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La culminación de la leyenda de Bruce Springsteen

Los conciertos No Nukes de 1979, publicados en disco y película, muestran la versión más sublime de un músico deprimido y solitario a punto de colapsar en su vida

Bruce Springsteen durante uno de los conciertos No Nukes, en septiembre de 1979.
Bruce Springsteen durante uno de los conciertos No Nukes, en septiembre de 1979.
Fernando Navarro

Como meter los dedos en un enchufe y sentir la gran descarga eléctrica del rock and roll. Así se siente uno al escuchar los conciertos No Nukes de Bruce Springsteen y la E Street Band, celebrados en 1979 y que ahora se han publicado en formato disco y película, después de décadas guardados bajo llave, aunque corriesen con baja calidad como cintas piratas entre la activa comunidad sprinsgteeniana. Un azote único y extraordinario que recupera a un Springsteen en su versión más sublime, aquella en la que sus fans y algunos críticos musicales forjaron su leyenda de ser el músico más poderoso sobre un escenario.

Más que nunca, la hipérbole se ajusta a la realidad: Springsteen y su grupo de camaradas callejeros demuestran un derroche de facultades tan arrasador durante las noches del 22 y 23 de septiembre de 1979 en el Madison Square Garden que dejaron pequeños a gigantes de la talla de Tom Petty and the Heartbreakers, Crosby, Stills and Nash, Carly Simon, Bonnie Raitt, Doobie Brothers y Jackson Browne, quienes, a través de la asociación de Músicos Unidos por la Energía Segura (MUSE, en sus siglas en inglés), habían promocionado la iniciativa de estas actuaciones que buscaban concienciar del bien de las campañas antinucleares.

Si hubo una detonación que nadie pudo parar en aquellos conciertos fue la de Bruce y la E Street Band. Hicieron volar por los aires al público del Madison Square Garden. La película muestra a un músico electrizante y desorbitado, corriendo como un poseso, saltando como un cohete, con movimientos imprevisibles a todos lados, obligando a los técnicos de sonido a perseguirle para enchufarle la guitarra, subiéndose al piano en la festiva Rosalita o haciéndose el muerto; un ser exhausto y feliz en el suelo con toda la teatralidad que copió de James Brown. Es el padrino del funk, un animal salvaje del escenario, un buen ejemplo para comparar estas poderosas actuaciones en las que la E Street Band está en estado de gracia, un rodillo sonoro al servicio de un lunático del rock and roll, con un Clarence Clemons pletórico al saxofón. No hay documento que demuestre mejor que este la irrepetible alianza que tuvieron Springsteen y Clemons, todo ese circo de colegueo que construyeron para convertir esta cruzada sonora en algo personal e intransferible.

Clarence Clemons y Bruce Springsteen en uno de los conciertos No Nukes, en 1979, en Nueva York.
Clarence Clemons y Bruce Springsteen en uno de los conciertos No Nukes, en 1979, en Nueva York.

La cruzada de Springsteen y la E Street Band venía gestándose desde 1975, cuando empezaron las primeras señales de que esa pandilla de Nueva Jersey apuntaba a lo más alto de la historia tras la salida del álbum Born to Run. De hecho, el mejor documento sonoro oficial hasta la fecha era el concierto del Hammersmith Odeon de Londres de 1975. En los canales extraoficiales existen las giras de 1978, justo tras la salida de Darkness of the Edge of Town, con actuaciones ya míticas como las de Winterland Ballroom de San Francisco, el Palladium de Nueva York o el Capitol Theatre de Passaic. En aquella gira, con un Springsteen sin poder tocar durante tres años por los juicios con su manager Mike Appel, explosionó todo con vitalidad rabiosa.

Fue el momento de la culminación de la leyenda, que en los conciertos No Nukes, en mitad de un parón de las sesiones de grabación de The River, alcanzó otra dimensión. Como se puede apreciar desde la primera canción, Prove It All Night, que pierde su larga y abrasiva introducción de seis minutos del tour del 78, este Springsteen quizá es más directo y crudo, menos necesitado de redención mística, atacando a su presa con más tablas y celebración. Pero es como intentar distinguir la fuerza de dos estrellas en colisión violenta. Lo que importa es que se libera maravillosamente la galaxia.

En estos directos, Springsteen y sus chicos recuperaron la fe en la galaxia del rock and roll. Elvis Presley había muerto, The Beatles ya eran historia, The Rolling Stones se habían convertido en empresarios de su marca, Bob Dylan se había refugiado en el cristianismo para ―paradójicamente― renunciar una vez más a cualquier poder de salvación, Lou Reed era demasiado cínico… Solo David Bowie y Neil Young ofrecían caminos similares hacia la gloria, pero ninguno de los dos parecía tener la inocencia contagiosa con la que reinventar la gran empresa de la humanidad. Su rock conmovedor e inspirador, unido como milagrosamente con la psicología dañada de la sociedad norteamericana post-Vietnam, era un torbellino vitalista. Ni siquiera el desencanto del punk, con el estandarte imbatible de The Clash, podía negar en 1979 que Springsteen era como ellos: alguien que quería luchar contra la ley. Solo que Bruce, a punto de cumplir 30 años, guardaba una penetrante y fascinante visión romántica de la derrota.

Bruce Springsteen y Jackson Browne en un concierto No Nukes, en 1979.
Bruce Springsteen y Jackson Browne en un concierto No Nukes, en 1979.

Eran días en los que Springsteen, según sus propias palabras en sus memorias, abrazaba una “grandiosa nada”. Es decir, entendía que necesitar a alguien, especialmente a una pareja sentimental, no iba a traerle “nada bueno”. Únicamente le interesaba la música: sus canciones y todo lo que giraba en torno a ellas. Huía de su propia vida, de un pasado marcado por la tormentosa relación con su padre, un entorno gris y una falta de conformismo. Solo se sentía persona en el estudio y, más aún, en el escenario, donde dominaba el tiempo. “Alargándolo y acortándolo, avanzando hacia delante, haciéndolo retroceder, acelerándolo, ralentizándolo, todo ello con una sacudida del hombro y un golpe de tambor”, escribió en su autobiografía.

En los conciertos de No Nukes, ese golpe de tambor retumba con fuerza disparada sobre el escenario del Madison Square Garden, llegando hasta un delirio pasmoso en la interpretación de Born to Run. Sucede igual en las versiones de Quarter to Tree, de Gary US Bonds; Rave On, de Buddy Holly, o, en un modo muy dulce, Stay, la composición de Maurice Williams que popularizó Jackson Browne, y que Bruce canta junto al propio Browne, Rosemary Butler y Tom Petty. La sacudida tremenda llega también cuando adelanta dos canciones de su próximo disco: The River y Sherry Darling. Detiene el tiempo ahí, sobre el escenario. Sin embargo, Springsteen, el chico supersónico, estaba realmente atrapado en el tiempo de los personajes de sus canciones: tipos solitarios, agrietados, deprimidos, conduciendo de noche, anhelando un trozo de algo en lo que creer.

Como sabríamos mucho tiempo después, a través de sus memorias, ese músico, erigido como la gran esperanza del rock and roll, estaba a punto de colapsar en su crisis existencial permanente, cuando, como él mismo dijo, “la vida vencía al arte”. Al menos, los conciertos No Nukes son una de las más contundentes razones para afirmar que Springsteen y los suyos, como los mejores, consiguen hacernos creer todo lo contrario: que el arte puede vencer a la vida.

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Sobre la firma

Fernando Navarro
Redactor cultural, especializado en música. Pertenece a El País Semanal y es autor de La Ruta Norteamericana. Ejerce de crítico musical en Cadena Ser. Pasó por Efe, Abc, Ruta 66, Efe Eme y Rolling Stone. Ha escrito los libros Acordes Rotos, Martha, Maneras de vivir y Todo lo que importa sucede en las canciones. Es de Madrid.

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