La invención del ferrocarril creó la actual cultura europea
El historiador Orlando Figes cuenta a través de las vidas de Turguénev y del matrimonio Viardot en su ensayo ‘Los europeos’ el impacto de la revolución tecnológica en las artes
Los ferrocarriles no fueron solo un instrumento de transformación económica, sino sobre todo cultural. Las líneas férreas, que empezaron a multiplicarse en el siglo XIX, propiciaron el intercambio de personas e ideas, pero también impulsaron la cultura popular, las librerías, las editoriales, los derechos de autor, la ópera… Todo lo que desde entonces se identifica con la riqueza de este continente, desde Monet hasta Flaubert, Dickens o Víctor Hugo, estalló entonces en una revolución cultural que cimentó la misma idea de Europa. “A mediados del siglo XIX dio comienzo la era moderna de los viajes por el extranjero, lo que permitiría a un número considerable de europeos reconocer sus rasgos comunes”, escribe el historiador Orlando Figes para resumir la tesis de su nuevo libro, Los europeos (Taurus, traducción de María Serrano), título prestado de la célebre novela de Henry James. “Les permitió descubrir, en estas obras de arte, su propia europeidad, los valores e ideales que compartían con otros pueblos de Europa, por encima de su nacionalidad”.
Resulta increíble leer en las páginas del último ensayo de este historiador especializado en la URSS, autor de una obra magna sobre la represión estalinista, Los que susurran (Edhasa), la cantidad de productos culturales que damos por sentados que nacieron entonces, como las librerías populares, que WH Smith comenzó a instalar en las estaciones de tren (y que se mantienen bajo la misma marca en los aeropuertos de medio mundo) para que los viajeros leyesen en sus trayectos; los giras operísticas; las novelas por entregas; las traducciones masivas o los grandes grupos editoriales, como Hachette.
Sin embargo, Figes no lo hace de forma teórica, sino a través de tres personajes que simbolizan para él este periodo: el escritor ruso Ivan Turguénev (1818-1883) y la pareja que formaron la cantante Pauline Viardot (1821-1910), que era de origen español, y su marido, el escritor y avezado coleccionista de arte Louis Viardot (1800-1883). Los tres formaron, además, un abierto triángulo amoroso. “No recuerdo el momento en el que me di cuenta en que se podía hacer un libro centrado en estos tres personajes”, explica Orlando Figes (Londres, 1959) por videconferencia desde Inglaterra. “Siempre me interesó la historia de la conexión de Turguénev y Viardot, pero también el escritor ruso como una figura europea. Me parecían que los tres eran artistas europeos, cuyas carreras fueron posibles porque participaron en una cultura global”. Son personajes de diferentes orígenes, que vivieron en diferentes países y que se movieron por todo el continente dentro de un mismo continente que vivía una profunda transformación. “No se trata solo de la globalización, sino de un cambio tecnológico enorme. Se podía comparar los ferrocarriles con el impacto de Internet, aunque creo que los primeros fueron todavía más transformadores”, asegura Figes.
Pauline Viardot se alza como un personaje especialmente fascinante: su nombre de soltera era Paulina Garcia Sitches y su padre fue el tenor español Manuel García y su hermana la cantante María Malibrán (fue tan famosa en su tiempo, pese a fallecer a los 28 años, que uno de los teatros sin los que no se puede entender la historia de la ópera, el Malibrán de Venecia, lleva su nombre). No solo tenía un talento enorme para cantar, sino también para elegir las óperas y los compositores y, sobre todo, para gobernar su propia carrera y ganar dinero. Muchos grandes escritores se enamoraron de ella, aunque al final eligió un matrimonio tranquilo con el erudito Louis Viardot, que se complicó cuando conoció a Turguénev. Figes aporta un dato que puede resumir la transformación que Europa vivió en aquellos años: “Manuel García, el padre de Pauline, nació en Sevilla en 1775, tan solo cinco años después de que la Inquisición española quemara allí en la hoguera a su última víctima”. Solo un invento que llegó tarde para que Figes pudiese escuchar la voz de la diva: el fonógrafo. Se conservan descripciones de su canto, pero ninguna grabación.
Louis Viardot fue un hispanista avant la lettre que escribió en 1826 un célebre libro de viajes sobre España, que contribuyó a cimentar la imagen de un país en el que la parte, Andalucía, se convertía en el todo y que se mantenía anclado en un atraso secular. “Una de las cosas que cambiaron en aquella época fue que países que estaban en la periferia de Europa, como España o Rusia, se integraron mucho más en el continente”, señala Figes. “Louis Viardot pertenece a la generación que en los años veinte del siglo XIX descubre España, sobre todo Andalucía. Y contribuyó a difundir una visión exótica de este país. Pensaba que el problema de España es que no recibía suficientes viajeros internacionales y le pasó lo mismo cuando viajó a Rusia. Creía que necesitaban integrarse más en Europa”.
El nacimiento de aquella revolución tiene una fecha: el 13 de junio de 1846, cuando a las siete y media de la mañana la primera locomotora de vapor partió de la Gare Saint-Lazare, en París. “Muy pronto hubo ferrocarriles atravesando las fronteras nacionales por todas partes. Se había iniciado una nueva era para la cultura europea”, escribe Figes. Sin embargo, a la vez que las fronteras se convertían en irrelevantes para la cultura, crecía en esos países entonces nacientes un sentimiento nacionalista cada vez más poderoso, que desembocó en varias guerras, como la francoprusiana de 1870, con el estallido final del cataclismo de la Primera Guerra Mundial, en 1914.
“La idea de Europa que tanto Viardot como Turguéniev defienden es abierta, desde el punto de vista interno, pero también es abierta al exterior”, sostiene Figes. “Comprenden que Europa no es una entidad cerrada. La gran paradoja, que está en el corazón del libro, es que por un lado la cultura se desarrolla de una forma cosmopolita a lo largo del siglo XIX; pero, a la vez crece un nacionalismo político excluyente. El cosmopolitismo del siglo XIX es eurocéntrico, sin duda, pero no defiende la idea de un continente cerrado y superior a todo lo que esté fuera. Hoy, sin embargo, sí existen diferentes ideas de Europa y una de ellas es que Europa debe cerrarse a los no europeos”.
Dos citas que recoge Figes en Los europeos pueden servir para resumir el espíritu de un libro cuyas conexiones con la actualidad son numerosas. Una de Kenneth Clark sostiene que todos los grandes logros de la civilización se han producido en momentos de internacionalismo, cuando las personas, las ideas y las creaciones pudieron viajar libremente entre naciones. La obra es de Edmund Burke: “Ningún europeo puede ser enteramente exiliado en ninguna parte de Europa”. El Brexit irrumpió en la vida de Figes, medio alemán, medio británico, que reside parte del año en Italia, como un elefante en una cacharrería cuando estaba escribiendo este libro. Pero no lo hizo flaquear en ninguna de estas dos certezas.
Babelia
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