Wagner en las antípodas
Barrie Kosky y Philippe Jordan obtienen un triunfo incontestable en Bayreuth con una versión profunda e iconoclasta de 'Los maestros cantores de Núremberg'
Aterrizar en Núremberg y pasear por sus calles antes de viajar en tren a la cercana Bayreuth tiene estos días algo de premonitorio, aunque sea únicamente para comprobar que la Núremberg que retrató Wagner en su ópera no solo no existe, sino que probablemente no ha existido nunca. Así lo entiende también Barrie Kosky, el primer no alemán que dirige Los maestros cantores en la larga historia del Festival de Bayreuth, donde ha sido además patrimonio exclusivo de la familia Wagner desde la histórica producción de Wieland estrenada en 1956 hasta el montaje de 2007 en que su sobrina Katharina exhibió todas sus carencias.
Confiarla ahora al director australiano ha sido, en cambio, todo un acierto por parte de la actual máxima responsable del festival. En su bagaje contaba ya con varios montajes de títulos wagnerianos y desde su atalaya berlinesa, donde dirige la Komische Oper desde 2012, es un observador privilegiado de la realidad alemana. Dar vida a Los maestros cantores es meterse en un campo minado, no solo por sus asociaciones inequívocas con el régimen nazi (fue su emblema operístico por antonomasia y, con todo el viento ya en contra, siguió interpretándose en 1943 y 1944 para “invitados del Führer”, mayoritariamente soldados), sino también por su proclama nacionalista final y por su innegable carga antisemita, reforzada aún más por la rabiosamente racista Cosima Wagner tras la muerte de Richard, cuando impuso, y logró, que fuera la primera ópera representada en Alemania sin un solo intérprete judío.
Kosky no se ha arredrado ante semejante panorama y, quizá por venir de las antípodas, ha conseguido no obviar nada, no mirar para otro lado, al tiempo que ha decidido recuperar la esencia última de la obra: la comedia. Y va incluso más allá, al insuflarle el espíritu con que nació originalmente en 1845 con el primer borrador en prosa del libreto, cuando Wagner la concibió como una contrapartida ligera, amable y divertida de Tannhäuser. Veinte años después, cuando redactó el libreto definitivo y le puso música, habían cambiado tantas cosas en su vida (el exilio, el comienzo del Anillo, Mathilde Wessendonck, Tristán e Isolda, Cosima) que el contenido se escoró mucho más hacia el drama personal de Hans Sachs, en el que el compositor, y no solo por edad, empezó a ver claramente a un álter ego. Pero Kosky ha querido rescatar todo lo posible aquella esencia primigenia y lo hace especialmente, con una comicidad irresistible, en el primer acto, uno de los ejercicios teatrales y musicales más brillantes que hayan podido verse y oírse en los últimos años, que desató una tormenta de aplausos y aclamaciones por parte del público. Kosky ya le había hecho incluso reír en varias ocasiones antes de que sonara la primera nota del Preludio: la partida arrancaba con las cartas marcadas.
Todo el primer acto se desarrolla en Wahnfried, la mansión de Wagner en Bayreuth, un espacio pequeño, un hortus conclusus (una caja en medio del colosal escenario de la Festspielhaus) en el que el músico ejerce de factótum. La escena doméstica acaba convirtiéndose en una representación de Los maestros cantores, con dos de los visitantes asiduos de la casa −Franz Liszt y el director judío Hermann Levi− convertidos en Pogner y Beckmesser, que será el blanco de todas las befas y objeto de todos los escarnios. Wagner y Cosima se mudan, por supuesto, en Hans Sachs y Eva Pogner, mientras que el resto de personajes (maestros cantores, Walther, David) van saliendo, en una escena hilarante, del interior del piano del compositor. Los dos últimos visten como Wagner y parecen o son, en realidad, sus sosias, y se mezclan las ropas de época (ese Núremberg reinventado de mediados del siglo XVI que prescribe el libreto) con las contemporáneas (una mañana de verano de 1875). Todo encaja, todo tiene sentido, nada se obvia, nada entorpece el ritmo de comedia, secundado magistralmente por Philippe Jordan en el “abismo místico”, ya desde el Preludio, con una dirección ágil, fresca, transparente y colorista.
Pero al final del primer acto, la caja se pierde en el fondo del escenario, que deja ver brevemente lo que, por las cuatro banderas aliadas, parece ser la sala del Palacio de Justicia en que se celebraron los juicios de Núremberg. Wagner/Sachs, solo, se enfrenta a unos acusadores aún mudos e invisibles. Él, que había pontificado públicamente sobre todo lo divino y lo humano, habrá de responder ahora a las acusaciones de otros: el juzgador juzgado. Esa sala, aún desnuda, se puebla de hierba para el acto segundo, en el que se visualiza dolorosamente y sin tapujos la condición judía de Beckmesser, y, revestida ya con todo su atrezo judicial y un solitario soldado cuyo uniforme nos remite claramente a mediados del siglo XX, se convierte en el tercero en lo que, efectivamente, habíamos sospechado. El Núremberg idealizado de Wagner fue también el marco predilecto de Hitler para las grandes exhibiciones públicas de fervor nacionalsocialista, la ciudad asociada a la promulgación de las leyes raciales para denigrar a los judíos alemanes y, después, la localidad bombardeada sin piedad por los aliados el día del cumpleaños del Führer en 1945 y la elegida por británicos, franceses, soviéticos y estadounidenses para juzgar ejemplarmente a los jerarcas nazis que aún no se habían quitado la vida. El símbolo de la Alemania pura y secular mostraba su lado más oscuro.
No estamos, por tanto, ante unos Maestros cantores sin Núremberg, como se rebautizó la abstracta producción de Wieland Wagner de 1956, sino con un Núremberg que, primero, se transmuta en Wahnfried, luego en una premonición a caballo entre sueño y realidad, para concluir convertido en un escenario de pesadilla. La arenga final de Sachs, con su entronización del “sagrado arte alemán”, la hace solo, sin nadie, en el mismo atril en que se defienden los acusados. Luego dirige desde ahí mismo, como si fuera un podio, a una orquesta y un coro que aparecen efímeramente en el escenario pare erigirse en “pueblo” y que nos devuelven así, en idéntico Do mayor, a esa representación urdida por Wagner en Wahnfried en el primer acto. La ilusión, la locura, el engaño (Wahn), tema del gran monólogo de Sachs en el tercer acto, no parecen haber hallado finalmente la paz y el descanso (Fried) que anhelaba el compositor.
Michael Volle, que ya encarnó al mismo personaje en el montaje de Stefan Herheim estrenado en Salzburgo en 2013, es el Hans Sachs de nuestro tiempo: habita el personaje y lo hace suyo ante cualesquiera requerimientos escénicos con un canto noble y profundo que prima la sinceridad y la comunicatividad sobre la pura belleza sonora. El veterano Johannes Martin Kränzle compuso un Beckmesser sobresaliente, polimorfo, cantado sin histrionsimos y actoralmente soberbio. Daniel Behle triunfó como David, un papel que es un regalo para cualquier tenor, y Klaus Florian Voigt dio brillo a los pasajes más líricos de su Walther, los que mejor se adecuan a sus características. Extraordinaria la Magdalene de Wiebke Lehmkuhl y decepcionante −el único lunar de la representación− la Eva de Anne Schwanewilms, creíble como Cosima en el primer acto, pero muy justa de medios e incómoda como Eva en los dos siguientes. Magníficos todos los maestros cantores, convertidos aquí en personajes deliciosamente cómicos y no absurdamente pomposos. Y sensacional, como es marca de la casa, el coro del Festival. Philippe Jordan, que conoce muy bien la ópera por haber dirigido la producción de Herheim en París el año pasado, fue el socio ideal de Barrie Kosky, poniendo la música en todo momento al servicio de sus ideas y convirtiendo la partitura en lo que es: un tapiz casi inagotable –a ratos denso, a ratos liviano− de sabiduría polifónica y contrapuntística. El suizo es desde ya una de las grandes batutas wagnerianas de la actualidad.
Lo conseguido por Kosky y Jordan recuerda indefectiblemente a lo que afirmó Wilhelm Furtwängler tras asistir en Bayreuth en 1912 a una representación de Los maestros cantores dirigida musicalmente por Hans Richter y escénicamente por Siegfried Wagner, el hijo del compositor: que en ningún momento reparó en la música, que operaba en su psique de forma subconsciente, embebido como estaba en el texto y la acción. No hay una sola nota de la partitura para la que el australiano no haya imaginado su correlato escénico. Y viceversa: cada palabra, cada gesto, cada movimiento, se veían explicados y glosados por la música. Este es el milagro al que debe aspirar toda representación operística y el que ha desatado el entusiasmo en un público tan exigente como el de Bayreuth y con una ópera con un pasado tan ideologizado y lleno de pegajosas adherencias como Los maestros cantores.
Angela Merkel asistió este año a la Festspielhaus con los reyes de Suecia y seis horas después de comenzada la representación, al alejarnos de la Verde Colina entre los paneles con fotografías y textos sobre todos aquellos cantantes y directores judíos que actuaron alguna vez en Bayreuth hasta que fueron expulsados del templo (la exposición se titula Voces enmudecidas), seguía lloviendo en Bayreuth de manera inclemente. Sin embargo, después de semejante representación, luminosa y feroz, en la cercana Núremberg, la real o la imaginaria, debía de estar luciendo el sol.
El día antes de su inauguración, el festival rindió homenaje, en el centenario de su nacimiento, a Wieland Wagner, ideólogo del “Nuevo Bayreuth” y el hombre que, con sus visionarias y ascéticas producciones, deslocalizó y destemporalizó las grandes óperas de su abuelo, arrancándolas así de las garras nazis en que las había despositado su madre. Lo más aplaudido del acto fue, con justicia, la larga, inteligente y sentida intervención de Peter Jonas, antiguo intendente de la Ópera Estatal de Baviera. Aunando recuerdos y juicios, trazó un lúcido perfil del homenajeado, al que calificó de “ultraconceptualista” y de un “alma pura” enamorada del teatro clásico griego. Las palabras de su sobrina Katharina, la actual directora del Festival, fueron corteses e irrelevantes, al contrario que las de su hijo Wolf-Siegfried, que hizo buena la tradición de dirimir públicamente sus diferencias que siempre ha caracterizado a la familia más notoriamente disfuncional de Alemania. Planteado como un monólogo breve, ácido y críptico dirigido a su padre (“Tú…, tú…”), concluida su lectura, ya desde el centro del escenario, y sin micrófono, espetó a su prima dirigiendo su mirada hacia bastidores: “Katharina, bist Du am Amt?” (“Katharina, ¿estás oficiando?”). Muchos en la sala tuvieron que percibir la cita del primer acto de Parsifal, cuando Titurel dirige a su hijo Amfortas idéntica pregunta. En este contexto supuestamente festivo, esas cinco palabras resonaron como un latigazo en la abarrotada Festspielhaus, casi como si fueran una imprecación de Wotan.
La parte musical del acto resultó banal por la dirección gris y anodina de Hartmut Haenchen, que llegó por primera vez a Bayreuth el año pasado por una carambola tras la renuncia de Andris Nelsons a dirigir Parsifal. Las óperas elegidas habían sido todas ellas dirigidas escénicamente por Wieland a lo largo de su carrera: una insípida obertura de Rienzi; unas aceptables tres piezas de Wozzeck (gracias sobre todo a la solista, Claudia Mahnke, que será la Brangania de Tristán e Isolda); un espantoso comienzo del cuarto acto de Otello (en el que también se estrellaron los solistas, Camilla Nylund y Stephen Gould, completamente fuera de estilo); y el Preludio y la música de la transformación del primer acto de Parsifal, que no lograron elevarse ni unos centímetros siquiera por encima del suelo, a pesar de la sensacional orquesta. Para una vez que, milagrosamente, suena Verdi en Bayreuth, no lo hizo precisamente en las mejores manos ni con las voces más idóneas. Haenchen cederá la batuta en Parsifal a Semyon Bychkov el año que viene, cuando Plácido Domingo dirigirá varias funciones de La valquiria (con Matthias Goerne como Wotan) y Anja Harteros cantará Elsa en la nueva producción de Lohengrin. El espectáculo continúa.
Babelia
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