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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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Que medio siglo no es nada

'La sociedad del espectáculo', de Guy Debord, fue un libro revelación para los revolucionarios del 68

Manuel Rodríguez Rivero

1. Espectáculo

De (casi) todo lo importante hace ya medio siglo, diría algún nostálgico. Ahí tienen, por ejemplo, al pobre Macron, con su carismática tête hecha un lío acerca de la conmemoración (y cómo celebrarla) del medio siglo de la última revolución europea (y de la mayor huelga general habida en Francia tras el final de la guerra). Conocido es el poder fagocitador y chovinista de los aparatos culturales franceses, capaces de convertir hasta a Robespierre en un mito de su grandeur (y al doctor Guillotin en poco menos que en un pionero de la eutanasia tecnológica), de manera que nada sería de extrañar. Mientras se acerca el momento conmemorativo, ya se leen en la prensa de ambos lados de los Pirineos las mismas opiniones divergentes que se suceden desde 1968 a la hora de evaluar el fenómeno: para algunos —parafraseando un título de Marías— “así empezó lo malo”, es decir, el cáncer relativista de cuanto nos amenaza. Aquello, viene a afirmar, por ejemplo, Andrés Trapiello (siguiendo a Raymond Aron), fue poco más que una chirigota que estuvo a punto de embarcar a Francia en una guerra civil por frivolidad. Para otros, Mayo —del uno al otro confín— fue una demostración de que el gran espectáculo denunciado por los situacionistas desde principios de la década tenía fisuras por las que introducir las armas de la crítica. Hubo de todo aquellos días, claro, y en los que vinieron después (incluida la sorprendente transformación de aguerridos militantes maoístas que, tras la fiesta, desembarcaron impetuosos en los consejos de administración para promover cambios radicales en la productividad de la clase obrera). Sin Mayo, posiblemente, no habrían pasado muchas cosas: hay quien dice que Thatcher (1979) y Rea­gan (1981) fueron la confirmación contundente de que los amos del mundo no estaban dispuestos a admitir repeticiones que volvieran a poner al sistema al estricote. Hubo un libro —de cuya publicación hace ahora medio siglo— que para muchos estudiantes revolucionarios que ya no creían en las virtudes taumatúrgicas del “socialismo real” se convirtió en una especie de enquiridión para entender un mundo que no les satisfacía. Su título: La sociedad del espectáculo; su autor, Guy Debord. Sus tesis no eran tan nuevas: podrían rastrearse en las tempranas críticas de Marx al fetichismo de la mercancía y a la alienación provocada por las condiciones de producción del capitalismo triunfante (pero aún no glorioso). Pero Debord no hablaba solo de la clase obrera o de los condenados de la tierra, sino de (casi) todos los afectados por el capitalismo (en eso también se adelantaba a la transversalidad de los actuales populismos de izquierda). Denunciaba sobre todo el modo en que las industrias socioculturales tendían a convertirnos en seres separados de nuestros propios (y auténticos) deseos. De cómo el placer por prescripción industrial se había convertido en mercancía rentable. Y decía eso —y mucho más— en un lenguaje asertivo y contundente a lo largo de 221 tesis a cual más provocativa. El libro se sigue leyendo hoy con bastante provecho, con tal de que no nos fijemos demasiado en su retórica y en lo que nos han enseñado los últimos 50 años en los países más desarrollados. El espectáculo ha crecido, se ha perfeccionado con nuevos escenarios tecnológicos que lo reproducen especularmente hasta el infinito y más allá. Ojeando la vieja edición de Champ Libre no he podido por menos de acordarme de cómo llegó a mis manos el primer texto situacionista que leí: me lo pasó Ramón García, era un panfleto anónimo (años más tarde supimos que su autor había sido el tunecino Mustapha Khayati) que se llamaba De la misère en milieu étudiante y, como todos los escritos influyentes, hablaba de cosas que la gente experimentaba pero nadie había sabido expresar tan claramente. Luego vinieron los textos fundacionales de Vaneigem (Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones; Anagrama) y Debord (La sociedad del espectáculo; Pre-Textos): un par de libros que figuran por derecho propio en muchas de las listas de ensayos más influyentes de los últimos 50 años.

2. Desechable

Ya he explicado en alguna ocasión el rutinario proceso al que someto a la mayoría de libros que me llegan. En primer lugar los cribo: enseguida, como ocurre cuando entramos en una librería, me doy cuenta de cuáles no me interesan y cuáles merecen una primerísima y somera lectura (paratextos, índice, prólogo) y, si la superan, otra más definitiva y completa. Los primeros van al cajón de desechables, donde pronto les harán compañía un tanto por ciento muy elevado de los segundos y bastantes de los terceros. Por supuesto, y como les ocurre a todos los editores, me equivoco, y entre los desechados puede haber cosas que interesarían a cualquier otro. Esta semana, por ejemplo, he enviado al poblado cajón, después de una lectura bastante más exhaustiva de lo que merecía, un inútil centón de un ensayista al que en otras ocasiones (como en El olvido de la razón; Debate) he leído con cierto provecho: Dios en el laberinto (Debate), del argentino Juan José Sebreli. Se trata de una pretendida crítica totalizadora y multidisciplinar de lo sagrado, especialmente de la idea y las máscaras de Dios a lo largo del tiempo. Pero la ausencia de un plan organizador, las repeticiones, los juicios atrabiliarios y la falta de rigor lastran las 800 páginas de este deslavazado ensayo, en el que solo he encontrado interesante (y me temo que por puro morbo) las dedicadas a la trayectoria (social y política) de Bergoglio, nuestro populista papa “del fin del mundo”. Mucho más interesante, pero centrado en la aparición del sentimiento religioso —desde el Paleolítico hasta la era axial—, resulta La religión en la evolución humana, de Robert N. Bellah, publicado por CIS (traducción de Juan Ramón Azaola, Andrés Barba y Carmen Cáceres).

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