¿Quién mató a la ‘groupie’?: cómo las fans enterraron el mito sexista y conquistaron internet
Un libro analiza el poder de los ejércitos de seguidoras de artistas y su capacidad para dictar las reglas del consumo cultural, el activismo político y el lenguaje virtual
Ni una sola mención a la groupie. Ni una vez se usa o cita esa palabra en las 320 páginas que la periodista de tecnología de The Atlantic, Kaitlyn Tiffany, ha escrito para explicar cómo el fenómeno fan se ha hecho con internet, con las reglas del consumo cultural y hasta con el lenguaje que todos —gente corriente, marcas, políticos y famosos— usamos en las redes.
Será porque en su ensayo, Everything I Need I Get from You. How Fangirls Created the Internet as We Know It (Todo lo que necesito me lo das: cómo las fans crearon el internet que conocemos, editado recientemente por Macmillan), rompe con el tópico condescendiente que describe a las groupies como simples chavalas en minifalda ansiosas por acceder al backstage de una banda de tíos. Lejos de esa mirada reduccionista, Tiffany narra cómo las fans se han hecho con el acervo de las redes sociales y el pulso de la conversación digital. Y, lo más importante, contextualiza por qué quien dicta las reglas de consumo cultural son precisamente esos ejércitos de seguidoras que en el pasado fueron reducidas a ejercer de mero accesorio masculino. Una era en la que la web 2.0 otorgó a la fan y a la comunidad LGTBQ+ (porque esto no solo lo han capitaneado las mujeres en soledad) la oportunidad de enterrar la losa de la mirada masculina y entronarse como un controvertido y poderoso agente de cambio social.
Dueñas del caos
“El fenómeno cultural del fandom [grupos de fans] e internet van de la mano: uno no se puede entender sin el otro. Han producido su estructura, pero también el caos. Y aunque se haya pasado por alto, las fans han modelado nuestro presente cultural, la política y hasta nuestra vida social”, advierte Tiffany en su libro, alertando de cómo ese poder transformador ha pasado inadvertido durante cerca de dos décadas por la crítica cultural.
Parte ensayo memorístico sobre el fenómeno One Direction —de ahí que el título del libro sea un verso de la canción I Want de la banda británica masculina— y parte crónica periodística, Tiffany aporta el contexto histórico y social a cómo las fans se han convertido en un poderoso culto imposible de ignorar. Uno que moldea y dicta cómo debe ser la cultura del entretenimiento, pero que también modula los ciclos de pensamiento político y social.
Entre el desgobierno y la disciplina militar, hoy en día el fandom puede trabajar tanto desde una vía progresista —ahí está la armada de las bandas coreanas, las llamadas kpopers, organizadas para sabotear los actos de Trump o boicotear a la extrema derecha para dar voz a Black Lives Matter— como desde una puramente reaccionaria —fans de Johnny Depp negando la credibilidad de las víctimas de violencia de género—. Y siempre sin olvidar una de sus vertientes favoritas, ser las mejores conspiracionistas. Cada cierto tiempo reviven las creyentes de Larry Stylinson, una teoría que asegura que entre Harry Styles y su compañero de banda Louis Tomlinson hubo una relación y aseguran tener “pruebas”. O el documento de Power Point convertido ya en biblia digital sobre el supuesto significado real de Melodrama, el segundo álbum de Lorde. Una sesuda investigación que aporta supuestas evidencias de que aquel trabajo fue el origen de la separación de su productor, Jack Antonoff, con su pareja en aquel momento, la directora Lena Dunham.
Atrás quedan aquellas imágenes intencionadamente burlonas de chiquillas frágiles, afónicas y arrebatadas, siempre al borde del colapso. Unidas, las fans urden vendettas más elaboradas que las de un don de Los Soprano. Y aunque ni se acerquen a los niveles de violencia y odio del #Gamergate (la mayor campaña de odio y misoginia digital vista), sus tácticas de acoso no son desdeñables. Como cuando el clan swiftie (fans de Taylor Swift) decidió que la crítica de la publicación digital Pitchfork hizo de Folklore, el álbum que la artista lanzó por sorpresa durante la cuarentena, que contenía dos frases de crítica constructiva, era una basura. Así que orquestaron una campaña de doxeo [revelar información personal sobre un individuo] contra Jill Mapes, quien la firmó, haciendo pública su dirección y aconsejándole que durmiera “con un ojo abierto”. O cuando el movimiento FreeBritney se manifestó en las redes y en las calles para exigir que Britney Spears fuera liberada de la tutela de su padre. O cuando la beyhive de Beyoncé —así se hace llamar su ejército de fans, por la sonoridad con el nombre de una colmena de abejas en inglés— concluyó por siete palabras en la canción Sorry y una foto de Instagram que la amante de Jay Z sobre la que cantaba Beyoncé tenía que ser la diseñadora Rachel Roy. Alteraron su página de Wikipedia, la afectada tuvo que cerrar su Instagram frente a las amenazas que recibió y hasta mandaron mensajes en masa a su hija de 16 años para ordenar que su madre bebiese lejía y se matase. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
“Twitter habla como una chica ansiosa”
Aunque, según Tiffany, “en 2022, la voz de Twitter es la de una chica ansiosa”, conquistar el tono del lenguaje digital no ha sido fácil. Basta con atender al “No hay chicas en internet”, el dicho que se originó en la comunidad gamer de Usenet en los 90, se popularizó en los foros de 4chan y Reddit y acabó codificado como la número 30 de Las Reglas de Internet, un documento que se ha ido pasando durante las últimas dos décadas y en el que esa negación del espacio femenino está por encima de la regla 14 (“Con los trolls no se discute”) y por debajo de la 34 (“Si existe, hay porno sobre eso”).
Las redes dieron capacidad y poder de opinión a las fans. Y el desembarco de actores, músicos y políticos en Twitter, así como la cultura del hashtag (una estrategia clave para dominar los ciclos de conversación), marcó un nuevo paradigma que ha cristalizado en la cultura stan —un anglicismo que une la palabra stalker (acosador) y fan—. Un culto que se organiza en base a tres influencias clave, según numera Tiffany en su libro: la ambivalencia emocional del Twitter absurdo (conocido como Weird Twitter), el aplanamiento de la esfera público-privada del Twitter de los famosos —que aportó un nuevo acceso y sensación de cercanía con los ídolos— y las entusiastas formas de comunicación del Black Twitter (el Twitter de la comunidad afroamericana) y el Twitter LGTBQ+, de cuya jerga, casi siempre en inglés sin importar el país desde el que se escriba, se ha apropiado el fandom con frases hechas pegadizas.
Sus cifras abruman. Tiffany destaca que en 2011, cuando Beyoncé anunció en directo su embarazo en los MTV Music Awards, se generaron 8.868 tuits por segundo en los instantes en los que se abrió la chaqueta, acarició su barriga y guiñó su ojo a la cámara. En 2012, Lady Gaga se convirtió en la primera persona en tener 20 millones de seguidores, gracias a su ejército de little monsters. El advenimiento de estrellas como Nicki Minaj, Dua Lipa, Ariana Grande y en España de fenómenos salidos de Operación Triunfo como Amaia o Aitana o el mismo Benidorm Fest, no ha hecho más que certificar lo que Tiffany sitúa en el mapa. Que “la estructura de las redes stan es lo que las hace sentir tan omnipresentes en Twitter: su jerga está en todas partes, sus tendencias ocupan siempre la barra lateral y su ira siempre recaerá sobre cualquiera que haga un comentario despreocupado sobre una cantante pop cuyo último sencillo crea que no es el mejor”. ¿Quién se atreve ahora a infantilizar a las superfans?
Dignificar a la ‘groupie’
“He intentado durante toda mi vida desestigmatizar a la groupie”, contaría Pamela Des Barres, el icono de los 70 en el que se inspiró el personaje de Penny Lane (Kate Hudson) de la película Casi famosos, cuando se cumplieron 20 años de la cinta. Des Barres fue la groupie por excelencia. Lideró la banda GTO bajo la supervisión Frank Zappa y formó parte de la órbita amatoria de Mick Jagger, Robert Plant, Jim Morrison o Jimi Hendrix, entre muchos otros. La que Gloria Steinem, icono del feminismo en EE UU, se negó a compartir plató con ella en un programa de televisión, a lo que Des Barres replicaría: “Me veían como una zorra sumisa, pero yo era una mujer que hacía lo que quería. ¿No es eso feminista?”. Fue el rostro de aquella generación de mujeres que fueron reducidas a un arquetipo puramente sexual por la intimidad que compartían con los artistas de su época. Mujeres a las que se negó la influencia que realmente ejercieron en su tiempo.
Motivo de fascinación y condena social a partes iguales, a la groupie nunca la dejaron reinar. “Para mí, las groupies parecían ninfas, criaturas de leyenda y mitología. Hermosas, sabias, poderosas. No pensé que hubiera nada de malo en ser una groupie; al contrario, eran asombrosas. Cuando me hice mayor, el feminismo complicó esto. Pero la groupie es una aventurera y no hay ninguna regla que diga que acostarse con músicos haga a una mujer de una forma o de otra”, defiende en un intercambio de correos electrónicos la periodista Lisa Levy, que acaba de publicar en la revista The Walrus el ensayo Las groupies merecen más. Un texto en el que reivindica que las superfans previas a la cultura digital también aportaron tanto a la cultura como los hombres a los que admiraban.
Levy rescata las memorias de Bebe Buell, amante de Todd Rundgren, Mick Jagger, Elvis Costello, Iggy Pop y Steven Tyler de Aerosmith, y los dos libros de Des Barres, I’m with the Band (1987) y Take Another Little Piece of My Heart (1992), para dignificarlas. “Los libros de groupies tienen un trasfondo crítico, pueden hablar de música tan bien como cualquiera de sus novios. Porque no eran solo cuerpos, también tenían gusto, y buen gusto. El tipo de gusto que hacía que la gente de la industria discográfica prestara atención a sus opiniones: estas mujeres que hicieron del fandom una vocación sabían lo que era bueno”, explica.
Una opinión que comparte Cristina V. Miranda, autora de La entusiasta (editorial dos manos, 2022), la novela en la que autoficciona su vida como melómana del indie español de principios de los 2000 y que busca reivindicar a esa figura que creció sin referentes femeninos sobre el escenario en los que reflejarse y “a la que la sociedad le dice: esto que te gusta muchísimo, esto que te fascina, resulta que tú no puedes hacerlo”.
A esta autora, que en la música ha hecho de todo menos tener un grupo (“he sido periodista musical, manager, booker, he tenido un sello, he dirigido festivales y trabajado en muchos de ellos”), le irrita que todo quedase reducido a un aspecto puramente sexual. “Es curioso que solo se considere groupies a las mujeres, cuando las consideradas estrellas de la música siempre han estado rodeados de acólitos de distinto tipo buscando más o menos lo mismo, acercarse a la creación musical, a un mundo al que no pueden acceder de otra forma”, apunta.
Y es ahí cuando hace hincapié en la figura del periodista musical masculino. “Ha sido una tónica generalizada del patriarcado musical, ese “yo sé y tú no”, ese dar más valor a un comentario de un tío que de una tía simplemente por el hecho de serlo. Si a las seis de la mañana encuentras en un camerino a dos tíos y a dos tías junto a un músico, la primera reacción será pensar que ellos están ahí para hablar de música con él y ellas para tirárselo”, aclara.
Para la autora de La entusiasta, “lo que permitió crear esa figura infantilizada y caricaturizada de la fan femenina fue poder relacionarse de manera totalmente tóxica en el plano afectivo con ellas”. Y en un nuevo escenario en el que el feminismo lo cambió todo en la última década para denunciar esos desequilibrios de poder, en el que las divas pop, el reguetón y el hip hop han destronado al ídolo rock, la superfan domina, para bien y para mal, un discurso digital en el que se ha resituado y ahora reina. Aunque ya nadie la llame groupie.
Babelia
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