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Morante de la Puebla es el mejor torero de la historia (o no)

Exageraciones, porfías, adhesiones y desaires al hilo de la pasión desatada por el torero sevillano en la Feria de San Miguel

Morante, la tarde del pasado 23 de septiembre, en La Maestranza.
Morante, la tarde del pasado 23 de septiembre, en La Maestranza.Pepe Morán
Antonio Lorca

Si una docena de corridas al cabo de todo un año provocara la conmoción y la posterior polémica que ha generado la celebrada el pasado viernes en Sevilla, nadie hablaría de crisis en la fiesta de los toros. Lo que sucedió en La Maestranza fue, ni más ni menos, que una catarsis, una suerte de transformación interior suscitada por una experiencia vital intensa. Eso fue, una circunstancia extraordinaria, sorprendente e inesperada de la mano de un artista que, sin saber por qué, se sintió inspirado a la caída de la tarde ante un toro que, minutos antes, había provocado el rechazo de gran parte de la plaza.

Pero no ha sido esta una ocasión única. El mismo torero ya protagonizó secuencias trascendentes la tarde del pasado 7 de mayo, durante la Feria de Abril, ante un toro sobrero de Garcigrande, exigente y encastado, al que cortó las dos orejas; y otro momento inolvidable se produjo el 1 de octubre de 2021, en la Feria de San Miguel, ante un inválido artista de Juan Pedro Domecq, al que también desorejó.

Tres tardes que dan fe del misterio que ha cimentado la tauromaquia a lo largo de más de tres siglos; que un día, a una hora, sin hoja de ruta conocida, surge esa chispa que es como un calambre que se esparce por los tendidos, hipnotiza a todos los presentes y les inyecta una suerte de felicidad. A partir de ahí, se admiten exageraciones, porfías, adhesiones y rechazos, que no son más que la savia que siempre ha dado vida a la fiesta de los toros, enferma hoy de aburrimiento y desgana.

El mérito de Morante es reivindicar la tauromaquia como un misterio, descifrarlo y decirlo delante de todos

Ese es el gran mérito de Morante de la Puebla: reivindicar la tauromaquia como un misterio, descifrarlo y decirlo delante de todos. Pero los misterios son inexplicables y no están sujetos a las leyes mundanas, ni a reglamentos, ni a tradiciones ni exigencias. Es una simple y compleja cuestión de fe. Después de la corrida del pasado viernes, la taberna moderna, esa peña tecnológica de las redes sociales ha echado humo entre partidarios y detractores, entre aficionados que aún siguen bajo los efectos alucinantes de la pócima morantista, y otros que se ha sentido ofendidos por lo que consideran una blasfemia contra el toreo.

Pues ni lo uno ni lo otro. Vamos a ver. El toro de los Hnos. García Jiménez, Derribado de nombre, era un típico juampedro por familia, hechuras, bravura y nobleza; es decir, un animal diseñado y criado para el triunfo de las figuras de hoy. Fue protestado de salida porque parecía renqueante de los cuartos traseros, pero no era un inválido y moribundo; después de unos titubeos iniciales, cumplió en el caballo, persiguió en banderillas y llegó a la muleta con el alma bonachona y la vida prendida con alfileres. Un toro moderno.

El detalle innovador es que tuvo delante a un artista imprevisible, y entre los dos crearon una obra sugerente, intensa, emotiva, y tan imperfecta como adictiva. Una faena que conmueve o molesta, produce urticaria o eriza la piel.

Fernando Robleño, ante el toro de José Escolar, el pasado 18 de septiembre en Las Ventas.
Fernando Robleño, ante el toro de José Escolar, el pasado 18 de septiembre en Las Ventas.Alfredo Arévalo

A partir de aquí, carecen de sentido las comparaciones, las posiciones radicales, los amores o los odios extremos. Morante de la Puebla es el mejor torero de la historia, han proclamado algunos. No, hombre, no. El mejor son muchos, cada cual en su momento histórico y en la conexión de su tauromaquia con el público. Morante puede ser el mejor torero de la historia de un aficionado de hoy, que no es poco, pero es imposible compararlo con cualquier otra figura de antaño. Ha habido tantos y tan grandes que la simple proclamación suena a herejía.

“Yo me quedo con Fernando Robleño ante un torazo de José Escolar en Madrid. Eso es el toreo eterno para mí. Lo de Morante para ustedes”, afirmaba otro. Las opciones son válidas, pero odiosas las comparaciones. Robleño dibujó el pasado día 18 en Las Ventas la faena de su vida y una de las grandes obras del año, y Morante, otra, igualmente grande, personal y diferente. El arte es incomparable.

“Todos los que califican como hecho grandioso la faena de Morante al inválido cuarto participan activamente en extender la idea de que el toro es un acompañante, no la base del espectáculo”, apuntaba un tuitero, y no le falta razón, no en lo del animal inválido, que no lo era, sino en la pérdida de protagonismo del toro en la tauromaquia moderna.

Sin ánimo de comparación, ¿cómo era el toro de la España de la posguerra civil con el que Manolete forjó su leyenda? Lo dicho no pretende justificar el injustificable golpe de estado contra el rey toro por parte del taurinismo actual, sino amparar el axioma de que los toreros legendarios están por encima de las modas e, incluso, de las normas.

Fernando Robleño y Morante, autores de las dos grandes faenas del año, no admiten comparación

Es verdad que la faena de Morante hubiera alcanzado otra dimensión ante un toro de encastada nobleza, -como el citado de Garcigrande en la pasada Feria de Abril, pero este de Hnos. García Jiménez fue material idóneo para narrar otros vértices de su particular sentido de la pasión artística. La locura que se produjo el pasado viernes en La Maestranza hay que vivirla para sentirla y hacerla propia; y cuando el espectador se deja atrapar por ese hilo invisible, se le nubla la razón, y es el sentimiento lo único que brota.

En consecuencia, no desprende la misma intensidad la vivencia presencial de un espectáculo tan efímero e imprevisible como el toreo en su esplendor que leerlo, escucharlo o visionarlo en un vídeo posterior. No es lo mismo. Hubo aficionados que se quejaron de que no sacaran a hombros a Morante por la Puerta del Príncipe; no había cortado tres orejas —razón normativa—, ciertamente, pero quien es capaz de transfigurar una tarde de toros en algo mágico (caso, también, de Robleño en Madrid) tiene derecho a que se le abran de par en par las puertas del toreo.

“Coincidir en el tiempo con un torero así es un privilegio”, apuntaba un tuitero. “Me he despertado con la faena de Morante en la cabeza”, bostezaba otro. “¿Ha llegado el toreo a su culminación artística con la faena de Morante?”, se preguntaba un tercero.

Entonces, ¿es Morante el mejor torero de la historia? Seguro que no, pero qué más da. Ojalá otros como él y Fernando Robleño fueran capaces de componer una docena de obras de arte como las suyas. Sería la mejor prueba de que el corazón de la tauromaquia palpita con energía..


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Antonio Lorca
Es colaborador taurino de EL PAÍS desde 1992. Nació en Sevilla y estudió Ciencias de la Información en Madrid. Ha trabajado en 'El Correo de Andalucía' y en la Confederación de Empresarios de Andalucía (CEA). Ha publicado dos libros sobre los diestros Pepe Luis Vargas y Pepe Luis Vázquez.

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