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Las otras movidas del rock español

Dos recientes libros reivindican los estilos y bandas de los años setenta y ochenta mediáticamente oscurecidos

EL PAÍS

No es de extrañar que, en un país tan dado a las polarizaciones, al estás conmigo o contra mí y a los revisionismos históricos de trazo grueso, sendos volúmenes históricos planteen con evidente retranca la disyuntiva entre bandos opuestos: rockeros insurgentes vs modernos complacientes (haciendo suya la letra de La Puerta de Alcalá) y apocalípticos vs desintegrados (pervirtiendo el ensayo de Umberto Eco). El caso es que los años setenta y la primera mitad de los ochenta sonaron a rock progresivo, rock urbano (llamado rock bronca en un primer momento), canción de autor heterodoxa y heavy metal, más allá de la imagen estereotipada que ha calado hasta nuestros días, según la cual no hubo nada más allá de la sempiterna (y a veces tan glorificada) movida, con epicentro en la capital.

La sociología ofrece un abanico de herramientas para calibrar el fenómeno en todos sus matices, más allá de visiones sesgadas, y a ello se ha aplicado el madrileño Fernán del Val con un libro que debería convertirse en toda una referencia: Rockeros insurgentes, modernos complacientes: un análisis sociológico del rock en la Transición (1975-1985). Considerable pero completísimo tocho, que nace de una tesis pero se transmuta en un texto ágil y apasionante, cotejando estadísticas y datos de la época con testimonios de músicos (Sabino Méndez, Julián Hernández, Julio Castejón, Sherpa), periodistas (Diego Manrique, Jesús Ordovás, Vicente Mariscal Romero, Patricia Godes, José Manuel Costa), y aficionados con extraordinaria retentiva.

Los métodos combinados de Pierre Bordieu, Motti Regev o Antoine Hennion son la base, pero que nadie se asuste: los aplica de forma ecuánime para abordar la supuesta concienciación política de aquellas escenas, mediáticamente oscurecidas por la presuntamente frívola movida. El texto matiza y en ocasiones desmonta algunos tópicos. Resalta el hecho de que se olvida con frecuencia de que las giras que más contribuyeron a institucionalizar el rock español fueron las multitudinarias de Miguel Ríos en 1982 y 1983, y no las de ningún apóstol nuevaolero. O el de que el heavy y el rock urbano, generalmente politizados, también destinaban hueco al hedonismo (Obús, Coz), mientras la movida, denostada por superficial y complaciente, utilizaba la ironía y el humor negro para criticar valores tradicionalmente ligados al anterior régimen, como la familia (Voy a ser mamá), la religión (Quiero ser santa), el sexo (La revista) o el nacionalismo (El imperio contraataca).

Evidentemente, la extracción social influía: los heavies transigían con las exigencias de las grandes disqueras (aunque los De Castro, de Barón Rojo, no venían precisamente del lumpen), mientras los modernos plantaban cara a la industria por su origen económicamente más acomodado (aunque Servando Carballar y otros no eran precisamente de clase alta). Los segundos sabían idiomas, despreciaban el virtuosismo y sincronizaban con lo que bullía en Londres o Nueva York, frente al inmovilismo de los primeros. Pero Del Val erosiona con tino aquella dicotomía entre dos bloques que en absoluto eran graníticos. José Manuel Costa recuerda una “gloriosa conexión” entre ambos mundos: Burning. El músico Salvador Domínguez afirma que los artistas más cotizados en 1981 eran Tequila, Miguel Ríos, La Mondragón y Alaska y los Pegamoides. Y a falta de datos concluyentes sobre inversiones municipales en saraos, parece bastante evidente que la movida, lejos de ser un invento del PSOE, sí le vino muy bien a aquella clase dirigente para hacerse la foto cuando el fenómeno ya había prosperado sin necesidad alguna de respiración asistida.

Uno de los periodistas a quienes más se les afeó su atención a la emergente nueva ola de fin de los setenta es Jesús Ordovás. Quizá por eso es tan pertinente su Fiebre de vivir. Apocalípticos y desintegrados en el rock español de los 70 (Efe Eme), valioso recuento de entrevistas con músicos anteriores a aquel estallido (Fernando Arbex, Pau Riba, Sisa, Asfalto, Moris) y de artículos suyos, enmarcados en una época en la que precursores como Smash, que fundían rock anglosajón y tradición andaluza, vivían sus años de plomo: la de las canciones del verano de Fórmula V o Los Payos. Su libro es una magnífica radiografía de aquel tiempo de festivales pioneros (el de Burgos del 75, tristemente bautizado como el de la cochambre, los Canet Rock), de sellos pioneros como Gong, Chapa o Edigsa, y de un entramado de escenas que tenía en Madrid, Catalunya o Andalucía sus máximos focos de efervescencia, y a músicos como Triana, Gualberto, Eduardo Bort o la Dharma como exponentes. Aunque lo mejor de su tuétano es De qué va el rollo, clarificador y vivaz ensayo de 1977, aquí rescatado íntegro, y testimonio de una época de cambios vertiginosos. Una mudanza de costumbres y sonidos que reorientaría el radar de cualquier cronista, por mucho que haya quien culpase al propio Ordovás (Julio Castejón, de Asfalto) del éxito de Alaska, Nacha Pop o Radio Futura

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