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Por qué se identifica la revolución con la violencia

El editor alemán Gero von Randow reflexiona sobre las lecciones que nos dejan las sublevaciones pasadas

En la discusión sobre la violencia revolucionaria a menudo se aceptan situaciones innombrables. Tiene sentido preguntarse por los criterios de la justificación: ¿son morales, legales o políticos? Con los dos primeros, el revolucionario acaba pronto. Lo que sirve para la revolución es moral, y que responda al orden legal imperante da en realidad igual: lo que importa es el criterio revolucionario. La aplicación de la violencia solo se considera mala cuando amenaza a la propia organización y cuesta simpatías. Problema resuelto.

Además, la violencia es un concepto difícil de definir. Generaciones de juristas ya lo han intentado y solo han encontrado soluciones pragmáticas. Si limitamos la definición a aquello que causa dolor físico, entonces excluimos el terror psicológico; si lo añadimos, entonces, ¿qué hacer con la humillación que suponen, por ejemplo, unas condiciones de vivienda o de trabajo indignas? ¿Y la discriminación? Esta es entonces la “violencia estructural”, de la cual algunos derivan un derecho de legítima defensa y con ello la justificación, no del todo estructural, de una violencia que lastima físicamente.

Se piensa que la indignación es un movimiento noble, pero también puede embrutecer. Alborotar es difícil de manejar

En 1967 boicoteé una fiesta del colegio con una octavilla anónima en la que se decía que estallaría una bomba para que los asistentes experimentaran realmente la guerra de Vietnam. Fue un acto violento y que menospreciaba a las personas, pues, por motivos políticos, yo quería que mis compañeros percibieran el miedo y el espanto.

Había un importante modelo para acciones de este tipo. En mayo de 1967 ardió un café en Bruselas; la Comuna de Berlín I reaccionó al acontecimiento con octavillas satíricas en las que se decía: “Un café incendiado con personas incendiadas procura por primera vez en una capital europea aquella sensación crepitante de Vietnam (estar allí y arder) que hasta ahora hemos echado de menos en Berlín”. Cinismo. Lo peor es que no fuera capaz de percibirlo; mi indignación sobre la guerra del napalm en Vietnam superaba cualquier otra percepción. Se piensa que la indignación es un movimiento noble, pero también puede embrutecer.

Para apañárselas con los ciudadanos, una parte de la izquierda radical de aquellos años justificaba la “violencia contra los objetos”, pero no la violencia “contra las personas”. Si se examina más de cerca, la delimitación no es trivial. En primer lugar, la práctica de alborotar se vuelve difícil de manejar cuando a las cosas las protegen personas. Yo, en todo caso, todavía no he vivido ninguna manifestación violenta que pudiera controlar esta frontera con precisión. Y en segundo lugar, las cosas pertenecen a las personas. Digámoslo así: el que destroza las casas y coches de otras personas debería cerrar la boca con respecto a la violencia estructural.

Hay dos formas de violencia: la ejercida y la amenazada. Sobre ellas descansa una gran parte de las relaciones internacionales entre los Estados; y también entre los individuos. La violencia ejercida es, en cierta medida, la moneda de la política: si no se encuentra ninguna solución, entonces hay que pagar en efectivo. Los revolucionarios y los contrarrevolucionarios también ejercen la violencia para amenazar con otras acciones violentas y revestir esta amenaza de credibilidad. Este es un elemento de la guerra de guerrillas y, sobre todo, del terrorismo: se debe poner mentalmente de rodillas al enemigo.

Cuando el terror lo ejercen ambas partes, como por ejemplo durante la Revolución Francesa o en las guerras coloniales de los siglos ­XVIII y XIX, tiende a una escalada cambiante y moviliza el potencial sádico de los seres humanos. Cuando se desata la violencia, eso entraña siempre que irá más allá de sus objetivos, que emerge la maldad absoluta. Este es un territorio en el que el ser humano solo se mueve con cinismo, como aquel jurado en la francesa Arrás que en 1794 se frotaba las manos con la sangre fresca de dos mujeres decapitadas, exclamando al parecer: “¡Oh, qué hermoso!”.

La violencia revolucionaria y la contrarrevolucionaria condicionan mutuamente, como ya se ha dicho, la configuración de cada una, de manera que conforman un todo violento. En ellas, los oponentes se convierten en enemigos a los que se les niega el derecho a la existencia: la política, la social y, a menudo, la física. La otra parte correspondiente se lanza a la destrucción y solo una superioridad pragmática detiene el ejercicio de la violencia. En el mejor de los casos.

Un estudió analizó 323 protestas entre 1900 y 2006. Triunfó el 53% de los movimientos pacíficos, y apenas el 26% de los violentos

En la politología se ha aventurado si los revolucionarios no serían más inteligentes renunciando por completo a la violencia, y no por cuestiones morales, sino pragmáticas. Hace unos años apareció un estudio empíricamente fundamentado bajo el título Why Civil Resistance Works. The Strategic Logic of Nonviolent Conflicts (Por qué la resistencia civil funciona. La lógica estratégica del conflicto no violento) que abordaba esta cuestión. El trabajo se apoya en una base de datos que abarca 323 movimientos de resistencia mayores, violentos y no violentos, desde el año 1900 hasta 2006. El resultado: impresiona que el 53% de los movimientos no violentos haya triunfado, mientras que solo el 26% de los violentos lo ha hecho. La ausencia de violencia tiene sobre todo la siguiente ventaja: con ella es más fácil conseguir simpatías; en segundo lugar, la represión contra protestas pacíficas solo les aporta más seguidores; en tercer lugar, cuando se trata de un movimiento no violento, a las fuerzas en el seno del sistema atacado les resulta más fácil cambiar de bando; en cuarto, los regímenes atacados por oponentes pacíficos estaban más dispuestos a negociar, de modo que los compromisos y transiciones pacíficas hacia un nuevo régimen resultaban más sencillos.

Al principio, el resultado deja perplejo. Pero el que identifiquemos las revoluciones con la violencia tiene una razón de ser muy sencilla: los cambios de régimen pacíficos no son tan dramáticos como los violentos, recordamos más fácilmente las barricadas que las mesas redondas.

Gero von Randow, periodista y editor, formó parte en su juventud de la izquierda radical alemana. Su libro Revoluciones. Cuando el pueblo se levanta, traducido por Ruth Zauner y publicado por Turner, saldrá el 22 de abril.

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