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Los conciertos de rock: la mayor celebración colectiva de nuestro tiempo

La música en directo, de Elvis Presley a Coldplay, ha intensificado las emociones del público durante los últimos setenta años y ha acompañado la evolución de la sociedad del espectáculo

Rock concerts
Público en el concierto de Yungblud en el Mediolanum Forum de Assago. Milan, Italia, marzo de 2023.Sergione Infuso (Corbis / Getty Images)
Jordi Amat

El Wanda a reventar y al cabo de una semana el Estadi Olímpic. Un total de 25 años de la maqueta que desde un barrio poligonero llegó a toda España. La noche de Estopa. La memoria sentimental de dos generaciones se activa desde la primera canción. Los tengo delante. No sé si son hermanos como los Muñoz, pero como si lo fueran. Ríen, cantan, se abrazan. Uno lleva el pelo rapado, el otro tiene las rastas recogidas con una cola, los mismos pendientes y visten camisas con cenefas. Una baila y canta a grito pelado. Lo miro y se me acerca para hacerme una pregunta.

—¿Tampoco te la sabes?

Sonríe. Luego me ofrece vaciar su vaso de cerveza en el mío y al final remata proponiendo compartir la papelina que saca del bolsillo. Reímos. Nunca nos habíamos visto, pero compartimos un instante de plenitud. Es la extraña comunión que puede vivirse en un concierto de rock. “Las amarguras se vuelven amapolas”.


Desde hace 70 años, de Elvis Presley a Coldplay, la industria del espectáculo ha ido reinventando el concierto de rock. La música cambia con la sociedad y el progreso tecnológico. Para comprender parte de esa evolución, me chiva Julián Viñuales —editor de Libros del Kultrum especializada en música—, el libro fundamental es la crónica coral Rock Concert (2021) de Marc Myers. Su relato avanza cosiendo testimonio. Cantantes, promotores, técnicos de sonido, espectadores… Llega hasta el Live Aid, el concierto benéfico de 1985 donde se vio una de las actuaciones que han acabado por convertirse en uno de los momentos míticos de la historia del rock: Queen. La previa se escenifica en el arranque de Bohemian Rhapsody (2018), el biopic de Freddy Mercury que culmina con la recreación hiperrealista de esos 20 minutos de perfección en Wembley. Pero Myers, naturalmente, empieza por los años cincuenta.


“De aquel tiempo nos vienen recursos materiales y actitudes culturales que aún son nuestras. Desde los electrodomésticos, que por entonces se popularizan, hasta el rock and roll, que por entonces nace”, escribieron Serna y Lillo en Young Americans. Esos jóvenes, tal vez ellas más, fueron los sujetos de un cambio sociológico cuya expresión fue el rock. Por ejemplo, Kay Wheeler. Tenía 15 años.

En 1955 lo escuchó por primera vez en la radio, el primer canal difusor del rock. En la emisora local un pinchadiscos dijo que Presley era ridículo y ella decidió crear el club de fans. Como era una oportunidad más de explotar la marca Presley, Wheeler fue invitada a un concierto. El 15 de abril de 1956, en el auditorio municipal de San Antonio (Texas). El cantante la hizo entrar en el camerino, luego la invitó a ver el concierto entre bastidores. Pudo ser el de las tres o el de las ocho de la tarde. “Tan pronto como el público lo vio, se desató el caos. Hubo una explosión instantánea. Eran tantos gritos que apenas se podía oír, una explosión de emoción de las jóvenes”. Ella impulsó el estreno de Presley en Dallas. Se vendieron 26.500 entradas. Algunos lo consideran el primer concierto en un estadio deportivo.

Lo que se vivía allí es lo que muestra el biopic Elvis en la escena de su primer concierto. Si la guitarra del cantautor folk Woody Guthrie mataba fascistas, el cuerpo, la voz y el rostro de Presley desvirgaba capas de represión. Esta intensificación de una emoción, que va del cuerpo al cerebro, seguramente sea la experiencia más potente que pueda vivirse en un concierto de rock. La comparación más habitual para describir esta vivencia es la transmisión de energía del músico al público. Esa energía despersonaliza, se retroalimenta cantando y moviendo el cuerpo en grupo y así se vive la emoción con una excepcional intensidad asociada al espíritu de la juventud.

“Lo que lo hizo excepcional es que Elvis no cantaba para nuestros padres sino para las chicas adolescentes”, rememora Wheeler. Era una revolución moral y era entretenimiento capitalista propuesto por hombres blancos a jóvenes con poder adquisitivo. Desde la aparición del archivo infinito de YouTube y la industria de la nostalgia (giras conmemorativas, series, biopics, documentales), “el rock está ahora lo suficientemente viejo y establecido como forma de arte para sustentar su propia industria mitológica”, sentenció el crítico Simon Reynolds en el ensayo Retromanía. “Las biografías de las auténticas rock stars superan a las creaciones más imaginativas, aparte de exhibir el latido de lo real”, sentenciaba el maestro Manrique. Lo que era puro presente ahora también es Museo.

Los primeros Beatles claro que cantaban para ellas. En noviembre de 1963 ya se había desatado la locura, muestra el documental Eight Days a Week (2016) centrado en los años en los que tocaban en directo. Las emisiones radiofónicas de la BBC lo contaron. “Miles de adolescentes han esperado hasta 12 horas en Liverpool para comprar entradas para ver a los Beatles. La cola superó 1,5 kilómetros y la policía tuvo que cortar el tráfico. Las ambulancias atendieron a más de 100 personas con síntomas de hipotermia. Al terminarse las entradas, muchas jóvenes rompieron a llorar”. La histeria por conseguir entradas no es de ahora.


En ese documental hay una escena clarificadora. Febrero de 1964. Primer viaje a Estados Unidos. Hacía dos días que se habían estrenado en la meca del entretenimiento: el show televisivo de Ed Sullivan (50.000 peticiones para un estudio en el que había una grada para 728 personas). Iban camino de Washington. En el tren, un periodista entrevista a Paul McCartney.

—¿Qué lugar ocuparán The Beatles en la historia de la cultura occidental?

—Será una broma, ¿no? Esto no es cultura. Es pasar un buen rato.

El primer concierto americano fue en Washington. Como era habitual, duró alrededor de 30 minutos. Es el esquema que replicaron en julio de 1965 en Las Ventas y la Monumental. También en uno de los conciertos que no fallan en los rankings de los más importantes de la historia, el del Shea Stadium de 1965. Doce canciones. El sonido se escuchaba a través de la megafonía que se usaba en los partidos de béisbol y no había público en la pista. Había gritos e histeria.


Actuación de The Beatles en la plaza de toros de Las Ventas, ante unos doce mil espectadores. Madrid, 02/07/1965.
Actuación de The Beatles en la plaza de toros de Las Ventas, ante unos doce mil espectadores. Madrid, 02/07/1965. jaime pato (ALBUM)

Entre los shows de Barcelona y Madrid y ese mítico en Nueva York, un concierto cambió el rock. Bob Dylan en el Festival Newport y su público comprometido del folk sintiéndose traicionado por la transición de su icono a la electricidad comercial del rock. Es el tema del documental memorable No Direction Home (2005), de Martin Scorsese. El músico y sociólogo Hans Laguna, autor de Hey! Julio Iglesias y la conquista de América, explica que precisamente esa transición es la que permitió una reconsideración del rock. Dejó de ser entretenimiento y se legitimó como cultura.

Pero de entrada no se logró trasladar esa evolución al directo. En julio de 1966, los Beatles dieron su último concierto; en mayo, Dylan entró en hibernación. La gira que había mostrado la metamorfosis, con su parte acústica y la eléctrica, había desincronizado al cantante de sus seguidores. Durante 20 años su actuación en el Royal Albert Hall de Londres fue el más famoso álbum pirata. Ahora está editado legalmente y es una pieza de museo que reinterpreta el icono del indie Cat Power, como pudo escucharse en Barcelona el día antes de la fiesta de Estopa.

Esa evolución del rock modificaría las emociones que se intensifican en los conciertos. Mientras se sucedían los artistas en un escenario al aire libre, las drogas ayudaron a traspasar fronteras de la conciencia. En el verano del amor de 1967 empezó el primer gran ciclo de los festivales. Podemos revivirlos con una cierta calidad: cineastas profesionales, como el verista D. A. Pennebaker, los grabaron con cámaras móviles para entrenar rocku­mentarios en la gran pantalla.

La lista es conocida. Monterey con el público abducido por el sitar de Ravi Shankar, la guitarra de Hendrix o la radicalidad de unos Who que acabaron el set destrozando sus instrumentos. De alguna manera también los Rolling Stones en Hyde Park ante 250.000 personas o el supertaquillero Woodstock mitificado de inmediato como hito generacional: la utopía era posible. Días después, Joni Mitchell modeló el impacto vital con su canción Woodstock: “Voy a la granja de Yasgur / a tocar en una banda de rock and roll. / Voy de vuelta a la madre tierra. / Estoy yendo a liberar mi alma”. Esa vivencia del mito atávico fue un espejismo.


Vista del público en el Festival de Woodstock tomada desde el escenario. Bethel, NY, agosto de 1969.
Vista del público en el Festival de Woodstock tomada desde el escenario. Bethel, NY, agosto de 1969. Ralph Ackerman (GETTY IMAGES)

A finales de 1969 se vería en el Festival de Almont, donde se produjo un homicidio y hubo tres muertes por accidente. Ese descontrol se palpa en el documental Gimme Shelter. Y, sin violencia, el descontrol reapareció el verano de 1970 en el Festival de la isla de Wight. Los conciertos de The Doors, Leonard Cohen o The Who se editaron en disco mucho después. Pero tal vez lo más significativo sea el concierto de Joni Mitchell recuperado en el documental Both Sides Now (2018): esa mujer angelical, con canciones líricas de insondable belleza, era abucheada y el escenario asaltado por un tipo en pleno viaje lisérgico.


La crisis de los conciertos se resolvió con una nueva mutación, según Myers. No estamos hablando del circuito de los clubes. Aquí la industria es clave. Las cadenas de tiendas de discos se expandían, cada vez se publicaban más directos —pocos tan míticos como Made in Japan, de Deep Purple, al que Carlos Fernández dedicó una monografía— y las giras eran una forma de promocionar un nuevo disco, la principal fuente de ingresos para las bandas. A la vez el negocio de los conciertos ganó en profesionalidad. Mejoró el sonido y la puesta en escena. Se retomó conciencia de espectáculo, con ritos que se repiten y que el espectador conoce para poder experimentar una mística: la nueva emoción ya era la intensidad.

De esa época son la mayoría de giras que Rolling Stone —la revista que canonizó el rock— seleccionó para elaborar una lista de los mejores conciertos de la historia. Un paradigma podría ser el David Bowie reconvertido en Ziggi Stardust o el circo de Kiss. “Lo reventó con una combinación potentísima”, explica Dave Grohl de Nirvana en la serie La historia de Kiss (2021), “luces, explosiones por doquier, fuego, nadie lo ha hecho tan a lo grande”. El rock perdió consideración cultural, argumenta Laguna, y volvió a ser entretenimiento.

Bruce Dickinson, cantante de Iron Maiden en el palacio de deportes de Madrid. 13 de octubre de 1990.
Bruce Dickinson, cantante de Iron Maiden en el palacio de deportes de Madrid. 13 de octubre de 1990. FRANCIS TSANG

De esa dinámica, la España de la Transición aún quedó al margen. Aunque se creó una precaria industria de la música en directo, como promete mostrar el documental El Zeleste: record de tantes ocasions, los grandes grupos no tocaban aquí. Esta anomalía empezó a corregirla el promotor Gay Mercader. Aunque la policía lanzó bombas de humo, aunque no se atrevió a colocar en el escenario el pene hinchable que salía de una trampilla y escupía confeti, en 1976 los Stones en la Monumental.

Mercader organizó los primeros grandes espectáculos de rock internacional de la España de la Transición. En 1981, la actuación de Springsteen en Barcelona sobre la que se acaba de publicar un libro de fotografías de Francesc Fàbregas. “Fue el mayor concierto al que yo haya asistido”, dejó escrito el mánager de Springsteen, “no era libertad sino liberación”. El otro clásico fue el doblete de 1982 de los Stones en el Vicente Calderón.


Mick Jagger sale al escenario bajo una intensa lluvia, y ante cerca de cincuenta mil espectadores en el primero de los dos conciertos que el grupo británico va a ofrecer en el estadio Vicente Calderón. Madrid. 07/07/1982.
Mick Jagger sale al escenario bajo una intensa lluvia, y ante cerca de cincuenta mil espectadores en el primero de los dos conciertos que el grupo británico va a ofrecer en el estadio Vicente Calderón. Madrid. 07/07/1982. EFE

La crónica que escribió Rosa Montero de ese concierto marcado por un diluvio universal es miel. “Justo en medio del caos y del revuelo, salen ellos, los Rolling, como en un fragor jupiterino. Es la confusión, el éxtasis”. De ese éxtasis, Montero, con un quiebro estilístico perfecto, resitúa al lector en la vida después del concierto al final de la crónica. “Después sólo queda la rutina”.

Este es el paradigma en el que crecimos. Perdura en algunos casos, pero, según expone Jordi Herreruela —director del Festival Cruïlla—, va dejando de ser el dominante. Con las plataformas de música en streaming, el negocio cambió por completo. De cada 10 euros que genera la música registrada, el artista gana 1; de 10 del directo, 7. La gira ya no sirve para promocionar un nuevo disco, sino con un disco es el pretexto para empezar una nueva gira. Esa dimensión económica la explica Nando Cruz en el fundamental Macrofestivales. El agujero negro de la música. Los conciertos se han profesionalizado todavía más y se han adaptado para poder ser viralizados por los espectadores.


La primera fila frente al escenario en el concierto de Def Leppard y Mötley Crüe. Auditorio Miguel Ríos. Madrid. 24/06/2023.
La primera fila frente al escenario en el concierto de Def Leppard y Mötley Crüe. Auditorio Miguel Ríos. Madrid. 24/06/2023. FRANCIS TSANG

“Los directos son mucho más visuales”, dice Herreruela. Pone los ejemplos de las pulseras de Coldplay —en Estopa también las tuvimos, sí, ¿qué pasa?— o de los elementos que aparecen y desaparecen en el fenómeno global que es The Eras Tour de Taylor Swift. “Las superproducciones con cámaras de Rosalía exploran nuevos formatos: ya que tenemos la tecnología, por ejemplo las pantallas verticales, las usa para que el directo sea una experiencia cinematográfica”, detalla Aïda Camprubí, crítica cultural y codirectora del Festival BAM.

¿El futuro de la experiencia del concierto de rock? La tesis de Herreruela es que los conciertos se celebran en espacios deportivos que no fueron concebidos para este tipo de espectáculos, pero el Sphere de Las Vegas es el primer ejemplo de recinto creado con este propósito. En septiembre de 2023 lo estrenó U2, grupo residente durante 40 noches. Se está construyendo un espacio parecido en Mánchester. Si tienes esa instalación, podrás tener las estrellas. “Actualmente, los conciertos son la actividad que más gente saca de casa, más que el fútbol”, afirma Herreruela; “es la celebración colectiva que tiene mayor impacto”. Nadie quiere dejar de experimentar el éxtasis.


Otra forma de disfrutar los conciertos

PARA LEER

Rock Concert 
Marc Myers  
Grove Press, 2021 (en inglés)
320 páginas
19,20 euros

Retromanía  
Simon Reynolds  
Traducción de Teresa Arijón. Caja Negra, 2021 
439 páginas
30 euros

Macrofestivales 
Nando Cruz  
Península, 2023 
352 páginas
19,90 euros

Bruce Springsteen. Barcelona 1981 
Textos de varios autores y fotografías de Francesc Fàbregas  
Milenio, 2024 
121 páginas
20 euros

PARA VER

The Beatles. Eight Days a Week
Ron Howard (2016)
1 hora 46 minutos

Joni Mitchel. Both Sides Now. Live At the Isle of Wight Festival 1970
Murray Lerner (2018)
1 horas 16 minutos

Bohemian Rhapsody
Bryan Singer y Dexter Fletcher (2018)
2 horas 14 minutos

Elvis
Baz Luhrmann (2022)
2 horas 39 minutos


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Jordi Amat
Filólogo y escritor. Ha estudiado la reconstrucción de la cultura democrática catalana y española. Sus últimos libros son la novela 'El hijo del chófer' y la biografía 'Vencer el miedo. Vida de Gabriel Ferrater' (Tusquets). Escribe en la sección de 'Opinión' y coordina 'Babelia', el suplemento cultural de EL PAÍS.
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