_
_
_
_
_
ENSAYO

No es lo mismo no salir que estar confinado en casa

¿Para qué puede servir este periodo de aislamiento a nivel personal y político? La autora de 'En casa' propone liberar el uso del tiempo de la obsesión mercantilista por la productividad

'Interior. Strandgade 30' (1901), del artista danés Vilhelm Hammershoi. 
'Interior. Strandgade 30' (1901), del artista danés Vilhelm Hammershoi.  ALAMY / CORDON PRESS

Yo solo pensaba en la nieve. En ese momento que los niños que viven en el campo, al ver caer los primeros copos, ansían que no acabe nunca, que las carreteras queden bloqueadas y que se cierre el colegio. En lugar de tirarse de la cama a una hora inhumana, vestirse aún medio dormidos, y pasar después todo el día atrapados detrás de un pupitre, sin poder moverse ni comunicarse con sus compañeros, obligados a encadenar hora tras hora de asignaturas que no les interesan lo más mínimo, engullir la comida insípida del comedor escolar y quizá sufrir el acoso de algunos de sus compañeros, se ven durmiendo hasta tarde, corriendo hasta quedar sin aliento por el jardín, o lanzándose colina abajo en trineo, o tumbados boca abajo sobre la alfombra del salón, rodeados de dibujos animados, con una taza de chocolate caliente al alcance de la mano, o construyendo una cabaña en el centro de su habitación.

Sea cual sea nuestra edad, todos fantaseamos con este tipo de alteraciones de una vida diaria demasiado aburrida y demasiado predecible, que nos permita dejar colgado en el armario nuestro viejo traje de sociedad y las limitaciones que lo acompañan. Durante el breve periodo en que ejerce una actividad remunerada (o una actividad, sin más), Oblomov, el héroe de Iván Goncharov en la novela homónima, comprueba con pesar que se necesita “al menos un terremoto para dispensar a un funcionario sano de ir a su trabajo”; sin embargo, mala suerte, “la tierra no tiembla jamás en San Petersburgo, ni por casualidad”.

Al escribir hace seis años En casa, mi alegato a favor de los hogareños, no pensé en un virus como una de las razones que nos pudieran autorizar a permanecer enclaustrados. La nieve es a la vez espectacular y suave, amable; el coronavirus es todo lo contrario: invisible a la vez que dañino, posiblemente letal. Me alegra que algunos, en estos días, encuentren este libro reconfortante, pero yo también siento cierta amargura, cierta nostalgia, cuando pienso en el estado de inocencia en que lo escribí.

La preocupación por los seres queridos y por uno mismo, la imposibilidad de abrazar a quienes amamos, la catástrofe que representa para muchos la pérdida de ingresos que conlleva el cese de su actividad, la sensación de estar en equilibrio sobre lo desconocido, no son realmente las mejores condiciones para descubrir o redescubrir los encantos de la vida doméstica. Elegir no salir y no poder hacerlo son cosas muy diferentes. Cuando leo junto a la ventana de mi estudio parisiense, el animado bullicio que sube desde la calle, las conversaciones de los comensales en las terrazas de los restaurantes, el deambular de los transeúntes que contemplo cuando me tomo un descanso, contribuyen a mi felicidad. En este momento, el mundo exterior está enviando vibraciones mucho menos alegres…

Y, además, durante la redacción del libro vivía en pareja, mientras que hoy vivo sola, lo que no es fácil en un contexto tan aterrador; mi colega británica Nicola Slawson lo explica muy bien en su boletín The Single Supplement. Mientras tanto, otros tienen que lidiar con la exasperación que engendra la promiscuidad, por no mencionar a las mujeres que se encuentran encerradas con un cónyuge violento. El confinamiento convierte nuestras vidas en una extraña imagen congelada. Una situación muy dura, dada la curva que han seguido estos últimos 20 años los precios de la vivienda en las grandes ciudades, que confina a muchos en ratoneras, solos o con otros.

Pero resulta que no tenemos otra opción, así que más vale afrontar esta experiencia arrimando el hombro (al tratarse de una experiencia, está permitido). En 1794, Xavier de Maistre, oficial de la guarnición francesa en Italia, pasó 42 días bajo arresto domiciliario por haberse batido en duelo. Escribió un libro sobre ello, Viaje alrededor de mi cuarto. “Me han prohibido recorrer una ciudad, un punto; pero me han dejado todo el universo: la inmensidad y la eternidad están a mis órdenes”, narraba.

Ni que decir tiene que estamos mal equipados para hacer frente a esta situación. La mayoría de nosotros hemos adquirido el hábito de ir cada mañana a un lugar donde se nos dice qué debemos hacer con nuestro día. Estamos desconectados de nuestras aspiraciones íntimas, liberados de la responsabilidad de dar forma a nuestras vidas, lo que es infinitamente triste, pero también muy cómodo. Cuando este sistema se detiene, muchos tienen la sensación de estar cayendo al vacío.

Este periodo podría ser una buena ocasión para explorar otra relación con el tiempo, con la vida, con la actividad; pero hemos integrado hasta lo más profundo de nuestro ser esta exigencia inflexible, esta dureza hacia uno mismo y hacia los demás que la ética protestante y el espíritu del capitalismo han extendido gradualmente a todo el planeta. Este mundo valora el ajetreo frenético, la rentabilización del más mínimo instante. No es imposible recuperar la autonomía, aprender a dar forma a nuestra vida interior, pero lleva tiempo, paciencia. Si no lo conseguimos, o no inmediatamente, evitemos convertirlo en otra razón para flagelarnos.

Para soportar el confinamiento, algunos sugieren que sigamos poniendo el despertador. Que cada uno decida en función de lo que considere mejor para él, faltaría más. Pero, de todos modos, qué pena no aprovechar para darle a nuestros días una lógica diferente a la del trabajo, y regalarnos todo el sueño que el cuerpo reclama. Dormir mejora nuestra resistencia física y moral. Tenemos la oportunidad de comprender que el sueño no es una pérdida de tiempo, sino un alimento esencial para nuestro cerebro, para todo nuestro ser. ¿A quién no le ha pasado alguna vez que, al abrir los ojos por la mañana temprano, encuentra la solución a un problema ahí mismo, ante él, sobre la colcha, como un regalo dejado por un discreto mensajero?

El confinamiento nos libera de los horarios que habitualmente dan a nuestras vidas un ritmo jadeante y sincopado. Una amiga que ha estado al borde del agotamiento durante las últimas semanas me dice, avergonzada, que quiere llorar de alivio; se siente liberada. El historiador Edward P. Thompson recuerda que, de forma espontánea, el ser humano tiende a alternar periodos de trabajo, dictados por la duración de la tarea que debe realizar, con periodos de descanso. Fue la Revolución Industrial la que estableció la tiranía de los horarios, con campanas, relojes, máquinas para fichar. Y en aquella época la población sabía identificar muy bien al enemigo: en París, durante la revolución de julio de 1830, disparaban a los relojes de pared…

Es el momento idóneo para realizar todas esas actividades que requieren largos periodos de tranquilidad: soñar despierto, escribir, leer, dibujar. Ordenar, también, siempre que no se considere un gesto pragmático, sino la ocasión dar un vuelco a todo nuestro ser, una forma de remover las capas sucesivas de nuestra historia, de recuperar la identidad completa, de actualizarla. Xavier de Maistre aprovechó su reclusión para releer las cartas intercambiadas durante su juventud con sus amigos más queridos: “Cuando llevo mi mano a este reducto, es raro que la retire en todo el día”.

Al cerrar la puerta de casa a sus espaldas, tienen la posibilidad de abrir otra, que da a las profundidades insospechadas de uno mismo. Si consiguen abrir esta puerta, les garantizo que olvidarán el coronavirus, al menos durante unas horas. Pero para hacerlo, deben vencer una especie de extraña inhibición; soy la primera en notarlo. Anhelo esas experiencias intensas que me permite la soledad, pero también me asustan. Quiero provocarlas, pero sigo aplazando el momento de permitir que ocurran. Permanezco indefinidamente en mis redes sociales en lugar de volver a abrir el archivo del libro que estoy escribiendo. Es cierto que, en este momento, necesitamos estar informados y también estar conectados los unos con los otros. También es bastante conmovedor ver cómo se despliega, en Twitter o Facebook, esa solidaridad elemental que surge cuando una comunidad entera se enfrenta al mismo peligro. En estos días, las redes sociales me devuelven la confianza en la humanidad (nunca pensé que algún día escribiría una frase semejante).

Lo que no impide que, con todo el tiempo que tenemos, también podamos renunciar a nuestras pantallas. La otra noche me sumergí con deleite en una vieja colección de cuentos de Elizabeth Gilbert. Adoro a esta autora, estoy atenta a cada uno de sus nuevos libros y, sin embargo, esta colección ha estado esperándome en la mesilla durante dos años y medio. ¿Qué dice eso de mi estilo de vida, de mi tendencia a permanecer en la superficie de las cosas, encadenada a la inmediatez? Tengamos el valor de alejarnos de los braseros virtuales. Puesto que se nos entumecerán forzosamente las piernas, desentumezcamos nuestras mentes y nuestras almas. No nos perdamos esta vía de escape y reunamos los tesoros que tanto necesitaremos el día en que nos devuelvan las calles.

Mona Chollet es autora de los ensayos En casa (Hekht) y Brujas (Ediciones B). Traducción de News Clips.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_