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Del aplauso no se come: los problemas de los creadores para llegar a fin de mes

La gran mayoría de los artistas de todos los sectores se ven obligados a compaginar su oficio con otras actividades vinculadas a su disciplina o incluso totalmente ajenas ante la imposibilidad de vivir de su profesión

Tommaso Koch
Arde Bogota concierto Madrid
Antonio García Vázquez, durante un concierto de Arde Bogotá en Madrid, en septiembre de 2021.Andrea Comas

La cultura a menudo llena el alma. Casi nunca, sin embargo, el estómago de quien la genera. Lo dicen los propios artistas cada vez que se les pregunta. Lo confirman los números, en cualquier informe. Y lo sentencia la realidad de un sector donde una ínfima minoría paga sus gastos gracias a sus obras. En España hay cientos de cineastas, dramaturgos, escritores, músicos, fotógrafos, pintores o programadores de videojuegos. Pero poquísimos podrían poner solo eso en su tarjeta de visita. “La norma es que no se suele vivir de lo que genera la actividad artística. E incluso hablamos de gente que recibe premios y es puntera”, resume el abogado Roger Dedeu, del despacho Gabeiras y experto en este ámbito. Siempre se dice que el trabajo de creador es extraño. He aquí su peor peculiaridad: recibe más aplausos que dinero.

Con suerte, los artistas compaginan su oficio con actividades vinculadas a su disciplina: sobre todo, la enseñanza. Los escritores suelen impartir conferencias o firman en prensa. A los directores de cine les encargan videoclips o anuncios publicitarios. Y un dibujante puede sacar más ingresos de unas cuantas páginas ilustradas para EE UU que de su novela gráfica en España. Aunque otros deben aguantar con lo que encuentren. “En el cómic hay muchos que se sacan una oposición, algunos son cocineros, oficinistas, camareros…”, tercia David Rubín (Ourense, 44 años), uno de los escasísimos historietistas que se mantienen gracias a sus proyectos. La respuesta, pasando de un sector a otro, no varía. Al igual que la trayectoria típica: vocación, entusiasmo juvenil, primeros estrenos o publicaciones, algo de dinero y subidón. Pero, también, mucha precariedad. Y, tarde o temprano, una encrucijada: la vida avanza, los años pasan y de la pasión no se come.

“Uno de los dos trabajos se acaba por imponer: o te la juegas con el que te da menos ingresos, u optas por el sentido común”, reflexiona Antonio García Vázquez (Cartagena, 26 años), líder del grupo Arde Bogotá. Él mismo está a punto de atreverse con la primera opción: ya no músico y abogado, solo lo primero. “El punto de inflexión ha sido algo tan burdo como poder pagarme el alquiler. Y mi edad. Con 36, la ecuación sería muy diferente”, relata. El por qué lo añade Marta C. Dehesa, abogada y gestora cultural especializada en propiedad intelectual: “Más allá de los 40, se tira muchísimo la toalla, sobre todo las mujeres. Y más de la mitad de creadoras no son madres”.

Una viñeta de 'El héroe', de David Rubín.
Una viñeta de 'El héroe', de David Rubín.

“La cultura es una palabra comodín que se usa a placer por distintas fuerzas políticas, sobre la que no hay un compromiso colectivo porque no interesa, desde las fuerzas económicas, más que como producto de consumo”, denuncia la guionista y escritora Yaiza Berrocal (Llinars del Vallès, 31 años), que ha debutado con la novela Curling (H&O, 2022). En esa distopía laboral, basada en su propia experiencia como acomodadora del Liceu en Barcelona, denuncia las técnicas de uberización en el ámbito cultural. Para Berrocal, “asociar artista con precariedad” es parte del imaginario y “quizás una de las razones de que se perpetúe, eso de que siempre ha sido así”.

Defensora de la renta básica universal, para Berrocal sobrevivir en las artes es una cuestión de clase. “Supongo que si vives de rentas o tu familia tiene dinero, puedes invertir tiempo en labrarte un lugar en el ámbito creativo. Si no es el caso, probablemente acabes autoexplotándote hasta el límite para hacerte un hueco. Si lo consigues, vivirás con la ansiedad de no perderlo, y si no, con la depresión de haber fracasado. A no ser que rechaces por completo este medio, que es individualista hasta el extremo, y pienses que hay que inventarse otra cosa que nos contemple a todos”.

Los números y el reparto

Las cifras no animan a crear cultura. El 41,3% de los cineastas europeos apenas filmó una película entre 2003 y 2017, según un estudio del Observatorio Audiovisual Europeo. El 88 % de los músicos ingresan menos del salario mínimo interprofesional anual (14.000 euros), como mostró un reciente informe de la Unión de Músicos. Y una encuesta de la Asociación Colegial de Escritores concluyó que solo el 7,5% de los entrevistados se dedica únicamente a ese oficio. Cambia el sector, no la desolación. Ni la frustrante sensación de que los intermediarios devoran el pastel cultural y solo quedan las migas para el creador.

En el sector editorial, un escritor se lleva entre el 10% del precio de venta —en el mejor de los casos— y un 5% o 6% que le consta a Rubín que se está ofreciendo. Del resto, un 15% suele ir a la editorial, un 30% a la librería y lo demás a la distribuidora. El autor, eso sí, suele recibir un adelanto: alguien como Rubín puede conseguir unos 10.000 euros. Para un cómic que le cuesta al menos ocho o 12 meses de trabajo. No da ni para ser mileuristas, y para España es muy buen adelanto. La tónica habitual de tebeos está de 3.000 para abajo. Tienes que calcular cuánto te va a durar, qué trabajos puedes hacer por medio…”, agrega.

En un concierto, los músicos pueden llegar a llevarse el 70% de la recaudación, según el líder de Arde Bogotá. Aunque en el streaming la cosa cambia. Y se condensa en aquella secuencia del filme Begin Again, donde la compositora interpretada por Keira Knightley pregunta a los señores de una discográfica: “Si mi álbum vale 10 dólares y lo ofrecemos online, sin intermediarios, ¿por qué vosotros os quedáis con nueve?”. Y eso pese a que la reciente directiva europea del copyright, que España transpuso con un decreto ley, obliga a los Estados a impulsar mecanismos que faciliten el trazado, la transparencia y la revocación del uso del catálogo de un creador en la red.

La fotógrafa Elena Plaza, en una imagen de su serie 'Autorretratos confinados', que tomó durante el encierro por la pandemia.
La fotógrafa Elena Plaza, en una imagen de su serie 'Autorretratos confinados', que tomó durante el encierro por la pandemia. Elena Plaza

A ello se añade, en todos los sectores culturales, el riesgo. Cualquiera puede entenderlo pensando en su propia rutina: sería como ir a la oficina cada mañana confiando en que, en algún momento a saber cuándo, se vaya a recibir una retribución adecuada a las horas y el esfuerzo. ¿Cuántos aguantarían? Porque, además, los entrevistados rompen el estereotipo del creador que solo se vuelca cuando le visita la inspiración. “Esa idea del artista al que le viene la musa y se tira 12 horas pintando es falsa. Nunca he visto a gente más dispuesta al trabajo que en este sector. Y, además, la ejecución de una canción es muy distinta de una relación laboral tradicional. Has tenido que formarte e informarte. El músico no se sienta y escribe. La prueba de eso son los archivos de los artistas: ahí se ve lo que se ha leído, las versiones que han pintado de un cuadro o la cantidad de recortes de prensa que tenía para un párrafo. Eso es el trabajo”, afirma Roger Dedeu. “Me levanto entre 5.30 y 6 de la mañana, trabajo, llevo a mi hija al cole, sigo toda la mañana, paro a comer, y continúo. A veces hasta la cena. Suelo andar entre ocho y 10 horas diarias”, comparte Rubín. Y lo hace, él como todos, a la espera de unos ingresos que en ese momento desconoce.

“Ese impasse entre que el proyecto se crea y llega a la gente hace que sea difícil vivir de ello”, sostiene Antonio García. “Si has conseguido negociar unos buenos derechos y el libro funciona, en teoría poco a poco puedes ir recuperando parte del dinero y del tiempo que le has dedicado. Pero eso sucede una vez cada cinco años”, argumenta el ilustrador Kike de la Rubia (Madrid, 42 años), que en 2017 para mejorar sus ingresos fundó la Escuela Minúscula, y ha pasado en cinco años de 18 a 100 alumnos.

En busca de soluciones

Para solucionar tantos problemas, las propuestas se acumulan: sentarse a una mesa con los intermediarios y renegociar el porcentaje sobre las ventas que se lleva el creador; formar a los artistas para monetizar y profesionalizar sus carreras; dar poder jurídico a las asociaciones profesionales para que puedan actuar como sindicatos y denunciar, por ejemplo, contratos abusivos. Y más ayudas públicas. Porque hace años que en los Presupuestos Generales del Estado la cultura no supone ni el 0,5% del gasto total. Y aunque las artes aportan un 2,4% al PIB español (un 3,4% si se suman las actividades vinculadas a la propiedad intelectual), reciben de la Administración central, autonómica y local fondos que representan el 0,06%, 0,10% y 0,30% del PIB respectivamente, según el anuario de estadísticas del Ministerio de Cultura y Deporte, referido a 2019. El producto interior bruto es, por otro lado, una forma cada vez más cuestionada de medir la creación. Y, desde luego, insuficiente. “Cuando unos niños van al Reina Sofía y les explican el Guernica tiene un impacto. Cuando la asociación Música en vena lleva las melodías clásicas a los pacientes de la UVI, también”, apunta el abogado Dedeu.

Aun así, hace tiempo que a las artes, y sobre todo al cine, se les pegó la etiqueta de “subvencionados”. Aparte de más respeto y consideración, al Gobierno el sector pide el desarrollo completo del Estatuto del Artista, que el ministro de Cultura y Deporte, Miquel Iceta, ha prometido terminar este año: deberá proteger a nivel fiscal, laboral y de seguridad social un sector que oscila entre periodos intensivos y otros sin apenas actividad. Y donde el 66,8% del empleo es asalariado, frente al 83,9% del mercado en general, y el 93,3% de lo que las estadísticas llaman “empresa cultural” oscila entre ninguno y cinco empleados.

Un momento del videojuego 'UNEpic', desarrollado por Francisco Téllez.
Un momento del videojuego 'UNEpic', desarrollado por Francisco Téllez.

“Lo más común en los videojuegos son empresas de tres a nueve personas. Necesitan dinero y lo que suelen hacer es pedir un préstamo. Intentan que a un publisher (editor) le guste la idea que han tenido para que financie el proyecto”, apunta Francisco Téllez (47 años, Barcelona), desarrollador de obras como UNEpic. Es decir, se suele buscar más apoyo económico en el ámbito privado que en las instituciones. Entre otras cosas, porque los estudios se enfrentan a unas normas que todavía se están adaptando al sector, al que se ha empezado a mimar hace pocos años. La primera ayuda pública considerable no llegó hasta 2018. Y apunta Mauricio García (43 años, Sevilla), director de The Game Kitchen, que “era muy parecida a las que se otorgan en cine, cuando esto es muy distinto y tiene otros tiempos”. Los obstáculos para poder optar a estas subvenciones las hacen tan poco atractivas que su estudio prefiere obviarlas: se lo pueden permitir, tras haber conseguido unas ventas notables a nivel mundial con Blasphemous (2019). “Hay que exigirle a las empresas editoras un volumen de inversión en producción nacional”, agrega Téllez.

Elena Plaza, madrileña de 47 años, es otra trabajadora en dos frentes. Fotógrafa. Y, también, en Telefónica. O, más bien, al revés. Porque a su pasión le dedica “fines de semana y vacaciones”, y los ingresos que ha tenido por la fotografía han venido con encargos publicitarios o bodas. Por sus imágenes de autor, en cambio, recibe dinero de forma esporádica. “En España no se vende fotografía porque está considerada un arte menor, en cambio, en Francia es normal comprar en galerías. Además, se ha puesto de moda que las galerías te cobren por exponer, junto al porcentaje que se quedan por pieza vendida”, agrega. Hace unas semanas pudo montar una muestra en Eibar (Gipuzkoa). “Fue una angustia, 15 días acostándome a las cuatro de la madrugada y luego tenía que ir a trabajar”. Por ello, afirma que las Administraciones deberían ceder espacios donde los fotógrafos puedan exponer. Confía en que el proyectado Centro Nacional de la Fotografía, en Soria, ayude a mejorar la situación.

También tiene esperanzas en ese nuevo espacio Iris G-Merás (Oviedo, 43 años), que con ocho años pidió una cámara de fotos a los Reyes Magos. Psicóloga de formación, trabaja en orientación laboral, que combina con tareas de gestión en festivales de fotografía. Se formó en cursos y talleres, y en uno de estos comprendió su lugar cuando oyó a Rafael Sanz Lobato, premio Nacional, hablar del “fotógrafo aficionado, el que ama la fotografía aunque sepa que no le va a dar beneficios”.

Lo sabe bien el dramaturgo José Ramón Fernández (Madrid, 60 años). Pese al Premio Nacional de Literatura Dramática en 2011 por La colmena científica o El Café de Negrín y a que sus textos se han estrenado en importantes escenarios españoles, nunca ha dejado su empleo fijo en el Instituto Nacional de las Artes Escénicas. Fue jefe de prensa del Centro Dramático Nacional y ahora trabaja en el Centro de Documentación de las Artes Escénicas y de la Música. “Hubo momentos en los que sentí tentaciones de dedicarme solo a la escritura, etapas en las que de pronto te pones de moda y te surgen muchos proyectos. Pero eso había implicado hacer muchas cosas que quizá no te apetecen tanto. De los derechos de autor es difícil sacar un sueldo medio estable y hay que complementarlo haciendo versiones, impartiendo talleres. Decidí mantener mi trabajo para poder elegir de verdad mis proyectos de escritura”, explica.

Una imagen del proyecto 'Edén', en el que trabaja actualmente la fotógrafa Iris G-Merás.
Una imagen del proyecto 'Edén', en el que trabaja actualmente la fotógrafa Iris G-Merás.iris g-meras

Novedades

Lo mismo, al fin y al cabo, les sucede a sus compañeros de profesión: ni los más conocidos tienen la escritura como único oficio. Unos cuantos dirigen y producen sus propias obras. Algunos, como Alfredo Sanzol o Juan Mayorga, son directores de teatros públicos. Berrocal, en todo caso, invita a no dotar de épica la supervivencia de los creadores. “He tenido algunos trabajos precarios que no romantizo en absoluto y me impedían tener la cabeza para escribir nada”, declara, y propone: “Valorizar el trabajo cultural es muy importante. Eso quiere decir salir del modelo productivo e individualista en el que a menudo lo enmarcamos. Una inversión pública amplia, fuerte, que se fije en las iniciativas pequeñas y colectivas de alcance comunitario, más allá de la producción de contenidos continua a la que nos aboca el capitalismo”.

Se abre aquí otro aspecto del problema. Para seguir todas las novedades, en España habría que consumir cada día 1,2 películas en salas, ocho tebeos y unas 47 novelas —según datos de 2020 del Anuario de Estadísticas Culturales del Ministerio de Cultura y Deporte y de la Guía del Cómic—. ¿Se produce arte en exceso? Los entrevistados tienden a contestar que no. Y que nadie debe truncar los sueños de un creador. Aunque Kike de la Rubia sí plantea una autocrítica: “Estamos en el auge de autores de ilustración cuya obra es un único libro. La ilustración tiene un punto un poco naif, poder ver tu libro publicado, enseñarlo, estar contento y olvidarte de lo demás. Su vinculación con la profesión es solamente estética. Pero contribuye a que las empresas puedan coger cualquier cosa por dos duros. Y entonces la gente que se dedica a esto tiene que negociar con más dificultades”.

Sin embargo, la principal responsabilidad, según los artistas, vuelve a ser de los intermediarios: lamentan que lanzar películas, libros o espectáculos uno tras otro responde al intento de productoras y editoriales de dar con un éxito —o varios pequeños— que cubra los gastos. El enloquecido ritmo de novedades, además, significa que el esfuerzo de un año de un creador dispone de apenas unos días para triunfar. Si no, ya le cubrirá el siguiente. “Si una persona no lleva mucha trayectoria, saca su segunda obra y no se le da la oportunidad, se acaba y ya está. Yo tuve que esperar a mi cuarto libro para hacerme conocido”, tercia Rubín.

Acostumbrados a las tormentas, los artistas se han visto arrollados por la pandemia. El confinamiento disparó su prestigio, porque todo el mundo encerrado en casa acudía a la cultura. Pero también secó aún más sus cuentas. Aunque el coronavirus también trajo una buena noticia, como señala Dedeu: hay que ir a buscarla en la disposición final decimoquinta de la ley 14/2021, de 11 de octubre, sobre medidas de apoyo a las artes frente a la crisis sanitaria. Ahí se lee: “Se considera a la cultura, a todos los efectos, bien básico y de primera necesidad”. El abogado interpreta que esas palabras conllevan una “serie brutal de obligaciones para la administración pública”. Porque el mensaje está claro: ahora un libro o una película valen igual que el pan. Imprescindible. Como los que lo hornean.

Con información de Manuel Morales, Raquel Vidales, Raúl González y Noelia Ramírez.

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Sobre la firma

Tommaso Koch
Redactor de Cultura. Se dedica a temas de cine, cómics, derechos de autor, política cultural, literatura y videojuegos, además de casos judiciales que tengan que ver con el sector artístico. Es licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad Roma Tre y Máster de periodismo de El País. Nació en Roma, pero hace tiempo que se considera itañol.

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