménez Barca

La última novela del escritor Ignacio Martínez de Pisón, Castillos de fuego (Seix Barral), es un retrato descarnado de un tiempo brutal en una ciudad devastada: la inmediata posguerra, de 1939 a 1945, en Madrid. La Guerra Civil acaba de terminar y el país, como recuerda el novelista, es un mundo maniqueo (aunque la novela no lo es), partido en dos, donde los vencedores se valen de la victoria para servirse de la ciudad como de un botín mientras los perdedores emplean todo su talento en tratar simplemente de llegar al día siguiente. El escritor, nacido en Zaragoza en 1960, eligió esa época, precisamente, por lo que tiene de bárbara: “Me fascina por lo atroz. Son los años más atroces de la España en paz. Está el deseo de venganza, las represalias, la represión, los fusilamientos. Y también las secuelas de la guerra, la miseria moral, el estraperlo…”. Añade que le extrañó comprobar que no hay muchas novelas sobre esa época. “Durante la dictadura no se podían escribir, evidentemente, no se podía contar con libertad. Y después, pues no interesó mucho, parece. Es extraño, porque esas épocas llenas de enfrentamientos y violencia atraen a los novelistas. Pero aparte de algo de Umbral y las obras de Almudena Grandes, no encontré mucho”.

¿Y por qué Madrid? “Porque Madrid es una metáfora del resto de España. Lo que está pasando en Madrid está pasando en el resto del país, solo que más concentrado y con más dramatismo por ser la capital. También es una ciudad que está en ruinas. Salvo el barrio de Salamanca y poco más, está destruida, lo cual lo hacía más interesante aún desde el punto de vista de la pura fotogenia. Además, es una ciudad que intenta restaurarse, reconstruirse a toda velocidad. También, como el país, trata de reconstruir la fractura social. Estamos hablando de unos años en los que Franco fusiló a más de 50.000 personas”.

Un grupo de viandantes cruzaba la calle de Alcalá aprincipios de los años cuarenta. Al fondo, a la izquierda, el edificio de Metrópolis, en la confluencia con la Gran Vía.
Un grupo de viandantes cruzaba la calle de Alcalá aprincipios de los años cuarenta. Al fondo, a la izquierda, el edificio de Metrópolis, en la confluencia con la Gran Vía. HERMES PATO (EFE)

Martínez de Pisón habla en una librería-café de Chamberí. Es un barrio que aparece mucho en la novela. “Es casi un personaje más, como en las novelas de Galdós”. Cerca de la librería, en lo que ahora es el estadio de Vallehermoso, se ubicaba un antiguo cementerio, el campo de las Calaveras, donde, en septiembre de 1945, una banda de pistoleros del PCE asesinó al dirigente comunista Gabriel León Trilla, acusado de no seguir las directrices del comité central, por entonces en el exilio. Es uno de los episodios reales que el escritor ha incorporado a la novela.

En un principio, Martínez de Pisón, cuando se decidió a retratar esa época negra en esa ciudad en ruinas, pensó en hilvanar una sucesión de hechos reales acaecidos a personas reales, como Trilla. Pero luego comprobó que para reflejar el oscuro ambiente de la época era necesario recurrir también a la ficción. De modo que Castillos de fuego mezcla sucesos que pasaron en realidad y tramas inventadas. Hay un antiguo miembro de las Juventudes Unificadas Socialistas (JSU) que al término de la guerra se pasa al otro bando, se vuelve un chivato, delata a sus antiguos compañeros y acaba de mando en la policía. Para su figura el escritor se inspiró en el conocido y siniestro comisario Roberto Conesa, jefe de la Brigada Político Social. Por el libro desfilan también profesores represaliados, madres solteras que acaban en la prostitución, guerrilleros empujados al maquis, modistillas abrumadas por la desgracia, estraperlistas aprovechados… “Son personajes con los que he tratado de representar el universo entero de entonces. El objetivo es que el lector, al acabar, tenga la sensación de que conoce esa época y que ha vivido esos años, aunque sea brevemente y por delegación”.

Pasión por el realismo

A todos los personajes les une la mala suerte de vivir una época excepcional y cruel que los marcará para siempre. “El gran tema de la novela tradicional es el choque entre los destinos individuales y colectivos. Y esto se ve a través de personajes como Cristina, la modistilla, hermana de un comunista fusilado, obligada a comportarse como un héroe. En el fondo es una chica normal que se pregunta todo el tiempo lo mismo: ¿Por qué tengo que vivir yo aquí, en esta época, por qué no puedo estar en otro sitio donde sea más libre y más feliz?”.

Durante los primeros años de su carrera, Martínez de Pisón despreciaba un poco la novela realista. Entonces escribía cuentos fantásticos, reunidos en volúmenes tempranos como Alguien te observa en secreto (1985) o Antofagasta (1987). “Yo entonces pensaba que el realismo era una cosa casposa. Pero ya a partir de mediados de los años noventa, con Carreteras secundarias, empiezo a escribir novelas realistas y descubro una pasión por el realismo. Y que, además, todos los escritores realistas que había leído me habían influido sin darme cuenta”. Para el narrador, este género está muy vivo y sigue siendo necesario: “Tú puedes leer novelas de hace 200 años y parecen recién escritas. Y eso es un privilegio de ese tipo de novela, de esta literatura. El realismo siempre ha tenido una vocación de crónica. No solamente da cuenta de unos personajes con sus conflictos personales, sino que aspira a reflejar un lugar concreto y una época. Esa parte de crónica estaba ya en la literatura realista del XIX. Creo que los novelistas tenemos que contar las épocas que nos ha tocado vivir. Yo he escrito mucho sobre la Transición. Nací en el 60, así que eran los años de mi adolescencia y de mi juventud. Y luego me di cuenta de que necesitaba contar épocas anteriores. De ahí Castillos de fuego”.

La novela, como toda buena crónica, está minuciosamente documentada. Para ello, el escritor leyó libros de memorias, volúmenes de historia y consultó cientos de artículos de internet. “Y durante los años en que la escribía leía el periódico del día… de aquellos años, de los años cuarenta, en hemerotecas digitales. Tenías que leer entre líneas, claro. Pero enseñaba mucho: venía eso de ‘sentencia cumplida’, que daba fe de los fusilamientos de ese día. O veías qué personas habían sido condenadas por el ‘delito de tasas’, o sea, por el estraperlo. O hablaba de las grandes celebraciones fascistas. Encontré cosas muy curiosas: hay un concurso de juguetes patrióticos, con muñequitos vestidos de requetés y cosas así, que sale en la novela y que saqué de un periódico de la época”.

—¿Y qué nos dice ese tiempo atroz a la sociedad actual?

—La novela no trata de la guerra, sino de un régimen autoritario con apoyos dentro de la sociedad, y eso es algo que estamos viendo ahora. Después de varias décadas de estabilización democrática y de convivencia pacífica, creíamos que las utopías totalitarias formaban parte del pasado. Pero esa pulsión totalitaria nos alcanza por todos lados. Lo vemos con Putin. ¿Por qué en un momento de la historia la sociedad cree que un régimen férreo y dictatorial puede ser la solución a los problemas?

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Sobre la firma

Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

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