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TRIBUNA LIBRE
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Un voto para Pardo Bazán

Clarín escribió las dos novelas más intensas del siglo y Galdós fue el más metódico, pero ella fue la más atrevida: lo hizo todo

José-Carlos Mainer
Emilia Pardo Bazán, fotografiada en Madrid por el estudio E. Otero.
Emilia Pardo Bazán, fotografiada en Madrid por el estudio E. Otero. Arquivo Real Academia Galega

Creo que el siglo XIX todavía no tiene entre nosotros el reconocimiento que merece. Lo seguimos viendo bajo la óptica del siglo XX, que en buena parte se hizo contra él: burlándose de su solemnidad huera; otras, de su localismo terne y de su mediocridad. Y es inevitable que este prejuicio haya contaminado incluso a la memoria de los gigantes literarios de la centuria. ¿Cuántos reproches no se han hecho a la escritura familiar y digresiva de Galdós? ¿Cuántas veces no se habrán subrayado las cicaterías de Clarín en su función de crítico? ¿Quién no ha señalado la pedantería de Pardo Bazán o sus vaivenes ideológicos?

Pero pocos hicieron tanto por una literatura nacional a la altura de su tiempo. La había inventado (y le dio nombre) Mariano José de Larra, como heredero natural de la Ilustración tardía, y Leopoldo Alas asoció su conquista al espíritu revolucionario de 1868. Galdós la vio como el despliegue contradictorio y apasionado de una pugna civil, desde ‘Trafalgar’ hasta ‘Cánovas’, en sus Episodios nacionales. Y para todos, el año de 1898 fue un mazazo espiritual, mucho más vivo y doloroso que el que acusó la presunta generación que nos empeñamos en asociar a aquel guarismo… A Emilia Pardo Bazán la resaca de 1868 la llevó del liberalismo familiar al carlismo y la del 98 se sustanció en cuentos y artículos briosos pero, a veces, olvidables. En su caso, el carlismo fue una suerte de sentimentalismo político no muy diferente del que ocupó buena parte de la vida de Valle-Inclán. Y también sus creencias religiosas, nunca desmentidas, hay que entenderlas en el marco del espiritualismo decimonónico: su temprana y meritoria vida de san Francisco fue un síntoma de devoción posromántica europea más que de superstición hispana. Pero su amistad con otro Francisco, con Giner de los Ríos, patentizó su modernidad: “Era tal vez el mejor de mis amigos”, escribió en su preciosa necrológica de 1915.

Quizá de Giner aprendió hacer de la amistad un culto y lo ofreció a los otros grandes escritores de su tiempo, sus iguales. Ellos la estimaron, pero no dejaron de ser varones españoles. El solterón Galdós fue su amante, y la desdichada pérdida de su parte del epistolario que mantuvieron nos veda conocer si su visión de aquella relación era tan moderna como la de su compañera: una mezcla de afecto muy directo, buen humor, independencia y gusto por la libertad. En todo caso, Galdós tuvo menos prejuicios que Juan Valera —un hombre complejo pero, en el fondo, muy tradicional— o que Leopoldo Alas, en quien la vulnerabilidad de su espíritu alerta se le convertía en desconfianza y recelo. Para todos aquellos caballeros, la sátira era un ejercicio social casi deportivo y el valladar de sus prejuicios. Pero todos —los citados y José María de Pereda, y a veces Marcelino Menéndez Pelayo, y por supuesto los catalanes Narcís Oller y el gran crítico Josep Yxart— se leyeron mutuamente, se escribieron a menudo y, discrepando o asintiendo, aprendieron los unos de los otros.

Así se inventaron la novela realista, lo que supuso acotar y entender una realidad cada día cambiante, desarrollar un lenguaje para contarla y dignificar un género, más allá del costumbrismo ralo o de la moraleja edificante. Alas, el dubitativo, escribió las dos novelas más intensas del siglo. Galdós fue el más metódico y, a la vez, quizá el más soñador y utópico. Pardo Bazán fue, sin duda, la más atrevida porque lo hizo todo: la novela social (La Tribuna), la del mundo rural (Los pazos de Ulloa), la novela femenina (Insolación y Morriña), la novela de artistas (La quimera)… La novela y la crítica literaria fueron hermanos gemelos que nacieron de la emancipación intelectual del escritor y de la constitución de un público interesado. Los autores se quejaban de la esclavitud de escribir todos los días, pero allí estaba la fuente de ingresos y prestigio. Clarín fue el más culto, abierto y temido. Valera, el más refinado. Pero, sin duda, Pardo Bazán no quedó atrás en cultura y les ganó, de largo, en curiosidad y universalidad (desde el naturalismo y la novela rusa —sobre la que escribió un estudio excelente— hasta la antropología criminal, los boy scouts y el futurismo).

Esto y mucho más (las humillantes votaciones en la RAE o en la Universidad Central) se cuenta y se analiza en una recentísima biografía, obra de Isabel Burdiel, tan bien escrita —con un estilo ágil y personal— como bien pensada, en la orilla de la justa apología, pero templada por la reflexión y, sobre todo, por el dominio del tema. Cierto que los últimos 15 años han registrado una primavera fecunda de estudios académicos sobre Pardo Bazán, pero este libro de Burdiel es una excelente muestra de “historia biográfica” (como vindica su autora) que llegará a más lectores. Lo merece… Ha aparecido en una colección, Españoles Eminentes, editada por Taurus y la Fundación Juan March, donde se publicó hace poco otra notabilísima semblanza de Concepción Arenal, escrita por Anna Caballé, que tiene mucho que ver con esta. Entre otras cosas —y hora es ya de consignarlo— porque ambas cumplen un acto de justicia.

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