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sillón de orejas
Columna
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Muertos, pero no del todo

No he podido evitar tomarme como agravio personal la muerte de George A. Romero, el cineasta que dio carta de naturaleza a los zombis en la gran pantalla

Manuel Rodríguez Rivero
Fotograma de 'La noche de los muertos vivientes', de George A. Romero (1968).
Fotograma de 'La noche de los muertos vivientes', de George A. Romero (1968).

1. Romero

No he podido evitar tomarme como agravio personal la muerte de George A. Romero, el cineasta norteamericano que dio carta de naturaleza a los zombis en la gran pantalla. Me enteré tarde del deceso, cuando llegué a casa un poco tomado y renqueante después de una reunión de amigotes con aire acondicionado en la que los gin-tonics habían circulado más de la cuenta mientras discutíamos con pasión casi adolescente acerca de la literatura de estos días: entre nosotros había lo que Ortega llamaba vespertinos —es decir, pesimistas que creen que todo va a peor y ponen como ejemplo recientes novelas de pretendidos autores literarios — y matutinos, que declaraban con vehemencia, por ejemplo, que Gonzalo Torné es lo mejor que le ha pasado a la novela española desde Martín-Santos. Como no encontraba taxi, tuve que atravesar caminando la Plaza Mayor, que a esas horas de la madrugada parecía un auténtico paisaje de la multitud que orina, con permiso de FGL. Fue ahí, en medio de la elegantísima explanada en la que se habían celebrado tantos infaustos autos de fe, donde recordé entre brumas etílicas una siniestra historia que alguien me había contado referida a la estatua ecuestre de Felipe III que la preside y (quién sabe) guarda. En abril de 1931 un grupo de exaltados (¿o eran surrealistas sin saberlo?) que creía que toda la República era orégano la tomó con la estatua ecuestre de Juan de Bolonia introduciéndole al caballo por la boca un par de explosivos. El caballo y su regio jinete saltaron en mil pedazos, lo que propició un lúgubre descubrimiento: por el suelo yacían desperdigados miles de huesecillos de los centenares de pájaros que a lo largo de los siglos habían entrado —como la dinamita— por la boca del corcel, hallando una muerte horrible en su trampa de bronce. No volví a pensar en el funesto suceso hasta que, ya cansado de la caminata (como decía Gómez de la Serna, de noche las calles son más largas) y tras encontrar taxi, llegué a casa y puse las noticias del canal 24 Horas para ver si Rajoy, Puigdemont y Antonio García Ferreras habían dimitido (no lo habían hecho) o se habían exiliado (tampoco): fue entonces cuando me enteré de la muerte de Romero, que por alguna razón relacioné con la historia de los pajarillos-zombis (no paro de imaginar la desesperada chillería en aquel vientre oscuro). Pensé que Stephen King, uno de los grandes de la literatura de terror, que consideraba a Romero uno de sus cineastas de terror favoritos y había colaborado un par de veces con él (recuerdo, por ejemplo, sus películas Creepshow o La mitad oscura), podría utilizar la historia del caballo como motivo premonitorio de una de sus espeluznantes historias de terror claustrofóbico. En cuanto a Romero, finalmente me acosté con la boca pastosa y mi embotada cabeza repleta de imágenes de La noche de los muertos vivientes (1968), pero no apagué la luz de la mesilla.

2. Gioia

Ya no queda ningún buen aficionado al jazz que no haya oído hablar de Ted Gioia. Su nombre es sinónimo de pasión por la música más genuinamente norteamericana, y sus libros, especialmente su Historia del jazz (1997), se han convertido en referencias ineludibles para quien desee entender y saber más de esta música, uno de los más conspicuos legados culturales del siglo XX. La editorial Turner, que siempre ha prestado en su catálogo especial importancia a la música en todas sus formas, y que ya había publicado los demás libros fundamentales de Gioia (además de la ya mencionada Historia del jazz, Blues, la música del delta del Mississippi y El canon del jazz), acaba de publicar Cómo escuchar jazz, un estupendo manual para principiantes (y los que no lo son) que, a su vez, constituye un ensayo personal sobre la historia y los estilos del jazz, desde sus orígenes legendarios hasta sus controvertidas “fusiones” contemporáneas. Gioia desenmascara el “misterio” de las grandes composiciones como resultado de la mezcla infalible de inspiración, improvisación y técnica, deteniéndose en temas, intérpretes e instrumentos. Y avanzando una lista —a la vez arriesgada, sugerente y discutible— de la élite de los maestros del jazz que se encuentran “a principios o a mediados de su carrera”, y que permitirá a muchos aficionados acercarse a las tendencias más actuales y renovar su discoteca. Un libro imprescindible.

2. Perec

Una buena amiga que regresa de Francia para torrarse en estos calores me regala los dos volúmenes (con su “cofre”) de las Oeuvres de George Perec (1936-1982), recientemente publicados por La Pléiade, que con ese monumento de papel semibiblia ha convertido oficialmente al autor de Las cosas (1965, Anagrama), W o el recuerdo de la infancia (1975, Menos Cuarto) o Me acuerdo (1978, Impedimenta) en lo que ya era en la consideración de sus lectores: un auténtico clásico de la literatura de la segunda mitad del siglo XX, uno de sus más conscientes y originales renovadores, uno de sus más ineludibles y lúdicos revoltosos (como también lo fueron, a su manera, Joyce o Cabrera Infante o, no siempre, Julián Ríos, de quien ya no se oye hablar). El regalo coincidía con una noticia aparecida estos días en los medios franceses, según la cual el avispado propietario del apartamento (en la calle Linné 13, cerca del Jardin des Plantes) en el que vivió el escritor los últimos años de su vida lo ha puesto en venta (52 metros cuadrados; 745.000 eurillos) anunciando, entre las cualidades y prestaciones del piso, que allí vivió Perec. Lo que nadie explica es si en los años transcurridos desde su muerte hasta hoy su antigua vivienda estuvo habitada por algún oulipiano, por ver si se le pegaba algo.

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