Los días grises
La última novela de Tóibín es un 'tranche de vie' discutible sobre el duelo de una mujer tras enviudar. Como una pintura inacabada
Supongamos que fijamos nuestra atención en un periodo de la vida de cualquier individuo y lo registramos con exactitud. ¿Tendrá interés? Sin duda: cualquier vida —incluso la más mediocre, la más bartlebyana— puede encerrar todos los misterios de la humanidad. Ahora bien, ¿sería eso una novela literariamente acabada? La respuesta es más dudosa. La vida es caos, incontinencia, incoherencia, banalidad, y la tarea del escritor es modelar ese material para darle algún sentido artístico. El género tranche de vie exige un virtuosismo invisible y sostenido, como demostró hace un par de años en el cine Richard Linklater con Boyhood: no basta con colocar la cámara y dejar que la vida pase.
Nora Webster, la última obra del exitoso Colm Tóibín, de cuya novela Brooklyn llega también ahora a los cines la adaptación cinematográfica, es un tranche de vie de discutible resultado. Cuenta el periodo de duelo de una mujer: desde la muerte de su marido hasta el momento en el que, tres años después, vacía los armarios de sus ropas y de sus recuerdos personales y quema las cartas que él le había escrito durante su noviazgo. Pero el sentido de esta acotación temporal, que habría enmarcado a la perfección el rumbo del libro, queda desdibujado en sus páginas: Maurice, el marido muerto, tiene una presencia menguada y no parece marcar en ningún momento el comportamiento emocional de Nora. El centro de gravedad de la novela, de este modo, va cambiando continuamente sin que el lector sepa adivinar muy bien cuál es el mapa con el que la recorre: los conflictos laborales de Nora, la educación de sus cuatro hijos, su afición musical, la situación política de Irlanda o las relaciones sociales de la comunidad van tomando el protagonismo sucesivamente y desapareciendo a continuación del foco. Algunos personajes poderosos, como la pérfida y tal vez oscura señorita Kavanagh, irrumpen y luego se esfuman sin dejar rastro.
A Tóibín le pierde tal vez su fuerza narrativa. Tiene tanta capacidad para crear situaciones, para perfilar personajes y para ramificar la acción que quizá no mide el equilibrio del relato y deja a medias la hondura que podría haber logrado. La lectura casi nunca desfallece y el ritmo está sostenido con firmeza, pero el efecto es desconcertante: se trata de una pintura inacabada. No me cabe duda de que en la composición de Nora Webster hay decisiones ambiciosas, como la de dejar hilos argumentales sin continuidad o borrar los rasgos temporales (no sabemos hasta el final con certidumbre cuánto tiempo está transcurriendo ni tenemos casi pistas de la edad de los personajes, lo que en el caso de los niños adolescentes es un ejercicio arriesgado). La conveniencia de esas decisiones, sin embargo, es en mi opinión dudosa.
“Todos podemos tener muchas vidas, si bien hay límites”, dice en un momento dado la providencial maestra de canto. Y en el último tramo del libro, mientras piensa en la vida feliz que habría podido llevar si hubiera nacido en otro lugar, la propia Nora se pregunta “si era la única persona que no tenía nada entre la grisura de sus días y el absoluto esplendor de esa vida imaginada”. Ese pulso que el ser humano libra siempre con la realidad es uno de los temas predilectos de Colm Tóibín y está presente sin duda en Nora Webster. La protagonista, que en algunos tramos de la novela se hace antipática, sólo quiere salir del enmarañado laberinto de su nueva vida de viuda, y el tiempo en el que la acompañamos, en esos tres años de duelo, la vemos tambalearse y renacer. Contar y recontar el número de vidas que podría llegar a tener.
Nora Webster. Colm Tóibín. Traducción de Antonia Martín Martín. Lumen. Barcelona, 2016. 416 páginas, 21,75 euros
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