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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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El cartel de Cali, versión EE UU

La nueva entrega de ‘Narcos’ presenta una guerra maniquea donde están ausentes los colombianos de a pie

Diego A. Manrique

Al principio de cada capítulo de Narcos, un aviso insiste en que la serie se basa en hechos reales, aunque se hayan "ficcionalizado" (es decir, inventado) personajes, nombres, empresas, incidentes, ubicaciones y sucesos. Inicialmente, suena a argucia de abogados para evitar querellas de los implicados o sus descendientes.

Al final de la temporada 3, uno entiende que esa declaración apunta directamente al público que se plantee su grado de autenticidad. Claro que ese sector sabe o debería saber que la crónica del Cartel de Cali es infinitamente más compleja que todo lo que pueda caber en estos diez capítulos de una serie televisiva.

Quizás Narcos sea más verosímil que Los intocables, aquella serie en blanco y negro sobre agentes federales que defendían la Prohibición. Que despertó la ira de Frank Sinatra y otros ilustres italoamericanos, obligando a cambiar la etnicidad de los villanos de la narración, a la vez que enfatizaba la aportación de los italianos a las fuerzas policiales.

En Narcos, esos prejuicios raciales se esquivan utilizando cineastas y actores latinos. La nueva temporada está narrada a través de Javier Peña, sufrido agente chicano de la DEA que, en puridad, ya había abandonado Colombia cuando ocurren los hechos aquí "ficcionalizados". Su intérprete, el chileno Pedro Pascal, ostenta una formidable presencia física pero aquí se ve obligado a tragar sapos y culebras cada vez que su "guerra contra las drogas" debe ceder el paso a la prioritaria "guerra contra el comunismo" de las FARC.

Se supone que es un policía resolutivo pero poco diplomático, vista la cantidad de pulsos que pierde cuando se empeña en enfrentarse con el imponente Embajador estadounidense o el viscoso jefe de la CIA en Bogotá. En la serie, Peña intenta mantener un pelín de dignidad al jubilarse prematuramente (otra mentira ¡qué más da!). Su secuencia final va más allá de lo bochornoso, al presentarle en compañía de su padre, un Edward James Olmos convertido en viejecito salido de algún telefilme de realismo mágico de serie B, haciendo trabajos de campesino mientras los malos siguen a lo suyo a corta distancia, contrabandeando coca a través del Río Grande.

Ni modo, como dirían en México: para entonces, Amado Carrillo ya movía sus aviones de carga. Disfruten de Narcos 3 como lo que es: un thriller, una historia de acción con balaceras, redadas, escapes imposibles. Por una vez, hay elementos de humor, gracias a Javier Cámara, encarnando a Gillermo Pallomari, jefe de contabilidad del cartel, maravillosamente inconsciente de los riesgos de su trabajo.

Aquí se incrementa la deprimente sensación de estar presenciando un juego de rol, donde los nativos solo ponen el decorado. Con respecto a las primeras temporadas, que transcurrían en el Medellín de Pablo Escobar, no hay argumentos incómodos sobre consumidores y proveedores. Se limita la gama de colombianos presentados con voz: en la tercera temporada solo caben narcos, policías, militares, políticos y, bueno, una periodista.

De paso, pierden la oportunidad de desarrollar la identidad de Cali, apenas sugerida como la capital de la salsa con la banda sonora. Si quieren saber más sobre esa vertiente hedonista de la ciudad, sugiero buscar ¡Que viva la música!, la novela generacional de Andrés Caicedo, recién llevada al cine.

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