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La alegría circunspecta de Luis Fernando Aguirre

Fallece a los 86 años el pintor y diseñador del EL PAÍS, “elegante, irónico y crítico contra toda impostura estética o social”

Juan Cruz
Luis Fernando Aguirre, confeccionador y dibujante de EL PAÍS, en una imagen cedida por la familia./ JAVIER SICILIA
Luis Fernando Aguirre, confeccionador y dibujante de EL PAÍS, en una imagen cedida por la familia./ JAVIER SICILIA


Era un pintor que no presumía de sus hallazgos ni de sus exposiciones, si acaso se prestaba de vez en cuando a pasarles a sus compañeros de mesa en EL PAÍS los tarjetones que anunciaban sus apariencias públicas. Era tan serio, tan circunspecto a veces, que daba la impresión de que se iba a tomar copas con El Greco. Era solícito con todos, todo el tiempo, pero había un momento de la noche, cuando el periódico estaba cerrado (es decir, cuando empezaba a tirarse la primera edición), en que él se transformaba en un fantasma risueño de sí mismo e invitaba a bailar, y a cantar, a aquellos que estuviéramos atendiendo la última hora de la actualidad.

Era un momento insólito del día, ese duermevela que tienen los periódicos en los que parece que la noche va a ser infinita y todo lo que ha sucedido es un sueño que ya está impreso y que a partir de entonces, en la medianoche, todo está hecho, y para siempre, y ya podíamos bailar. Luis Fernando Aguirre amenizaba esas horas de paréntesis como él si fuera una aparición o un cuadro, como si antes, enfrascado ante aquellas páginas de papel en las que se hacían los diagramas en los que cabían las noticias, fuera un convidado a la fiesta dubitativa que era en aquel entonces todavía el diseño esforzado, manual, de los periódicos. Él alzaba el lápiz, lo posaba sobre el blanco, callado, su bigote progresivamente más blanco, su mano diestra, y de pronto, en su cara se imponía el chispazo de su ironía. En ese instante te hacía reír, pero él se quedaba como Buster Keaton. Luego vinieron las nuevas tecnologías, y ya aquel lápiz electrónico ensombreció sus días, se acabaron los bailes y las risas, y él se fue a pintar; aquel tiempo que nacía tenía que ver poco con su pasión por dibujarlo todo a mano.

Era un pintor, claro, un excelente pintor. Su amigo, y compañero, José Ramón Ariño, escribió aquí, cuando Aguirre tenía 66 años, ya se había jubilado y acababa de exponer en Madrid: “Imbuido de un espíritu de libertad tras su jubilación, pone en la tarjeta que presenta su nueva exposición el cuadro titulado El comehuevos. Junto al expresionismo de su estilo y la rudeza de algunos temas, que van del travestismo a un potente erotismo y su relación con el poder, el veterano pintor logra cuadros de gran belleza y equilibro de color”. Poca gente en el periódico sabía de la veteranía de su magisterio pictórico, y ahora que se ha muerto, quienes ahora dibujan el diario o lo escriben, preguntan por las andanzas de aquel por el que lloran algunos veteranos que fuimos sus compañeros.

No es difícil explicar quién fue. Elegante, irónico, sus cuadros eran una burla de lo solemne, ajeno a las modas, crítico contra toda impostura estética o social, rabiosamente soñador o literario, inspirado en lo que pasaba pero trascendiendo siempre, con rigor, cualquier lugar común, como si rasgara las vestiduras de la actualidad para mostrarla avergonzada y desnuda, influida, como él decía, “por el fragor humano”. Era hijo de juez y lo tentaron con los libros de Derecho, pero él era un pintor hasta cuando levantaba el lápiz para imaginarse cómo este debía caer en la página, o en el lienzo, en blanco. Fue una extraordinaria persona, inolvidable, nunca lo olvido, ni sus gestos, ni su cara. Entonces, en los periódicos, todos nos veíamos todo el rato, y todos sabíamos las caras y los nombres de cada uno. Murió este último martes, a los 86 años, en el pueblo serrano de Madrid al que se fue a pintar estos últimos años de su vida.



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