El poder generacional de Dylan
Hubo un tiempo en que, más que un cantante, el artista de Minnesota era considerado como un gurú y un profeta
Son vicios adquiridos: pillo todas las novelas situadas en el universo del rock y planetas adyacentes. Ya saben que suele ocurrir que las ficciones sobre estrellas del rock resultan decepcionantes: las biografías de las auténticas rock stars superan a las creaciones más imaginativas, aparte de exhibir el latido de lo real. En general, ofrecen mayor interés las que se centran en personajes adyacentes, incluidos esa especie misteriosa que son los fans.
Me gustaría mencionar un libro inédito en español, Eat the Document. La autora, Dana Spiotta tiene títulos traducidos, como Inocentes y otras (Turner) y Stone Arabia (Blackie Books), donde alguien desarrolla una carrera de artista de culto y graba docenas de álbumes… sin llegar a editar ninguno.
Eat the Document abunda en resonancias dylanianas. Comparte título con el documental sobre la gira de 1966 que el propio Dylan montó y que fue rechazado por ABC, la cadena de TV que hizo el encargo. Nunca se ha editado legalmente, aunque circulan copias piratas y se puede ver vía internet.
En las últimas décadas, el fandom de Dylan se mide por hazañas atléticas (cuántas actuaciones de la Gira Interminable has visto) e inversiones en reliquias (debes poseer todos los volúmenes de las Bootleg Series, incluyendo la caja de The 1966 Live Recordings, con sus 33 compactos). Tal devoción es admirable y perfectamente legítima, aunque no puedo evitar recordar los tiempos en que Dylan además cambiaba vidas, para bien o para mal.
Spiotta nos sitúa a finales de los sesenta y principios de los setenta, cuando la frustración ante la interminable guerra de Vietnam llevó a grupos de estudiantes a formar los radicales Weathermen, en referencia a un verso de Subterranean Homesick Blues: “No necesitas un hombre del tiempo para saber hacia dónde sopla el viento”. Aunque Dylan había abandonado su música más incendiaria, el llamado Weather Underground invocaba su obra en comunicados como New Morning-Changing Weather, en 1970, que limitaba la lucha armada a atentados simbólicos, evitando causar víctimas.
Esa consigna es seguida por la protagonista de Eat the Document, Mary Whittaker. Con su novio, forma una célula para colocar bombas en las casas de los creadores y fabricantes de atrocidades como el napalm. En una de sus acciones, muere una sirvienta en la mansión donde ella deposita un artefacto explosivo. Horrorizada, la pareja se separa para mejor sobrevivir en la clandestinidad. Seguimos la odisea de Mary según cambia de nombres y prueba diferentes refugios, bajo la sombra del FBI y la violencia sexual (“las hippies siempre quieren hacerlo ¿verdad?”). Como Dylan, ella debe recurrir a la reinvención constante de su identidad pública.
Esos capítulos alternan con la cotidianidad de Mary, ahora Louise, vista a través de su hijo, Jason. Están en Seattle, en 1998: la presión policial parece haber desaparecido. Jason ha heredado la melomanía de su madre, devota de los Beach Boys, pero llevada por él hasta la obsesión: escucha los restos del frustrado álbum Smile de una manera, sí, religiosa. Hasta que sus inmersiones en los detritos audiovisuales de los sesenta le descubren los motivos de que su madre le oculte sus años de rock y activismo. No voy a reventar el final pero aviso que hasta reaparece el otro fugitivo.
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