Múnich ríe y se emociona gracias al talento de Barrie Kosky
La reposición de ‘La mujer silenciosa’ de Strauss y el estreno de un nuevo montaje de ‘La zorrita astuta’ de Janáček cosechan aplausos interminables en la Ópera Estatal de Baviera
Al final de La mujer silenciosa, una de las óperas menos frecuentadas de Richard Strauss, su protagonista, Sir Morosus, se tumba para dormir por fin en paz después de que se haya puesto largamente a prueba su aversión no solo a cualquier forma de ruido, sino también de música. De hecho, en su última intervención, solo en el escenario, comienza cantando: “¡Qué hermosa es realmente la música! ¡Pero lo es más aún cuando deja de sonar!”. En la última escena de La zorrita astuta, el guardabosques se queda dormido en el bosque, sonriendo, mientras asiste maravillado al espectáculo de la constante renovación de la vida, ya sea en el sucederse de las estaciones, los días o las generaciones, tanto de seres humanos como animales, protagonistas en un plano de igualdad de esta ópera incomparable de Leoš Janáček.
El destino, o una mente muy despierta, ha querido que una y otra se hayan representado en días consecutivos en Múnich, uno de los grandes puntales operísticos de Europa, con dirección escénica en ambos casos de Barrie Kosky. La mujer silenciosa es una reposición de una antigua producción que se dio a conocer originalmente en el festival de verano de 2010. La zorrita astuta, en el nuevo montaje del australiano, se ha estrenado, en cambio, este domingo, con una sala cuyo aforo dejan reducido las actuales restricciones vigentes en Baviera a tan solo la mitad de su capacidad (y hasta la semana pasada se permitía ocupar únicamente el 25% de las butacas). Esta es una de las grandes ventajas de un teatro de repertorio, que puede propiciar confluencias y contigüidades que resultan imposibles en un teatro de temporada, donde los títulos se suceden con mayor o menor acierto, pero jamás coinciden en el tiempo.
La feracidad creativa de Barrie Kosky no conoce límites. Hace menos de un año, el 14 de marzo de 2021, sin público en la sala, se estrenó aquí en Múnich su nueva puesta en escena de una ópera muy vinculada a este teatro: El caballero de la rosa, de Richard Strauss. Dos meses después le llegó el turno a El gallo de oro en la Ópera de Lyon, que viajaría a finales de julio al Festival de Aix-en-Provence, donde el día 1 de ese mismo mes se había desvelado a su vez su original recreación de Falstaff, cuyo protagonista se veía convertido gracias al ingenio del australiano en un refinado gastrónomo, mientras que el Berliner Ensemble estrenó en agosto su nueva propuesta escénica de Die Dreigroschenoper, de Bertolt Brecht y Kurt Weill. No es de extrañar que Kosky (bien recordado entre nosotros por su divertidísimo montaje de La flauta mágica, programado tanto en Madrid –en dos ocasiones– como en Barcelona) haya decidido dejar su puesto de intendente de la Komische Oper de Berlín, porque semejante derroche de hiperproductividad casa mal con las responsabilidades administrativas.
La mujer silenciosa fue la primera y única colaboración entre Richard Strauss y Stefan Zweig. Su sino se vio marcado por la llegada al poder de los nazis, que no podían ver con buenos ojos que, muerto Hofmannsthal, su mayor compositor nacional pusiera música al texto de un autor judío. Para colmo, la Gestapo interceptó una carta del compositor a su libretista en la que Strauss mostraba una aparente desafección al régimen y confesaba estar actuando con disimulo, no con convicción. La ópera logró estrenarse, a trancas y barrancas, el 24 de junio de 1935 en Dresde, ninguneada por los jerarcas nazis, que la prohibieron inmediatamente después, sin que nunca haya logrado tener el reconocimiento que merecen sus muchísimas cualidades. Zweig se inspiró libremente en una comedia de Ben Jonson, acercando su argumento al de Don Pasquale de Donizetti, pero conservando muchos otros rasgos propios. Un viejo y acaudalado almirante ya retirado, Sir Morosus, no puede soportar el ruido como consecuencia del trauma que le dejó una terrible explosión vivida en acto de servicio. Su fiel ama de llaves espera que algún día se fije en ella, pero es el barbero quien ingenia una trama para casarlo con la mujer del sobrino del protagonista, Henry Morosus. Aminta, cantante de ópera, finge ser sumisa y callada cuando es una simple pretendienta, pero se vuelve rebelde, volcánica y lenguaraz después de que contraigan matrimonio. El divorcio es tan fingido y paródico como lo había sido la boda, pero uno y otra sirven para que el viejo les deje su dinero a cambio de recuperar el silencio y la calma que tanto ansía.
El montaje de Barrie Kosky se desarrolla virtualmente sin escenografía. Un pequeño tablado en el centro (que se abrirá al comienzo del tercer acto, dejando caer sonoramente centenares de monedas, trasunto del dinero que el viejo almirante tiene escondido en el sótano de su casa) deja al descubierto todas las tripas del fondo y los laterales del escenario. Sobre él, la cama de Sir Morosus y, en el segundo acto, las perchas con el traje de los novios y la tarta nupcial. No hay más. El resto, un finísimo trabajo actoral, tanto individual como de conjunto, un virtuosístico vestuario y el enorme acierto de convertir a la compañía de ópera de la que forman parte Henry y su mujer, Aminta, en un completo desfile de personajes operísticos presentados con rasgos muy reconocibles para el observador atento: Violetta Valéry, Cio-Cio-San, Rigoletto, Brünnhilde, Floria Tosca, Wotan, Escamillo, Lucia di Lammermoor, Lohengrin, Sir John Falstaff, Canio el payaso, Salomé con la cabeza de Jokanaán en la mano... Delirante, como lo es también la escena en que aparecen los viejos compañeros de armas de Sir Morosus decididos a celebrar su boda envueltos en escayolas y desplazándose en sillas de ruedas manejadas por enfermeras.
Richard Strauss, el archiburgués que componía obras maestras geniales en horario de oficina, demostró con La mujer silenciosa el mismo talento para la comedia que ya había exhibido en algunas escenas de El caballero de la rosa. La música es efervescente, ágil, ingeniosa, un perfecto envoltorio de seda para el libreto ideado por Stefan Zweig. El único lunar de la representación, nada menor, es la elección del cantante que encarna a Sir Morosus, Franz Hawlata, que ya estrenó la producción en 2010. Además de ser un actor muy limitado, es un cantante enormemente tosco, con una voz leñosa, que pasa apuros tanto por arriba como por debajo de la endiablada tesitura que le reserva Strauss, con un Do y un Re cavernosamente graves por completo inalcanzables para su compatriota. Hawlata, con una línea de canto enormemente irregular y una emisión poco grata, se sitúa en las antípodas de Hans Hotter, el inigualable recreador del personaje en este mismo teatro y en el Festival de Salzburgo. Brenda Rae como Aminta deja la misma impresión que en sus diversas actuaciones en el Teatro Real (la más reciente, como el personaje protagonista de Partenope de Handel): una cantante muy profesional y una actriz muy obediente, pero en exceso superficial y que no acaba de conectar ni con la esencia del papel que encarna ni con el público. Es mucho mejor la completísima prestación de Daniel Behle como el sobrino o el magnífico barbero (aquí reconvertido en masajista personal) al que da vida Björn Bürger, muy aplaudido por el público.
Del resto del reparto destacó la Carlotta de Tara Erraught, desternillante en la escena en que Sir Morosus conoce a sus tres pretendientas: mascando chicle, hablando en dialecto y moviéndose con enorme desparpajo, se hizo más que acreedora a los calurosos aplausos que cosechó al final. Excelentes también los tres hombres de la troupe operística (Christian Rieger, Tijl Faveyts y Tareq Nazmi, transmutados en Wotan, Escamillo y Rigoletto), encargados asimismo de dar vida a los curas con tripas prominentes que ofician y deshacen la boda con profusión de latinajos y una actuación sobresaliente. Las tres horas y media que dura la representación, dirigida musicalmente con corrección pero sin genio por Stefan Soltesz, se pasan en un vuelo, la mayor parte del tiempo con una sonrisa en la boca. Así define Barrie Kosky Die schweigsame Frau, un título olvidado a reivindicar: “Es una ópera sobre un hombre que odia el sonido, un hombre que odia la música, un hombre que odia la ópera. Es una ópera sobre un hombre que odia violines, flautas, trompetas, pífanos, contrabajos, instrumentos de percusión, campanas de iglesia, mujeres cotorras, extranjeros, cantantes de ópera, personas que cantan por dinero, castrados, payasos, comediantes y cualquier forma de italianidad. Hemos situado a nuestro protagonista en un mundo que oscila inestablemente entre Mel Brooks, los Teleñecos y el barrio de Josefstadt en Viena”.
Leoš Janáček tenía 70 años cuando se estrenó en Brno La zorrita astuta, la misma edad que Richard Strauss cuando compuso La mujer silenciosa (otro motivo para que formen una pareja perfecta). Un desaforado amor extramatrimonial por una mujer mucho más joven que él, con la que intercambió centenares de cartas y cuya fotografía presidía su escritorio, desató con una efervescencia inusitada un talento dramático que había eclosionado por primera vez en su ópera Jenůfa. Sus cuatro últimas óperas son indisociables de su relación platónica con Kamila Stösslová y la más original de todas ellas es sin duda la que basó en lo que ahora llamaríamos una novela gráfica aparecida por entregas en un periódico de Brno. Janáček vio en la historia de Rudolf Těsnohlídek todo aquello que le interesaba: una reflexión sobre el amor, sobre el otoño de la vida, sobre la muerte, sobre el ciclo irrefrenable de la existencia. Con su propio libreto, La zorrita astuta no se aparta de las características esenciales de gran parte de su producción operística: obras breves, concisas, en tres actos, que rara vez sobrepasan la hora y media de duración, a pesar de lo cual son abrasadoramente intensas y susceptibles de emocionar aun a los enemigos más acérrimos del género.
Janáček consigue siempre que parezca que sus personajes no están cantando: la música que escribe para ellos es casi sin excepción silábica y se ajusta como un guante a los ritmos naturales del habla. Que se expresen por medio del canto no suena a artificio, como tantas veces se tiene la sensación cuando asistimos a una ópera, sino que se diría que se trata de una forma absolutamente natural de comunicarse. Uno de los pasatiempos predilectos del compositor era transcribir los ritmos y las alturas que cualquiera de nosotros emplea espontáneamente al hablar. Antes de componer La zorrita astuta, se preocupó también de anotar las alturas y los ritmos del canto de los animales, especialmente de los pájaros, en sus paseos por el campo al amanecer. Todo ello confluye en esta ópera única, en la que animales y humanos se comunican con normalidad, con personalidades intercambiables, y en la que los temas eternos de la ópera –el amor y la muerte– se abordan de una manera única, con una sencillez teñida de profundidad filosófica, con sorpresas constantes (¿existe algún otro libreto de ópera que cite la Anábasis de Jenofonte?) y con uno de los finales más originales y extraordinarios de la historia de la ópera. No es de extrañar que el monólogo del Guardabosques se interpretara en el funeral del compositor, tal y como al parecer había deseado el propio Janáček: lleno de nostalgia por cómo rememora un amor juvenil e impetuoso ya lejano, es a un tiempo un canto a la vida, con su ancestral capacidad para regenerarse, y una aceptación de la muerte.
El otro gran protagonista de la ópera es el tiempo, que pasa ante nuestros ojos de manera apenas perceptible, pero incontestable. Conocemos a la protagonista, la zorrita, cuando no es más que un cachorro y vamos asistiendo sucesivamente a sus juegos y travesuras infantiles, a su enamoramiento, a su primera experiencia del amor físico, al nacimiento de su prole y, por fin, a su muerte violenta cuando Harašta le dispara cruelmente con su pistola por la espalda. Las acciones puramente humanas discurren en paralelo, pero también se solapan con las de los animales, que sienten, cantan y bailan como nosotros. En una carta a su adorada Kamila, Janáček calificó su ópera, aún sin componer, como “una creación alegre con un final triste; y estoy empezando a ocupar yo mismo un lugar en ese triste final. ¡Y es ahí a donde pertenezco!”. Fue por eso, quizá, porque era consciente de su vejez y de que su vida se acercaba a su último tramo, por lo que añadió él mismo en el libreto la muerte de su protagonista, ausente en el relato original de Těsnohlídek.
Barrie Kosky ha declarado que La zorrita astuta trata de “la vida y la muerte, de la melancolía y el éxtasis, de seres humanos y animales”. Antes de que suene el extraordinario preludio orquestal, mientras doblan unas campanas, vemos a un grupo de personas, todas vestidas de negro, alrededor de una fosa en la que alguien acaba de ser enterrado. Todas se van excepto el guardabosques. Del interior de la tumba, que dará mucho juego a lo largo de toda la ópera como espacio del que emergerán muchos de sus personajes, saldrá poco después la zorrita, una niña pequeña que no para de bailar y reír despreocupadamente, una escena idéntica a la que veremos justo al final de la ópera, como ese ciclo perfecto de vida y muerte, alegría y tristeza, que nos cuenta el australiano, que presenta el bosque como una sucesión de distintas cortinas formadas por tiras de diferentes colores y con formas diversas que, al reflejar la luz, producen constantes irisaciones al moverse. Todo sucede delante o detrás de este bosque de luz en permanente metamorfosis concebido por Michael Levine, el prestigioso escenógrafo, que confiere un aire onírico, como de cuento de hadas, a toda la representación. La tendencia a los colores oscuros solo se rompe con el amarillo chillón de la hilarante escena de las gallinas, que Kosky plantea casi como un pequeño número de cabaret en el que todas acaban descabezadas y descuartizadas, o con el rosa que acoge la extraordinaria escena de amor entre la zorrita y el zorro, convertida luego por el australiano en una cópula colectiva (parejas de piernas, unas encima de otras, que asoman discreta pero visiblemente entre las cortinas a diferentes alturas) coronada por simbólicos estallidos de confetis blancos: el humor marca de la casa, raramente ausente en los montajes del australiano, cuyo abuelo polaco era un payaso.
La zorrita astuta es una ópera coral, plagada de pequeñas intervenciones de seres humanos y animales, y en la que solo hay dos papeles destacados, que bordaron Elena Tsagallova como la zorrita y Wolfgang Koch como el guardabosques. La primera realiza un completo despliegue de agilidad física que contribuye a hacer creíble su personaje y canta en todo momento con absoluta naturalidad, provocando que surja una empatía inmediata con cuanto dice y hace. El segundo, que, al contrario que Hawlata, sí posee una voz de bajo-barítono de enorme calidad y potencialidad expresiva, compone un guardabosques cargado de nostalgia, envejecido por la edad y por el dolor, pero capaz aún de maravillarse ante el espectáculo inagotable de una naturaleza en permanente transformación. Hace unos meses le oíamos encarnar a Hans Sachs en esta misma sala y ahora ha vuelto a emocionarnos a todos con su enorme musicalidad y su sabiduría escénica. Es de esos cantantes que llenan por sí solos un enorme escenario y atraen como un imán todas las miradas.
En su debut en la Ópera Estatal de Baviera, Mirga Gražinytė-Tyla ha dejado una excelentísima impresión. Su reciente, y doble, maternidad la sitúa en una posición privilegiada para conectar especialmente con esta obra, en la que decide resaltar en todo momento su poderosa esencia poética. Con gestos muy plásticos, jamás rígidos, ni bruscos, ni repetitivos, ni hueros, irradia una enorme autoridad y encuentra siempre la respuesta justa en la orquesta, que rinde a su extraordinario nivel habitual. La zorrita astuta es pródiga en pasajes puramente orquestales, para los que Kosky encuentra siempre el perfecto correlato escénico (además de sacarse de la manga varios elocuentes silencios) y en los que Gražinytė-Tyla sabe dar en todo momento con el tempo justo y el color tímbrico ideal. Para rizar el rizo de la perfección, la lituana podría haber resaltado más el componente humorístico de la propia música (que también existe) y el australiano debería haber intentado mostrar de manera más explícita el cambio de las estaciones y de las horas del día entre los diferentes actos, un elemento fundamental de la concepción de Janáček: la escena final, por ejemplo, pide a gritos un atardecer otoñal, en la línea de Im Abendrot, el último de los Vier letzte Lieder de Strauss, no un escenario nocturno, aunque es evidente que la intención primordial de Kosky ha sido la de cerrar el círculo, volviendo al mismo lugar y la misma luz que en el enterramiento imaginado con que se abrió la ópera.
Del extenso reparto, aparte de los dos principales protagonistas, fue especialmente ovacionada al final, con todo merecimiento, la soprano Angela Brower, que da vida al zorro en otro gran alarde de credibilidad y soltura escénica. Niños (que cantan exactamente los papeles que quería Janáček), adultos, orquesta, coros adulto e infantil, equipo escénico al completo, orquesta y directora musical fueron todos aplaudidos larguísima y generosamente, sin una sola muestra de disensión y con caras de inmensa satisfacción en toda la sala. Los tres actos de la ópera se interpretaron, con gran acierto, sin interrupciones ni descansos y se tradujeron para todos los presentes en una hora y tres cuartos (Janáček es el maestro de la concisión sustancial) de absoluta felicidad.
La zorrita astuta debería enseñarse y explicarse en todos los colegios (hay una magnífica versión abreviada en inglés en forma de película de animación publicada por la BBC). Y seguro que haría las delicias y daría no poco que pensar si esta misma filmación se proyectara en una residencia de ancianos. Es una ópera de la que todos pueden aprender algo y que contiene hasta una arenga política a favor de un mundo mejor y más igualitario. Barrie Kosky consigue además que, sin perder su esencia filosófica ni su abrumadora carga nostálgica, afloren también sus elementos humorísticos, su ingenuidad o ese “éxtasis” con que él la define y que es un elemento muy presente en su vida: On Ecstasy es justamente el título de un librito publicado en 2008 en su Australia natal y en el que él mismo decició incluir elementos autobiográficos y explicar cómo afronta su trabajo de la mano de ejemplos concretos: sus montajes de The Dybbuk, Le Grand Macabre, Der fliegende Holländer, Lohengrin, Tristan und Isolde. Sobre el final de esta última escribe: “Oír la melodía naciendo de la boca de la cantante. Tocar la melodía según viaja por el espacio. Oler la melodía al tiempo que flota a tu alrededor. Saborear la melodía mientras se sumerge en tu propio cuerpo. Haciendo de eco. Vibrando. Extático”.
Un Kosky mucho más experimentado se expresa también con gran franqueza en el diálogo que mantiene con Nikolaus Bachler en el libro que este publicó el año pasado, Sprachen des Musiktheaters. Dialoge mit fünfzehn zeitgenössischen Regisseuren, cuando abandonó su puesto de intendente de la Ópera Estatal de Baviera. En un momento dado, kosky defiende la ópera como la forma artística que lleva al límite la idea de colaboración entre muchas personas: directores de escena y musical, cantantes, técnicos, escenógrafos, iluminadores, figurinistas. Todos ellos son igualmente necesarios, porque “puedes tener el mejor concepto del mundo, pero sin las capacidades técnicas eso no sirve absolutamente de nada”. Y añade: “¿Qué es dirigir? Ritmo: cuerpos, espacio, luz, movimiento. También el ritmo emocional con los cantantes. Y eso se tiene o no se tiene”. Él lo posee, sin ninguna duda, y en grado sumo, como acaba de quedar de manifiesto una vez más este fin de semana en Múnich.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.