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Crítica | Lazzaro feliz
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La bondad inmortal

El Lázaro del título encarna una serie de conceptos que cotizan a la baja en el cine de la posmodernidad: la bondad, la pureza, acaso la santidad

Adriano Tardiolo, en 'Lazzaro feliz'.
Adriano Tardiolo, en 'Lazzaro feliz'.

La mirada de una adolescente en tránsito hacia la madurez sirvió a Alice Rohrwacher para describir un universo orgánico, con la voluntad totalizadora de una gran novela pero sin caer en la tentación de lo discursivo, en la sobresaliente El país de las maravillas (2014), película que revitalizaba el espíritu de ese neorrealismo atravesado por la ensoñación que definió al primer Fellini, el que aún no había caído bajo el hechizo del oropel y el cinismo de la urbe. Con sus imágenes rodadas en 16 mm. y definidas en la inestabilidad de un grano y unas impurezas que hablan de memoria, vida y materia, Lazzaro feliz coloca en su centro a un personaje que, a diferencia de la Gelsomina del anterior largometraje de la directora, se mantendrá, de principio a fin, como una constante, aunque este relato que concilia estricto realismo y libre fantasía le haga cruzar, de ida y vuelta, la frontera que separa la vida de la muerte.

LAZZARO FELIZ

Dirección: Alice Rohrwacher.

Intérpretes: Adriano Tardiolo, Alba Rohrwacher, Sergi López, Luca Chikovani.

Género: drama. Italia, 2018.

Duración: 125 minutos.

El Lázaro del título encarna una serie de conceptos que cotizan a la baja en el cine de la posmodernidad: la bondad, la pureza, acaso la santidad. Su mirada, resistente a identificar diferencias (y crueldades) de clase, será el centro de un discurso complejo que oscilará entre lo social –la burbuja fuera del tiempo donde una marquesa decadente mantiene a sus campesinos bajo un régimen de explotación feudal- y lo poético –el lobo, la improbable amistad entre el angélico protagonista y la oveja negra de la familia noble-, mientras algunos de los temas ya presentes en El país de las maravillas –la dialéctica entre el campo y la ciudad, la erosión del tiempo, el fin de un mundo- adquieren una nueva vida sin que nada parezca redundante.

Lázaro vuelve de la muerte como si nada hubiera pasado, aunque sobre quienes le rodearon se haya ensañado el tiempo y Rohrwacher rueda y filma como si la videocracia berlusconiana no hubiese devastado la áurea memoria colectiva del cine italiano, como si el humanismo pasoliniano o la mirada afectuosa de Olmi siguieran ahí… porque siguen, gracias a la maestría de esta cineasta gigantesca.

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