Nancy Cunard, reina de Nápoles
El Teatro Real estrena en España la famosa producción de ‘Partenope’ de Handel firmada por el estadounidense Christopher Alden
No habría ópera en el mundo capaz de hacer justicia a la biografía desmesurada de Nancy Cunard, que convirtió su paso por esta vida en una obra de arte con un largo fundido final a negro: murió desharrapada, consumida, sola, enajenada y con su cuerpo ―tan deseado antaño― reducido a la piel y los huesos, en el mismo París donde había reinado y coleccionado amantes, a cuál más famoso, vanguardista o transgresor, en los frenéticos años veinte del siglo pasado. Escritora, fundadora de una editorial de prestigio (Hours Press), luchadora por los derechos civiles y contra la discriminación racial, reportera antifascista en primera línea durante nuestra Guerra Civil y cronista de las vidas de los republicanos españoles en los campos de refugiados franceses, fue también una socialite irresistible, como lo había sido su madre Maud, que estableció su propio emporio de celebridades en Londres. Man Ray la fotografió, Constantin Brâncuși la esculpió, Oskar Kokoschka la pintó, Samuel Beckett tradujo para ella y por sus brazos pasaron –y se trata solo de un minúsculo botón de muestra– Tristan Tzara, Aldous Huxley, Ezra Pound, Wyndham Lewis o Louis Aragon. No es difícil reconocer su propia voz al comienzo de “Los amantes”, un poema incluido en su libro Outlaws (”Proscritos”), de 1921: “Ha habido centenares de amantes, / príncipes y payasos y necios; / poderosos, tímidos, humildes, obscenos, / y algunos cuyos corazones jamás estuvieron limpios / que hicieron caso omiso de todas las reglas”.
Partenope
A falta de esa ópera imposible, Christopher Alden ha decidido convertir a Parténope, la legendaria fundadora y reina de Nápoles, en Nancy Cunard, un trasvase mucho menos estrafalario de lo que pudiera parecer inicialmente. La protagonista de la ópera de Handel acumula también pretendientes, justamente tres príncipes, y tan mitológico fue el salón parisiense en la rue Le Regrattier de una como esa ciudad de la otra, bautizada con el nombre de la sirena Parténope, que inventaron las crónicas medievales. Pero hay más conexiones: en la undécima escena del primer acto de la ópera, la reina anuncia a sus amigos antes de ponerse al frente de sus tropas: “l’amazzone io sarò”. Un famoso retrato de Nancy Cunard pintado por Eugene McCown en 1923 la muestra precisamente vestida de amazona, chistera incluida, muy similar a la que lleva en la fotografía de Man Ray en que vemos a Tristan Tzara, arrodillado, besando en una fiesta la mano de Nancy, con ropa de hombre y una máscara que le cubre ojos y nariz. Su íntima amiga Janet Flanner fue fotografiada por Berenice Abbott más o menos en esa misma época con dos máscaras semejantes en la parte frontal de un sombrero de copa que pertenecía, como el abrigo que viste, al padre de Cunard. Ahora, en Madrid, ella aparece en escena con sus brazos forrados con los brazaletes de inspiración africana que convirtió en su seña de identidad, su pelo marcelado (la técnica de ondas que inventó Marcel Grateau y causó furor entre las mujeres de la época) y vistiendo en el segundo acto frac y top hat, como es de rigor. Y es precisamente Man Ray quien se encarna en el personaje de Emilio, príncipe de Cuma en el libreto original y convertido por Alden, cámara en mano, en una especie de notario de cuanto acontece a su alrededor al tiempo que participante ocasional en la trama. En vez del testigo oidor de Canetti, es lo más parecido a un testigo veedor.
Estas identidades sexuales intercambiadas, o intercambiables, fueron moneda corriente en el París efervescentemente surrealista en que Cunard prodigó sus encantos, pero son asimismo, con menor explicitud, un locus classicus en la ópera seria barroca, un género del que participa Partenope al tiempo que lo dinamita o, cuando menos, satiriza o pone en entredicho. En este montaje, con profusión de bigotes engominados, hay mujeres que se disfrazan de hombre (Rosmira en dos actos, la propia Parténope en parte del segundo), hombres castrados que cantan con voz de mujer (Arsace y Armindo) y, bajo la lupa de Alden, homosexuales inimaginables dentro de un armario (Ormonte, aquí aparente hermano de Parténope, que luce sus mismas ondas marceladas y que acaba disfrazándose de mujer en el tercer acto), algo muy en consonancia con las maneras andróginas de vestir que tanto popularizó Cunard y cuya influencia llegó incluso a inspirar sendos desfiles de moda de Gucci y Dior hace ahora justo diez años, lo que llevó a un periodista estadounidense a hablar de la ubicuidad del “fantasma de Nancy Cunard”. Christopher Alden estrenó su propuesta en la English National Opera tres años antes, en 2008, y es esta producción, no en inglés sino en el italiano original, la que llega ahora a Madrid.
La escenografía nos presenta el apartamento idealizado de Cunard en París, dominado por una gran escalera en espiral en el primer acto, dividido en dos alturas y con un pequeño retrete justo en el centro que da mucho juego en el segundo, y con una pequeña cama a la derecha y una gran pared diáfana en el tercero. La cuidadísima iluminación crea en los grandes espacios blancos constantes juegos de sombras. Hay numerosas referencias a la época, a veces utilizadas como parte de la dramaturgia: el caso más claro son las grandes fotografías que Emilio/Man Ray pone a secar al final del segundo acto y que en el tercero resultan ser partes de un gigantesco collage del famoso retrato que hizo el estadounidense de la bellísima Lee Miller desnuda con el brazo izquierdo doblado sobre su cabeza.
El propio Man Ray aparece caracterizado al principio y al final de la ópera de la misma guisa en que él fotografió a André Breton, con su cara asomando por el óvalo recortado de una cartulina blanca y unas gafas de goma como de nadador. También se ve proyectado sobre una pared en el segundo acto su corto Le retour à la raison, de 1923, en el que vemos al final otro torso femenino desnudo, el de Kiki de Montparnasse, su modelo predilecta, anegado literalmente por la luz que entra por una ventana, quizá no muy diferente de la que forma parte de la escenografía: mientras Rosmira canta su aria al final del primer acto, entra también una luz intensa desde el exterior y el aire agita poéticamente los visillos.
Sobran referencias, por tanto, para convencernos de dónde y cuándo se desarrolla la acción que contemplamos, aunque hay algunos guiños colaterales añadidos, como presentar a Ormonte con una barba a lo Lytton Strachey (Cunard intimó en Londres con muchos integrantes del grupo de Bloomsbury, pródigo también en fiestas comunales y en todo tipo de identidades sexuales comunicantes), y tampoco parece descabellado intuir en este moderno y ágil Armindo un cierto parentesco con el Buster Keaton de los años veinte, sobre todo en su acrobática aria del primer acto, o con el jovencísimo Fred Astaire en “Nobil core che ben ama”, su aria del tercero, incluidos el baile de claqué y el juego con el sombrero de copa de Parténope. En el tercer acto, en lo alto de un enorme aparador, pende sobre Rosmira la amenaza de una piqueta y un reloj despertador en precario equilibrio, remedo del hacha y el reloj que cuelgan de una polea sobre la cabeza de Tristan Tzara en el retrato que le hizo Man Ray, sentado en lo alto de una escalera, en 1921.
Al margen de correlaciones personales y temporales, Alden imparte una lección de congruencia teatral (las partidas de cartas al principio y el final de la ópera, idéntica pose de Parténope/Nancy de pie en la mesa y una silla nada más subir el telón al final de la obertura y justo antes de bajar en el tercer acto) y de cómo deben moverse los personajes sobre un escenario, acertando siempre con la ubicación que elige para ellos, ya sean cantantes o espectadores, con sus ausencias o incluso con insinuaciones de su inminente destino, como cuando Parténope y Arsace se encaminan hacia el dormitorio de ella después de que la reina se haya despojado de los brazaletes de su brazo izquierdo y permita que Arsace le saque los del derecho, una manera simbólica de desnudarse y entregarse a él. Pero el director estadounidense, consciente de que Partenope está impregnada de un fuerte componente farsesco, que él se muestra decidido a reforzar y actualizar, sabe introducir también pequeños elementos cómicos muy eficaces, como la aparición de Arsace enterrado en papel higiénico sobre el inodoro al comienzo de su aria “Poterti dir vorrei”. Antes, concluida la parodia bélica con que arranca el segundo acto, en ese mismo retrete, había cantado Emilio/Man Ray, asomando la cabeza por encima de la puerta para hacerse oír, y Rosmira se había parapetado tras un periódico, que aparta únicamente para lanzar a Arsace sus repetidas inculpaciones (“Infido, ingrato!”) en el dúo “E vuoi con dure tempre”. Poco después, renuncia por fin a su disfraz de Eurimene e inicia su lenta reconversión en mujer.
De la parte musical, es mucho y bueno lo que debe decirse. Lastrada por los cortes que se hicieron en su día en Londres, han podido revertirse algunos, pero de los que permanecen hay unos que duelen más que otros. Las supresiones, que se concentran en los actos primero y tercero, no afectan nunca a Parténope, mientras que los personajes que salen peor parados son Rosmira y Arsace. Ella, la heroína que había dado título y se había situado en primer plano de la ópera que compuso Caldara a partir de idéntico libreto, se ve privada de su aria de salida, “Se non ti sai spiegar”, esencial para atisbar su psicología profunda, pues se da a conocer en un modo mayor muy diferente de sus agitadas tonalidades menores posteriores, en las que está adoptando una identidad que no es la suya. Su segunda aria del tercer acto, “Quel volto mi piace”, es la respuesta natural a la pregunta precedente de Arsace, “Ch’io parta?”: ambas están en Mi mayor/menor y forman un díptico que no debería desmembrarse.
Arsace, por su parte, pierde tres, aunque “Dimmi, pietoso ciel”, del primer acto, se recupera inesperadamente justo al comienzo del tercero. Charles Burney escribió que “lleva impresa en ella el sello de un gran maestro” y su reubicación la acerca de este modo a la gran aria del príncipe de Corinto en el tercer acto, “Ma quai note di mesti lamenti”, que Burney califica a su vez de “admirable”. Que ambas estén en Sol menor y contengan partes obbligati para flauta travesera (una y dos, respectivamente) habla a favor de esta inventada cercanía, más aún si, como hace Alden, se presentan como variantes de arias del sueño, cantadas una en la cama, con un Arsace resacoso después del trasiego de botellas del segundo acto, y otra junto a un viejo tocadiscos que funciona como un elemento onírico de remembranza, con Rosmira bailando al fondo como la plasmación visual de sus sueños. En descargo de Alden y Bolton, debe recordarse que Handel fue el primero en suprimir, trasladar y reescribir arias para adaptarse a los nuevos cantantes o a circunstancias sobrevenidas en las reposiciones de sus óperas.
Quien canta estas dos arias del sueño es Iestyn Davies, Armindo en Londres en 2008 y Arsace ahora en Madrid, donde se convierte, sin duda, en el cantante más destacado de la representación. No es solo el que mejor conoce el lenguaje barroco, el que lleva impreso en su piel el estilo de Handel, sino también el intérprete con mejor técnica y proyección vocal, dicción más clara y mayor inteligencia escénica. Domina por igual todos los registros: al final del segundo acto, su “Furibondo spira il vento” es un alarde de virtuosismo y precisión (es un gran acierto por parte de Alden hacer despertarse de golpe a Parténope en el preciso momento en que amaina el vendaval de agilidades de su pretendiente); al comienzo del tercero, su “Ch’io parta?” es apenas un susurro que irradia musicalidad y expresividad en cada nota, al igual que la citada “Ma quai note di mesti lamenti”, donde hace perfectamente creíbles su desolación, angustia y desamparo.
El otro contratenor, el estadounidense Anthony Roth Costanzo, al que ya admiramos hace años en Muerte en Venecia de Britten, es el segundo gran merecedor del podio de honor. No posee la entidad vocal de Davies, pero su inocente, entrañable e inmaduro Armindo es también un dechado de virtudes musicales y escénicas, que alcanzan quizá su punto más alto en su aria con ritmo de siciliano del segundo acto, “Non chiedo, oh luci vaghe”, que canta a su amada desde lo alto, aunque donde conquista al público, y se gana finalmente el corazón de Parténope, es en “Nobil core che ben ama” como un sosias más que creíble de Fred Astaire y un afeminamiento muy en línea con la producción y su traslocación temporal. La Rosmira de Teresa Iervolino no siempre brilla al mismo nivel, sobre todo porque la italiana posee una voz pequeña que lucha por hacerse oír en los momentos en que está más exigida técnica y dinámicamente. Pero en todos los recitativos y siempre que puede cantar sin cortapisas, como en uno de los dos únicos recitativi accompagnati de la ópera, el extraordinario “Cieli, che miro!” del tercer acto, logra dejar constancia de su gran clase. En la gran aria con trompas del final del primer acto, “Io seguo sol fiero”, transmite a la perfección el objetivo de Handel: ser más creíble y viril en su disfraz masculino que los hombres de verdad que la rodean. Por eso al verla por fin vestida de mujer en la última escena de la ópera, se valora aún más su largo y perfecto ejercicio de travestismo como Eurimene.
Jeremy Ovenden, bien conocido en el Teatro Real por sus magníficas intervenciones en La clemenza di Tito, Rodelinda e Idomeneo, vuelve a revelarse como un cantante valiente, amigo de correr riesgos de los que sale airoso, con sólidos fundamentos técnicos y grandes dotes de actor, que le ayudan a componer un Emilio/Man Ray más que plausible, con un sobresaliente para su última aria, “La gloria in nobil alma”, donde el heroísmo hasta entonces sardónico de la ópera se convierte por fin en una virtud noble, real y benéfica. Nikolái Borchev mejora su participación en La Calisto de Cavalli con un Ormonte cómico pero sin incurrir en excesos, ni siquiera cuando Alden le hace vestirse de mujer, con un aparatoso miriñaque y brazaletes en ambos brazos à la Cunard, cuando porta las espadas del duelo entre Arsace y Rosmira/Eurimene del tercer acto. No es exactamente un bajo, y sus agilidades a veces flaquean, pero sabe cantar y decir el texto con gran propiedad.
Este último punto es la principal vía de agua de quien debería haber concentrado los mayores aplausos, la soprano estadounidense Brenda Rae. Sin embargo, al igual que sucedió en L’elisir d’amore y en Don Giovanni, no convence ni conquista al público, aun cuando el compositor y los directores musical y escénico le ponen todo a su favor. Es una actriz entregada y obediente, y se trasluce su empeño en hacer creíble a su Parténope/Nancy Cunard, tarea nada fácil, más aún si se canta el papel por primera vez, como es su caso. El Barroco no parece, en todo caso, su territorio natural, sus agilidades no son limpias o regulares y por encima del Sol sus notas agudas transmiten tensión, deviniendo a veces en grito (y en su primera aria, L’amor ed il destin, ha de ascender hasta un Do). La pobre dicción italiana podría pasarse por alto, pero donde se halla el mayor déficit es en la expresión musical del texto, en la diferenciación de una y otra aria, porque tiende a cantar todo de manera indistinta y un tanto superficial, sin profundizar (musical, no escénicamente) en los cambios que va experimentando su personaje, obligada a decidir entre sus tres pretendientes y tendente a actuar caprichosamente como soberana que es. Debería haber sido la reina de la fiesta, pero son otros quienes acaban ocupando su trono.
La dirección de Ivor Bolton, aquí en su líquido elemento, el de sus orígenes al frente de una pequeña formación barroca, constituye la enésima ratificación de su afinidad natural con el Handel operístico, que acierta a comprender y traducir como solo sus más grandes intérpretes saben hacerlo. Tocando el clave en los recitativos (y ocasionalmente en algunas arias), tiene a la orquesta (cuerda moderna, pero comandada por una especialista, Pauline Nobes, como concertino, maderas también modernas, pero trompas y trompetas naturales, las cuatro excepcionalmente seguras toda la noche) a su merced, haciendo en todo momento lo que él quiere y sonando siempre disciplinada y en perfecto estilo. En el hiperactivo continuo destaca la sorprendente presencia del órgano en algunas arias lentas, y arpa, chitarrone, violonchelo y clave brindan un sostén igualmente unitario, pero flexible y tímbricamente cambiante, a los recitativos, que jamás suenan rutinarios, académicos o formularios. Violines primeros y segundos han de tocar al unísono en muchas arias y la afinación, articulación y homogeneidad en los golpes de arco se mantiene, sin altibajos, de principio a fin: no es de extrañar, por tanto, que orquesta y director recibieran los mayores aplausos y ovaciones de la noche. Aunque hay tempi necesariamente muy rápidos, se percibe una constante comunión entre foso y escena, sin apenas desajustes salvo el coro final, convirtiendo las arias, los dos dúos, el terceto y el cuarteto (Partenope contiene un número inusual de conjuntos) en mundos con personalidad propia pero interrelacionados con cuanto les antecede y les subsigue. Es Bolton quien debe de estar también detrás de las atinadas ornamentaciones añadidas por los cantantes en las repeticiones de la primera sección de sus arias da capo y en sus puntos cadenciales.
Partenope parodia por momentos el tratamiento del amor y el heroísmo habitual en las óperas serias, como queda claro, por ejemplo, en el brevísimo dúo “Per te moro” que cantan Parténope y Arsace mediado el primer acto o en la supuesta batalla inicial del segundo, que en e montaje de Alden deviene en una fiesta de máscaras (las de Man Ray, por supuesto). En su última aria, “Sì, scherza, sì”, una adición de última hora de Handel, Parténope se vuelve filosófica y, delante del telón bajado para permitir el cambio de escenografía, saca una conclusión agridulce de cuanto se ha vivido durante la ópera, al admitir que todo amor lleva aparejadas sus dosis inevitables de dolor. Nancy Cunard probó en carne propia, y no pocas veces, esta misma duplicidad: “Se presentó el amor y parecía el conquistador / que habría de sanar el mundo, proclamando justicia / con numerosas promesas de inspiración / y un alto credo de generosidad; de todas las religiones, el Amor es la más orgullosa”, escribió la mujer entonces joven e irresistible, de mirada casi transparente y perfil de cariátide, en su poema And if the End Be Now?… (”¿Y si el final fuese ahora...?”). En otro, The Wreath (”La corona de flores”), leemos, en cambio, que “El amor ha destruido mi vida, y durante demasiado tiempo / me he enemistado con la vida, ¡he desentrañado / demasiado tarde los secretos de la existencia!”. Con ella –en el esplendor de su reinado– como protagonista, Partenope refuerza sus credenciales de gran ópera poblada de ironías, claroscuros y, al final, sabiduría. Y el que acaba de estrenarse en el Teatro Real es un gran espectáculo. Ver por fin representada por primera vez en España esta obra maestra de Handel no es una rareza, sino un privilegio, largo y muy placentero, que nadie debería dejar escapar.
Babelia
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