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Universo de precisión poética

Pronto hará dos años que murió el editor, galerista, diseñador y poeta Julián Rodríguez, pero su legado permanece en sus obras

Estrella de Diego
El editor y poeta Julián Rodríguez y 'Zama', su perra.
El editor y poeta Julián Rodríguez y 'Zama', su perra.NATALIA ZARCO

Al entrar en la muestra del MEIAC en Badajoz, Actos de fe/Acciones concretas. Julián Rodríguez, Tipógrafo, llamaba la atención cómo los libros no estaban colocados en vitrinas, sino expuestos en las paredes. La propuesta tenía mucho de inexplorado y de radical: los libros suelen entenderse como un artefacto para ser leído y no mostrado. Pese a todo, este despliegue de colecciones casi audaz ―tan visual―, planteaba una estrategia verosímil para acercarse al fascinante y multiplicado mundo de Julián Rodríguez. De hecho, su vida fue muchas vidas, diferentes y semejantes; escritas en Bodoni o Stempel Garamond, que es tanto como decir cuidadas en la forma, porque las cosas que solo deben ser hechas con amor: deben hacer visible ese amor que las ha construido.

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Un ejercicio 'sentimental'
El editor que pudo ser muchas otras cosas

Es el sentimiento que rezuman las acciones culturales de este poeta de las mil vidas. Digo poeta más allá de la retórica; de la publicación de poemarios como Nevada; de la mística de ser el fundador de Periférica, una editorial única del panorama en español. Basta con echar un vistazo al nombre de la propia editorial o su colección roja ―Largo recorrido― o a los nombres de sus galerías de arte ―Galería Nacional de Praga o Casa sin fin―. Basta con recordar el título de su último libro Santos que yo te pinte (Errata Naturae), o los nombres de sus revistas Sub Rosa o La ronda de noche, para darse cuenta de algo que pone en evidencia la citada muestra: para Julián las palabras y las imágenes forman parte de un universo de precisión poética.

Galerista y editor, inventor de revistas, diseñador y escritor; hasta tuvo un alter ego, igual que Marcel Duchamp. En su caso fue el pintor figurativo Rodrigo Amores ―inspirado en su abuelo Mónico Rodríguez Amores―, deudor de Hopper, que tuvo poco que ver con los artistas expuestos en sus galerías. Julián, generoso, era todo menos dogmático, concebía el mundo como libros en las paredes y dibujos en las vitrinas.

Pronto hará dos años que se ha ido y nos ha dejado huérfanos, aunque —se dice— el legado de las personas permanece y Actos de fe es la evidencia. Se puede visitar hasta el 24 de abril en la sala El Brocense de Cáceres, elegante, impresa en Bodoni, igual que el librito para el que, primorosamente, el comisario de la exposición, Juan Luis López Espada —cómplice de Julián en tantas hazañas— y Luis Saéz Delgado han inventado un diccionario de términos frecuentes en la trayectoria de Julián —a modo de Bouvard y Pécuchet―. Repaso en mis baldas los libros rojos, el catálogo de la colección de dibujos que comisarié en la Fundación Helga de Alvear hace casi 10 años, diseñado por Julián. Trato de buscar una buena definición para su legado. No se me ocurre nada que merezca la pena compartir. Pero claro, no soy poeta como él.

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