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Drama para siete desdichados

Delphine de Vigan confirma que es uno de los grandes nombres de la narrativa actual con una nueva novela perturbadora y cruda sin moralinas ni clichés

La escritora francesa Delphine de Vigan.
La escritora francesa Delphine de Vigan.Enric Fontcuberta (EFE)

Tal vez no resulte imprudente trazar una genealogía de las autoras francesas contemporáneas que nazca en Marguerite Duras, atraviese Annie Ernaux y alcance a Delphine de Vigan, hilvanadas las tres por su apego a servirse de la materia autobiográfica y de un estilo escueto y contenido, con frecuencia impregnado de un seductor talante flemático, aun apático, con ecos técnicos de nouveau roman pero con el compromiso social serpenteando entre las líneas del texto.

Un poco como le ocurre a McEwan, De Vigan, ya sin asomo de duda uno de los grandes nombres de la narrativa actual, se deja caer gustosa en la tentación de escribir acerca de anomalías, de trastornos que devienen una suerte de enfermedad que perturba la trama. En Días sin hambre (2001), su ópera prima, publicada bajo el seudónimo de Lou Delvig, se ocupó de la anorexia que conoció en primera persona. Más tarde centró su analítica mirada social en la timidez extrema de una vulnerable adolescente superdotada que protagoniza No y yo (2007), novela con la que esta última de Las lealtades tiene contraída más de una deuda.

Su brillante trayectoria alcanza un punto álgido con Nada se opone a la noche (2011), que se convierte en una novela poco menos que de culto, en la que, indagando, temeraria, en la figura de su madre fallecida en extrañas circunstancias, y convirtiendo una crónica familiar en un thriller catártico, parece querer escribir un nuevo Libro de familia con pedigrí como el que escribió Patrick Modiano, nacido como De Vigan en Boulogne-Billancourt. Más tarde deslumbra con Basada en hechos reales (2015), un perverso juego autoficcional en el que la autora convierte la pesadilla del vértigo de la página en blanco después del éxito fulgurante en un siniestro relato nabokoviano del doppelgänger enmarañando una trama de máscaras y de simulacros que persigue la ambiciosa idea de esclarecer los estatutos de la ficción y de la autoría.

De Vigan domina los géneros a placer y es capaz de abandonar la gran orquesta sinfónica del artificio de la ficción que es sin duda Basada en hechos reales y mudar a un septeto de cámara para cuatro instrumentos de los que emana una música que no serena el aire, sino que lo envilece con impactos emocionales, asfixias existenciales y desapacibles imágenes de la degradación humana.

En el breve introito de Las lealtades se juega a la polisemia de lealtad en su doble sentido de liberadora virtud y de enojosa dependencia, y se nos asegura que las lealtades son “los trampolines sobre los que se despliegan nuestras fuerzas y las zanjas en las que enterramos nuestros sueños”, los vínculos subrepticios que gobiernan nuestro destino. Y se revelan sus protocolos observando el modo en que van relacionándose los infiernos personales de siete infelices de vida aciaga que el lector ve precipitarse hacia un abismo sombrío que la impasibilidad con la que se conduce la narración, desmenuzada en voces y personajes, a la manera en que Faulkner concibió Mientras agonizo, ensombrece hasta el fundido en negro.

Fragmentos de un discurso pavoroso en cuyo centro se sitúa Théo Lubin, el niño de 12 años que sobrevive como puede a una traumática custodia compartida por su padre adúltero, caído en una depresión cuando su amante lo abandona, y su madre corroída por un odio enfermizo al marido que ahora jamás hubiese querido tener. Hélène Destrée, su amargada profesora de ciencias naturales, se obsesiona con la idea de que a Théo lo maltraten como su padre la maltrató a ella de niña, el horror de la violencia doméstica que solo tuvo en el cáncer que se llevó a su padre la ansiada tregua. Trastornada por la “marea negra del recuerdo” de los objetos y ruidos que rodeaban el castigo sin sentido.

Théo se refugia de la depresión del padre y del odio materno en su amistad con Mathis Guillaume, hijo a su vez de un padre que oculta su cara homófoba y racista y de una madre cuya infancia transcurrió en una familia vulgar con un padre alcohólico que acabó siendo un mueble más, y ambos se refugian en el alcohol que los libera de su realidad insoportable, y beben vodka a hurtadillas, y se pierden en un laberinto infausto, y que la vida iba en serio lo sabrán demasiado tarde. De Vigan ya había tratado la adolescencia alcoholizada, la existencia sin rumbo y la depresión en No y yo, y ahora vuelve a ellas de la mano de una historia desgarradora en la que adultos acorralados por su soledad, su rencor y sus mentiras les arrebatan la felicidad a sus hijos y los condenan a un autismo fruto del miedo, a la infancia robada para siempre.

Las lealtades, una novela perturbadora porque testimonia pero no interpreta y en la que apenas si hay telling, solo showing, como le gustaba distinguir a Henry James, para que nada enturbie con un punto de vista la impresión del lector, es la imagen lacerante de un apocalipsis social descrito a cámara lenta y de forma aséptica, sin incómodos juicios morales ni comentarios que pudieran manipularlo, un estremecedor drama para siete desdichados que se diría que se han confabulado en la tarea de retratar nuestra sociedad desquiciada. Tratar de reducir esta última novela de De Vigan al estereotipo de novela social no sería sino abaratarla, pues, sabido es, el talento excede el género. No hay aquí ni hipérboles ni clichés, ni retórica ni mensaje, ni moralina ni dictamen. Solo fracaso. La crudeza y el lector, frente a frente.

Las lealtades, Delphine de Vigan. Traducción de Javier Albiñana. Anagrama, 2019. 208 páginas. 18,90 euros

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