Colm Tóibín, escritor: “El cáncer no me enseñó nada. No hace falta estar enfermo para entender que la vida es efímera”
El autor firma la continuación de ‘Brooklyn’, su gran novela sobre el exilio irlandés, en ‘Long Island’, en la que retoma el destino de su protagonista dos décadas después
Colm Tóibín (Enniscorthy, Irlanda, 1955) conduce como escribe. Conoce las normas de velocidad y respeta las prioridades en las rotondas, domina las maniobras y los cambios de carril, tiene bajo control los retrovisores y casi nunca usa el claxon, salvo en caso de extrema necesidad. No quita ojo a la carretera, pero de vez en cuando desvía su mirada hacia el paisaje que tiene delante, un conjunto de verdes intensos que desembocan en el mar, bajo el eterno claroscuro del cielo irlandés. Estamos cruzando el país de norte a sur, bajo una lluvia suave pero tenaz. “Más tarde se despejará”, promete el escritor, usando un viejo adagio de los lugareños. Y, pese a que todo indique lo contrario, estará en lo cierto. Atravesamos el condado de Wexford, en el sureste de Irlanda, donde nació y sigue teniendo casa, y en el que transcurren cinco de sus 10 novelas. Entre ellas, la última, Long Island (Lumen), continuación de Brooklyn, su exitoso relato protagonizado por Eilis, una joven irlandesa emigrada a Estados Unidos allá por los cincuenta. En Nueva York, esa antiheroína encontraba el trabajo y el amor, hasta que la muerte de su hermana la obligaba a volver a su país natal y a enfrentarse a una decisión crucial: retomar su antigua vida o preferir la que ya ha arrancado muy lejos de casa.
Tóibín se dirige a Dungarvan, pueblo costero a una hora escasa de Cork, cada vez más colonizado por urbanitas en busca de paz y silencio, donde acudió este jueves a presentar el libro ante sus lectores. Desde su viejo Mercedes, se divisa una tierra fértil, playas de arena y acantilados poco dramáticos, ruinas de abadías medievales y municipios llenos de librerías, teatros y cafés. “Es más Girona que Lleida”, decodifica Tóibín, buen conocedor de la geografía catalana: el escritor, convertido en un nombre central de las letras irlandesas y tres veces finalista al Booker, vivió en Barcelona a finales de los setenta y se compró un viejo granero en el Pallars que ha convertido en otra de sus residencias. Al llegar a nuestro destino, unas 200 personas —”no cabían más”, se disculpan los responsables del acto— lo esperan como si fuera una estrella del rock, en una biblioteca pegada a un puerto pintoresco y decorado con un sinfín de banderas arcoíris por el mes del orgullo. Tóibín sube al escenario y declama la primera página del libro: dos décadas después del final de Brooklyn, Eilis recibe la visita inesperada de un vecino. Le anunciará que su marido, fontanero italiano, ha dejado embarazada a su mujer mientras hacía unos arreglos en casa. Y que no piensa hacerse cargo del niño: en cuanto nazca, le traerá “al pequeño bastardo” para que se responsabilice de él. Eilis dice que sería el momento ideal para fumarse un cigarrillo. “No se lo tengan en cuenta: la acción pasa en 1976″, acota Tóibín con toda su locuacidad irlandesa. Todo el mundo se ríe.
Su novela evita asuntos como la violencia del IRA y el peso de la religión: “Escribo sobre irlandeses que no beben, no se pelean y no bailan. La misión de un escritor es no caer en esos estereotipos”
Pocas horas antes, el escritor hacía y deshacía la maleta en su casa de Dublín: cuatro plantas estrechas de un edificio de estilo georgiano junto al parque de Fitzwilliam Square, en el centro de una capital cada vez más próspera. Se disculpa por el desorden: lleva un mes inmerso en su gira para presentar el libro en todos los rincones del país. Admite que ya solo visita Irlanda por compromisos promocionales o durante las vacaciones. El resto de su tiempo se divide entre el este de Los Ángeles —allí vive con su pareja, el editor marroquí Hedi el Kholti— y Nueva York, donde da clases de literatura en Columbia un semestre al año. Le gusta su vida nómada, hecha de idas y venidas a través del océano, igual que le sucede a su protagonista. “Sí, supongo que escribo a partir de mi experiencia, de las cosas extrañas que te suceden al cruzar el Atlántico en ambos sentidos, de sentir que ya no tienes hogar”, admite. “En este país, durante más de 150 años, cada familia perdió a alguien que se iba a vivir lejos. Nuestra historia está hecha de cartas escritas a nuestras madres, de tíos que volvían hablando con un acento distinto y de primas que, al regresar, habían cambiado de forma de vestir”.
Eilis es una de ellas. En Brooklyn parecía una joven pasiva y taciturna, “una heroína sumergida, una mujer que nunca llama la atención cuando entra en cualquier sitio”. Tóibín la compara con la Fanny Price de Mansfield Park, de Jane Austen, joven criada por sus tíos que buscaba su lugar en la sociedad, o con Catherine Sloper, la heredera falta de autoestima de Washington Square, de su admirado Henry James. “O con Lluïsa Vidal en Pedra de tartera”, añade Tóibín, catalanófilo impenitente, sobre la novela de Maria Barbal, ambientada en el Pirineo durante la Guerra Civil. Aun así, la madurez ha transformado a Eilis en una mujer más dura y valiente, menos sometida a un marido tierno pero deficiente. Y más liberada, pese a no saber nada de la segunda ola de feminismo. Ahora es madre de dos hijos adolescentes, está más segura de sí misma y también de su intelecto. Ante la llegada inminente de ese bebé ilegítimo, decide abandonar Long Island, donde vive adosada a una familia política un tanto horrenda (¿pleonasmo?), para volver a su Enniscorthy natal. En Irlanda, su vida dará otro vuelco al reencontrarse con un amor de juventud.
Tras la explosión narrativa de las primeras páginas, Tóibín recobra el sosiego que le caracteriza. Después de la noticia bomba, Eilis pasa una hora en silencio en la penumbra de su habitación. “En eso consiste ser novelista”, dice el autor. Sus personajes dicen cosas que no piensan y piensan cosas que no dicen, por miedo a que los demás descubran cómo se sienten realmente, a quién aman en secreto y qué emociones se obstinan en reprimir. “La novela se erige sobre esa idea. No es que los personajes no se entiendan, es que apenas se relacionan. El libro se inscribe en un juego permanente de silencio, represión, negación y malentendido”. ¿Un rasgo identitario irlandés? “No, me niego a admitir eso”, responde. Tiene razón. Tóibín esquiva a conciencia todos los clichés sobre su país. “Los personajes no beben, no se pelean y no bailan. No sé de dónde ha salido la idea absurda de que estamos todo el día bailando”, bromea. “La misión de un novelista es no caer en esos estereotipos. Hice un esfuerzo tremendo para no hablar de la gran hambruna irlandesa”. No lo consiguió: se refiere a ella con brevedad, aunque lo haga en clave bastante irónica. La violencia en Irlanda del Norte también es tangencial, como lo es el peso cultural de la religión, incluso cuando describe un romance extramatrimonial. “En 1976, a nadie le importaba lo que pensara un cura o si lo que hacía era pecado. No se dice lo suficiente que la religión ya había perdido el poder que tuvo”, asegura. “Cuando lees Madame Bovary, solo sabes que la protagonista pasa por varios aprietos, no te enteras de nada de lo que sucedía en la Francia de entonces. Quise escribir un libro sobre Irlanda en el que el nacionalismo y la religión brillaran por su ausencia”.
En realidad, Tóibín nunca quiso escribir sobre su país. Su primer libro, El sur (1990), hablaba de una irlandesa que abandonaba a su marido e hijo para viajar a Barcelona para estudiar pintura, donde se enamoraba de un republicano con el que se refugiaba en las montañas catalanas (el arte es otra de sus pasiones, como demuestra La mirada cautiva, antología de textos sobre grandes pintores que acaba de publicar Arcàdia en castellano y catalán). “Nunca tuve la intención de hablar de Enniscorthy, pero, al evocar el regreso de esa mujer a Irlanda, entendí que me resultaba mucho más fácil describir los colores del paisaje, esos azules oscuros, esos tonos apagados. Fue como si saliera solo”, describe. Tóibín procede de una familia de maestros, aunque él fuera bastante mal alumno. “Aprendí a leer tarde y era tartamudo, y lo sigo siendo un poco. Fue un poco duro ser el tonto de la familia, pero la verdad es que me dejaron bastante en paz. Solo se enfadaban cuando llegaba con malas notas, que era siempre”. Su padre murió cuando él tenía 12 años. Su madre, poeta en sus horas libres y cuya historia inspiró su novela Nora Webster, volvió entonces a trabajar en una oficina. El joven Colm estudió en un internado de curas, que alentaron su don para la escritura. “Pero también hubo problemas graves en esa escuela: hace 20 años se descubrió que muchos profesores eran culpables de abusos sexuales. Yo no fui víctima de ello, pero sí algunos compañeros. Sucedía en nuestras narices, pero no nos dábamos cuenta”.
“Lo que ha sucedido con la lengua catalana es un absoluto milagro. Cuando vivía en Barcelona, la gente de mi edad no sabía ni leerlo ni escribirlo. Como irlandés, me da cierta envidia”
En Barcelona se liberó como homosexual. “Fue una etapa de buena comida, mucho alcohol, mucha belleza y mucho sexo”, recuerda. Aterrizó dos meses antes de la muerte de Franco. Se marchó tres años después. “Me fui porque las personas de mi edad estaban haciendo doctorados o escribiendo libros, mientras que yo me limitaba a pasear y beber. Trabajaba como profesor de inglés en una academia. Un día, mi jefe me dijo: ‘Vete, no te quedes aquí’. Decidí hacerle caso”. Desde entonces, ha seguido muy conectado con Cataluña. En 2017 defendió el referéndum de independencia, para enfado de algunos. Ahora modera sus palabras. “No creo en otro referéndum u otra declaración de independencia, todo eso tiene que parar”, opina. “No me convencen los argumentos para justificar la independencia: ni la cuestión identitaria ni el supuesto bienestar social que aportaría la creación de un nuevo Estado. Y, a la vez, siento que hay una demonización constante del nacionalismo catalán como algo retrógrado y populista, y eso no es cierto. Yo lo veo como un movimiento europeísta y abierto. Y lo que ha sucedido con la lengua catalana es un absoluto milagro. Cuando vivía en Barcelona, la gente de mi edad no sabía ni leerlo ni escribirlo. Como irlandés, me da cierta envidia”.
En su bibliografía, su orientación sexual parece tan fundamental como sus orígenes: la temática gay ha sido otro de los leitmotivs de una trayectoria en la que ha dedicado libros a Henry James (The Master) y Thomas Mann (El mago), ambos homosexuales furtivos, en los que descubrió sendos alter egos. “Sí, la homosexualidad es tan central en mi obra como el hecho de proceder de Irlanda. En realidad, ser gay en un mundo heterosexual se parece a ser irlandés en el Reino Unido”, se carcajea. “Ni siquiera soy capaz de calcular su importancia, incluso cuando no escribo sobre estas cuestiones, pero ser gay me ha permitido inspeccionar lo que la sociedad considera normal”. En Long Island, por ejemplo, Tóibín observa el matrimonio como una construcción artificial y artificiosa. “Sí, veo una extrañeza en esos vínculos, que a veces son de conveniencia, transaccionales. Y supongo que eso surge de contemplar las cosas con una especie de lente homosexual”.
“Ya no sé de qué género ni de qué raza son mis estudiantes. Ni tampoco de qué clase social, porque todos visten igual. Existe una gran tolerancia, ahora todo el mundo puede ser lo que quiera”
Aplaude que el mundo se abra a una mayor diversidad, que ve reflejada en su alumnado neoyorquino: él se va haciendo mayor, pero sus alumnos siempre tienen 20 años, lo que le proporciona una radiografía social bastante nítida. “Ya no sabes de qué género ni de qué raza son. Ni tampoco de qué clase social, porque todos visten igual. Existe una gran tolerancia en los campus. Ahora todo el mundo puede ser lo que quiera”. Por supuesto, lo celebra. “Y, a la vez, mi predisposición siempre me lleva a la melancolía. No sé qué hacer con toda esta felicidad”. Durante la preparación de Long Island, a Tóibín le diagnosticaron un cáncer de testículos que ya está en remisión. “No aprendí nada de esa enfermedad. No me enseñó nada. Si necesitas estar enfermo para entender que la vida es efímera, tal vez sufras de un mal mucho peor que el cáncer: la estupidez”, afirma. Tampoco le hizo pensar en su posteridad. “Eso sería un mal aún más grave: la vanidad”.
De regreso a la biblioteca en Dungarvan, una lectora levanta la mano. Le reprocha con amabilidad que Long Island vuelva a apostar, como ya sucedía en Brooklyn, por un desenlace ambiguo. “Para mí, así es como deben terminar las novelas. La gente se indigna, pero para mí el final está muy claro”, responde, con cierta razón. Dice que tenía elección entre dos modelos. “Al final de Middlemarch, George Eliot te cuenta con detalles qué sucedió a cada personaje a lo largo de sus vidas. Solo siete años después, Henry James prefirió terminar Retrato de una dama de manera abrupta. Los lectores pasaban la última página esperando más detalles, pero no los había, se encontraban con una página en blanco. Yo estoy, una vez más, del lado de James”. O lo que es lo mismo: las grandes verdades sobre la existencia se expresan, casi siempre de soslayo, en nuestros silencios.
Long Island
Traducción de Antonia Martín
Lumen, 2024
328 páginas. 21,90 euros
Long Island
Traducción de Ferran Ràfols (catalán)
Amsterdam, 2024
336 páginas. 22,95 euros.
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