Claves de ‘Cien años de soledad’
La obra maestra de García Márquez fue la primera en español que dejaba de ser una paliza (de pícaros, quijotes, páramos y cruces) y abrió al lector un lugar hospitalario
Los orígenes
A Gabriel García Márquez lo asaltó la idea de la novela cuando su madre le pidió acompañarla a Aracataca, el pueblo donde nació, para visitar la casa de su infancia y venderla. Pasaron 40 años y varias versiones antes de que un día, llevando a Mercedes y los muchachos de vacaciones a la playa, se le reveló la clave que había buscado en vano: lo contaría todo como lo había hecho su abuela, como si todo fuera cierto. Giró el auto, volvió a la ciudad de México y se encerró un año a escribir. Cuando despertó, la novela estaba allí.
El título
Hay una canción afroamericana llamada One Hundred Years of Solitude, un lamento de esclavos del Sur. Y hay un corto del cine mudo en el que un soldado de la guerra civil, frente al pelotón de fusilamiento, recuerda su vida fugaz. Pero en Cien años de soledad se trata de la sol-edad, la edad solar. La saga guerrera de los padres, cuya extraordinaria arbitrariedad multiplica las batallas y destruye la familia, el pueblo y la memoria. Su primer título fue La casa. Postulaba la casa familiar, reconstruida por la lectura. Por primera vez, la novela en español deja de ser una paliza (de pícaros, quijotes, páramos y cruces) y abre al lector un lugar hospitalario.
La hipótesis
Esta novela se construye en contra de la tradición narrativa, socialmente situada. En lugar de espacios antagónicos (vida pública-vida privada), postula la complementariedad del modelo cognitivo aborigen. Los opuestos se articulan, se requieren, y hacen figura. Los ciclos de abundancia y carencia se suceden como espacios del mundo al derecho y el mundo al revés. Cien años de soledad es también un alegato de las regiones; esto es, de un relato previo a los Estados, libre de las fronteras, legendario y autárquico. Al final, todo lo hemos leído por sobre el hombro de otro lector, el último de los Buendía. Cada lector es el último Buendía. O el primero de una patria paralela, la lectura.
Los ciclos
Ya en la primera página advertimos que los estilos que se traman corresponden al discurso mítico, que encarna en los gitanos, los jóvenes que ensayan la alquimia y el patriarca que utiliza los “inventos” disfuncionalmente. Pronto emerge el discurso histórico, con las elecciones tramposas, la rebelión de Aureliano y la guerra civil, que traduce un radical desengaño de la historia política. Se trama enseguida la voz de los recuentos (“Esto ya me lo sé de memoria”, dice Úrsula). Y cierra la espiral el habla apocalíptica, cuando la novela se va borrando a sí misma. Cada lenguaje es, a la vez, temporal: legendario, cronológico, memorioso y del fin.
Los lectores
Cien años de soledad le ha dado al acto de leer una función emotiva, educándonos en su extraordinaria sutileza, a un tiempo barroca y lírica, tan elaboradísima como ligerísima. La gran parábola de la lectura es la “peste del insomnio”, que pone a prueba la capacidad del nombre de retener a la cosa que nombra. Pero no sólo se trata de las escenas de la lectura que se despliegan una detrás de otra, como un escenario más barroco que fantástico. Se trata también de que esta novela, excediendo la lección de Borges, no sólo inventa a sus precursores (Rabelais, Faulkner, Rubén Darío), sino que crea a sus lectores. Quienes la leímos el mismo año de su aparición (1967) confirmamos nuestra fe en una América Latina capaz de su diferencia creativa y moderna. Pero una generación después fue leída como la utopía emancipatoria de los proyectos nacionales perdidos. Mis estudiantes la leen intrigados por su propio asombro, placer y zozobra, como si sólo en el lenguaje español, desde el Quijote, fuese posible sustituir al mundo desde la escritura.
El incesto
La obsesión del incesto la lleva Úrsula como una maldición del linaje. En el origen está el hijo con cola de cerdo, y está también en la profecía del hijo comido por las hormigas. La prohibición del incesto organiza el sistema de parentesco y da un valor de intercambio al bien familiar más preciado, las hijas. Pero en la novela lo que no se construye es la vida cotidiana, seguramente agotada por Balzac. Úrsula, sin embargo, hace del incesto otra denuncia de la violencia patriarcal. Como Pedro Páramo de Juan Rulfo, Cien años de soledad combate la paternidad errática como el centro del mal.
El realismo mágico
Al joven escritor que me preguntó qué nos queda del realismo mágico le respondí: nos quedas tú. Porque nada es más real que la magia de la lectura. Y cualquiera que haya reconocido la ética de los afectos podrá transcurrir deleitoso por estas páginas de provecho. Una vez le pregunté a Toni Morrison si los negros que en sus novelas vuelan de vuelta al África salían de las páginas de Gabo. No, me respondió, salen de Ohio. Había ella encontrado ese mito popular entre los campesinos negros. Cuando el padre se marchaba, la familia acudía a esa explicación. Como ocurre con Remedios la Bella. Cuando un vendedor ambulante se robó a la chica bonita del pueblo, su familia explicó que había subido al cielo en cuerpo y alma. En ambos casos, la cultura popular sutura las heridas sociales con el mito del vuelo. Si el negro de Toni Morrison se cruza en el cielo de las Antillas con Remedios la Bella es porque ambos salen de la cultura afroamericana. Él es el ángel de la historia (de la destrucción), ella es el ángel de la fábula (de la reparación). Se cruzan, en verdad, en el horizonte de nuestra lectura. No es fácil leer, pero se aprende.
Cien años de soledad es el primer libro de la colección Biblioteca Gabriel García Márquez que EL PAÍS ofrece desde este domingo a los lectores.
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