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Madrid en la Fil
Tribuna
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Yo también soy Emmanuel Carrère

Carrère es uno de los pocos autores que me han acompañado desde que llegué a vivir a París, su ciudad, hace 17 años

Jorge Volpi
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Abro mi ejemplar de Le Monde mientras el tren se pone en marcha. El asiento del pasillo permanece vacío hasta que una joven se abalanza sobre él y, empujada por el traqueteo, derrama el café sobre sus jeans. Cuando me decido a ayudarla, ella ya ha restregado la tela y se coloca en el regazo su copia del diario. A lo largo de esas semanas de julio de 2002, el periódico ha publicado una serie de cuentos en colaboración con Gallimard y me apresuro a extraer las hojas que deben plegarse para obtener una versión un tanto rupestre de la clásica colección de la NRF. Abro mi improvisado cuadernillo y leo: "Antes de subir al tren, has comprado Le Monde en el quiosco de la estación". El texto está escrito en segunda persona, como Aura, pero si en Fuentes el recurso vuelve la trama fantasmagórica, aquí el autor da órdenes muy concretas a su lector. O más bien a su lectora, pues el texto va dirigido a una mujer en el TGV de las 14:45 a La Rochelle. Justo el que ahora compartí con mi vecina.

La joven parece concentrarse en las mismas líneas que yo: el autor no deja de escribirle a su amante, con la que espera reunirse en unas horas, y le da instrucciones sobre lo que debe hacer y pensar. Un catálogo de guiños eróticos que creo ir avistando, de reojo, en mi compañera. No contaré aquí el resto de la trama —quien arda por leerla la encontrará en Una novela rusa—, y me limitaré a decir que sube de tono hasta que el autor le exige a su amante que se levante al baño: justo cuando leo esta frase, mi compañera se yergue a toda prisa. Pienso en seguirla, pero me quedo clavado en el asiento, nervioso y febril, cavilando sobre si será la amante del autor o solo otra de las mujeres que avanzan por el pasillo gracias a este texto de ficción que irrumpe tan estruendosa en la realidad.

En Una novela rusa, Emmanuel Carrère revela que escribió este relato como un insólito regalo para su pareja que no tuvo el resultado que esperaba. Hasta entonces, él era conocido sobre todo como un escritor de novelas, quiero decir de novelas novelas, pero el cuento de verano de Le monde, esa suerte de ofrenda erótica, provocó un cortocircuito en su escritura que, sumado a una crisis sentimental que también era una crisis familiar y literaria, lo alejó para siempre de este oficio. Hoy Carrère lo proclama sin pudor: a partir de entonces ya solo escribe novelas sin ficción.

Su malestar se había iniciado años atrás con El adversario, su libro más célebre. La trama es bien conocida: tras quedarse en el paro, Jean-Claude Romand, un ejemplar padre de familia, finge por años que continúa trabajando para la Organización Mundial de la Salud. Cuando su engaño está a punto de quedar al descubierto, asesina a sus padres, a su mujer y a sus hijos e intenta suicidarse sin conseguirlo. Decidido a contar esta siniestra historia, Carrère pensó escribir una novela a la manera de A sangre fría, investigó el caso, se entrevistó con el asesino y se propuso imitar el estilo elegante y neutro de Capote.

Al poco tiempo, la tarea se le reveló imposible. Pero los grandes escritores son quienes transforman los fracasos en victorias y Carrère tuvo una iluminación. La verdadera historia de A sangre fría, reparó entonces, es justo la que no se cuenta en el libro: la tortuosa relación entre el autor y sus personajes. La historia de Capote, el novelista, y Perry, el asesino. Con este presupuesto en mente, Carrère comenzó de nuevo su libro sobre Romand que se transformó en un libro acerca de su relación con Romand. Y, al hacerlo, descubrió el camino hacia un nuevo tipo de novela: una especie mutante entre la autobiografía y la novela documental o novela sin ficción.

Carrère es uno de los pocos autores que me han acompañado desde que llegué a vivir a París, su ciudad, hace 17 años. Leí El adversario en 2001, mientras desempacaba en el loft con decoración marítima que rentaba cerca del Canal Saint-Martin, y desde entonces no he dejado de leerlo. Primero, sus novelas novelas: Bravura, Hors d’atteinte, El bigote y Una semana en la nieve; luego, su insólito ensayo sobre ucronías, El estrecho de Behring, y su biografía sobre un dios en común, Philip K. Dick; más adelante, en cuanto se publicaron, Una novela rusa, De otras vidas además de la mía (no me gusta la traducción oficial: De vidas ajenas), Limónov y El reino; y, hace unas semanas, mientras viajaba por China, su recopilación de artículos, ensayos y relatos sin ficción —que es también una especie de autobiografía intelectual— titulada Conviene tener un sitio adónde ir.

Una lección básica en literatura es que jamás hay que creerles a los escritores, sobre todo cuando nos dicen de qué escriben. La línea que divide en dos la carrera de Carrère me parece un tanto equívoca. En el fondo, no es sino uno de esos escritores (de esos humanos) que no se bastan a sí mismos. Durante años, su timidez lo llevó a retratarse mediante otras vidas, además de la suya, a través de personajes imaginarios; ya maduro, salió del clóset de la ficción para retratarse a través de otras vidas, además de la suya, extraídas de esa fantasía igual de enrevesada a la que llamamos realidad.

Me detengo en la cesura o hiato que se abre entre El adversario y Una novela rusa, crucial para entender la poética de Carrère. Entre 1999 y 2007 median ocho años de silencio o de ese silencio relativo de quien se dedica a la escritura. ¿Qué ocurre en este lapso? ¿Cómo da el salto de novelista a novelista sí mismo? Tras el éxito de El adversario, se le abren dos caminos: el regreso a esas historias un tanto kafkianas o dickensianas (de Dick, no de Dickens) que ha pergeñado hasta entonces o ir más allá en la exploración de su propia vida iniciada en su comparación con Romand.

Ocurren entonces dos hechos clave en su vida: la crisis de pareja asociada con aquel cuento de Le Monde y la invitación a escribir un reportaje sobre el último prisionero de la segunda guerra mundial, un húngaro que permaneció por décadas en un campo de detención soviético negándose a aprender ruso. Un viaje a Budapest lo conduce, a su vez, a Kotelnich, un páramo en medio de la nada, detritus del mundo soviético, donde Carrère descubre o redescubre su ascendencia rusa. Su madre, la historiadora Hélène Carrère d’Encause, es hija de un georgiano que desapareció en 1944, el mismo año que el húngaro de su reportaje.

Cuando Carrère se decide a contar la historia de su abuelo, su madre se lo prohíbe de manera tajante. Esta objeción de narrar lo íntimo destapa su obsesión por hacer lo contrario: no solo contar lo que le sucede a él, sino a quienes quedan atrapados en su entorno. Su paso de la ficción a la no ficción autobiográfica luce, así, como un acto de desobediencia. El primer ensayo de esta nueva técnica, sin embargo, no es un proyecto literario, sino cinematográfico: Regreso a Kotelnich.

A partir de ahí, todo se encadena: los viajes al poblado ruso, su desventura amorosa, el envenenado regalo en forma de cuento de verano y, sobre todo, la prohibición materna: los disparadores hacia un nuevo tipo de narración que, en sus manos, se vuelve más libre que nunca. De pronto, Carrère ya no necesita de la imaginación, o más bien encuentra una nueva forma de emplearla: no ya para inventar, sino para coser y darle cierto cauce al flujo caótico e inaprehensible de la existencia y de su existencia.

La prohibición de no contar se resuelve en la obsesión por contarlo todo: es así como Carrère se arriesga a exponer a los suyos y a exponerse con ellos. En sus páginas comparecen los personajes con los que se cruza y sus historias agridulces, trágicas, cómicas, ridículas, heroicas, entreveradas con sus amores y desamores, inseguridades y osadías, obsesiones literarias y fílmicas, temores y celos, fracasos y triunfos. Un vasto fresco narrativo que bien podría llamarse De mi vida además de las otras.

De mero autor, Carrère descubre el placer de transmutarse en un personaje que transita de libro a libro. Una novela rusa se enlaza con el tsunami que dispara su siguiente obra, la cual lo impulsa a su vez hacia Limónov y Limónov, la biografía autobiográfica de este hombre que parece extraído de la más rocambolesca de las novelas rusas: escritor de culto en París, vagabundo en Nueva York, paramilitar en Serbia, disidente en Rusia.

Último eslabón de la cadena es El reino, crónica de una conversión y de una fe perdida, así como arriesgada exploración literaria del Nuevo Testamento. Si antes Carrère escogió como espejo a un héroe o antihéroe ruso, ahora se ve en el espejo de San Marcos, el evangelista que narra la historia de otro hombre que, como Limónov, algo tiene de ángel y demonio: Pablo de Tarso. Al hacerlo, cierra el círculo, pues es tan poco lo que conocemos de estas figuras capitales del cristianismo que, al reinventarlas, retorna por la puerta falsa a los senderos de la ficción.

Hoy que recibe el Premio FIL de Lenguas Romances, conviene decirlo: la habilidad de Emmanuel Carrère para crear ficciones desasosegantes y ambiguas, y su no menos desorbitado talento para entretejer su vida con otras vidas grandes y pequeñas y para observarlas con la empatía de quien la vuelve suyas, lo convierten en una de las voces literarias más arriesgadas e influyentes de nuestro tiempo. Tras tantos años de concebirlo como un personaje de ficción, es una alegría descubrir aquí, en la Feria del Libro de Guadalajara, que también es real.

Al descender del tren, busco a mi compañera de viaje y la sigo a unos pasos de distancia. Arrastra una maleta negra y su cabello se agita con el viento de la costa. No quiero que imagine que soy un acosador o un loco. Ella me mira de arriba abajo, sonríe por un segundo y se apresura hacia la salida. Yo me quedo ahí, atónito, sin saber qué hacer. De pronto me doy cuenta de que me he quedado solo en el andén. O casi solo: varios metros más allá, distingo una silueta masculina que permanece a la vera del TGV de París a La Rochelle hasta cerciorarse de que ha bajado el último pasajero. Ahora creo saber quién es.

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